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Debía existir una explicación para lo que había ocurrido. Tenía que pensar.

Darya se agachó junto al agua, buscando un sitio que estuviese algo protegido del polvo que volaba. Si Atvar H’sial hubiera querido matarla, podía haberlo hecho muy fácilmente mientras dormía. Sin embargo, la había dejado con vida. ¿Por qué?

Porque Atvar H’sial la necesitaba con vida. La cecropiana no quería que estuviese presente cuando llevara a cabo sus planes, cualesquiera que éstos fuesen, pero más tarde la necesitaría. Tal vez por algo que ella sabía sobre Sismo o sobre los Constructores. ¿Pero qué? Nada que Darya pudiese imaginar.

Cambiemos la pregunta. ¿Qué pensaba Atvar H’sial que sabía ella?

A Darya no se le ocurrió nada razonable, pero por el momento no necesitaba la respuesta. La nueva Darya insistía en que los motivos para actuar eran menos importantes que las mismas acciones. Lo que importaba era que había sido dejada conservada en frigorífico —o en horno— durante un período indefinido de tiempo; era posible que alguien, en algún momento, regresase por ella. Aunque, si no hacía nada, moriría rápidamente.

Pero no ocurriría de ese modo. Ella no lo permitiría.

Darya se levantó y examinó lo que la rodeaba. Una vez había sido engañada por Atvar H’sial, para que la ayudara a realizar su viaje por el Umbilical. Había sido la última vez.

El lago junto al cual se hallaba era el más alto de media docena de ellos conectados entre sí. Sus tamaños variaban de menos de cien metros de ancho a unos cuatrocientos. El flujo del estanque más cercano, a unos cuarenta pasos de distancia, caía en una pequeña catarata de uno o dos metros de alto hacia el lago siguiente.

Darya estudió la costa buscando alguna clase de refugio. A juzgar por el clima, eso sería bastante sustancial. El viento se tornaba más fuerte, y una arena fina se introducía en cada espacio abierto…, incluyendo los suyos; la sensación no era nada agradable.

¿Adonde ir? ¿Dónde ocultarse? ¿Dónde encontrar refugio? La decisión de vivir —¡ella iba a vivir!— había ido en aumento.

Darya se sacudió el fino talco de los brazos y el cuerpo. Los terremotos podían constituir un peligro a largo plazo; por el momento, la mayor amenaza era este molesto polvillo. Debía alejarse de él, aunque no estaba segura de que hubiese algún lugar protegido.

¿Qué hacen los animales nativos?

La pregunta apareció en su mente mientras observaba la costa del lago, horadado con lo que parecían perforaciones de animales. En Sismo, los seres vivos no permanecían en la superficie durante esta época del año. Se ocultaban bajo tierra o, mejor aún, bajo el agua. Darya recordó las grandes manadas de animales con lomo blanco, que se dirigían sin vacilar hacia los lagos.

¿Podría ella hacer lo mismo? El fondo de un estanque alcalino no era un proyecto muy cautivador, pero al menos la alejaría del polvo.

Claro que ella no podía sobrevivir en el lecho de un lago. Necesitaba respirar. No tenía forma de llevar consigo un suministro de aire.

Darya se introdujo en el agua hasta que ésta le llegó a las rodillas. El agua estaba agradablemente tibia, y la temperatura aumentaba un poco a medida que avanzaba. A juzgar por el declive del fondo, en medio del estanque tendría la cabeza cubierta. Si avanzaba hasta que el agua le llegase al cuello, la obturación de su máscara y el filtro de aire quedarían sumergidos. Sólo su cabeza asomaría. Eso la protegería del polvo.

¿Pero cuántas horas podría permanecer de ese modo? No las suficientes.

Era una solución que no resolvía nada.

Comenzó a seguir el flujo de la cadena de lagos, descendiendo de un nivel de roca al otro. La primera catarata caía dos metros mediante una serie de pequeños rápidos, corriendo sobre las rocas suaves hasta que finalmente se descargaba en el más grande de los lagos. Seguramente, el polvillo que volaba era peor aquí que en el nivel más bajo.

Darya siguió caminando. Ese lago era toscamente elíptico, con unos trescientos metros de ancho y tal vez quinientos de largo. Su desagüe era una catarata considerable que ella pudo escuchar cuando todavía estaba a unos cuarenta pasos de distancia.

