Sus ojos se adaptaron, y al hacerlo, alcanzaron a ver el ligero parpadeo de una diminuta lucecita roja junto a la consola de