Cuando llegó a la ruidosa cascada, se encontró con una pared de agua de tres metros de altura, que caía en forma vertical hacia el siguiente lago de la cadena. La humedad se elevaba y le empañaba la máscara, pero al menos limpiaba un poco el aire de polvo. Si no lograba encontrar nada mejor, éste podía ser un lugar adonde regresar.

Se disponía a dirigirse hacia el siguiente estanque cuando vio que la cascada caía sobre un saliente en la roca. Había un espacio detrás. Si lograba atravesar la cascada sin ser arrastrada por el torrente de agua, se encontraría en un recinto cerrado, protegido del polvo por un muro de roca de un lado y por el agua que caía del otro.

Darya se acercó al borde de la cascada, apretándose todo lo posible a la roca, y se introdujo de costado en el torrente de agua. Apenas estuvo entre la lluvia blanca y espumosa supo que podría atravesarla. La parte más fuerte de la cascada no la tocaba. Pasaba por encima de su cabeza en un raudal de agua que sólo producía ruido y salpicaba con fuerza el muro de roca oculto. Tal como ella había pensado, atrás había un espacio.

El problema era que el reborde y el sitio protegido eran demasiado pequeños. No podía levantarse sin introducir la cabeza en el torrente. Tampoco podía tenderse. El reborde era muy desigual. Y no había ni un centímetro cuadrado que no estuviese mojado por la lluvia constante.

Comenzó a desanimarse, pero enseguida se contuvo. ¿Qué había estado esperando? ¿Un apartamento de lujo en la Alianza? No era cuestión de comodidad; se trataba de su supervivencia.

Protegida bajo la manta, podría acurrucarse con la espalda contra la roca. Dejaría afuera los alimentos y la bebida, y cada vez que lo necesitase, podría dejar su caverna tantas veces como fuera necesario para traer algo de comer o para estirar las piernas. Podría lavar la máscara y el filtro de aire mientras estaba dentro, para mantenerlos libres de polvo. Y estaría lo suficientemente abrigada, aunque nunca llegase a secarse por completo ni a descansar. Si era necesario, podría sobrevivir allí durante muchos días.

Darya regresó e hizo tres viajes para trasladar sus provisiones. En los dos primeros llevó todo a través de la cascada, a excepción del generador de señales, y pasó un largo rato decidiendo qué cosa debía tener adentro consigo y cuáles dejar afuera.

En el tercer viaje tuvo que tomar la decisión más difícil.

Podía llevar el generador de señales hasta un sitio alto cerca del lago, colocarlo sobre una pila de rocas y de ese modo aumentar al máximo su alcance. Podía asegurarse de que tuviese la potencia adecuada. ¿Pero haría algo más?

Después de pensar el asunto, comprendió que no tenía alternativa. Si Atvar H’sial llegaba a regresar, ella seguiría estando a su merced. La cecropiana decidiría si quería utilizarla, rescatarla o abandonarla. Dos meses atrás era posible que Darya lo hubiese aceptado como inevitable; ahora era diferente.

Envolvió el generador en la manta y lo llevó consigo a la caverna. Acomodó la cubierta impermeable para que tanto ella como el aparato estuviesen protegidos de las gotas. Era casi el mediodía de Mandel, y la luz se filtraba entre la caída de agua.

Lenta y cautelosamente, apagó el generador y comenzó a desarmarlo. No tenía por qué apresurarse, ya que el tiempo parecía ser lo único de lo que disponía en abundancia. Aunque conocía los circuitos básicos que necesitaba, tuvo que improvisar para lograr la impedancia que estaba buscando. Cogió los conductores alternos de alto voltaje y conectó su salida en paralelo con el paso r/f, a través del transformador, y luego a la caja de mensajes. Fue una prueba de memoria y de viejos cursos en electrónica neural. El enrollador que necesitaba era poco más que un oscilador no lineal, y en el generador de señales había reóstatos y condensadores capaces de desempeñar funciones dobles. No podía probar el aparato, pero los cambios que había hecho eran bastante simples. Tenía que funcionar. El mayor peligro estaba en que fuese demasiado potente.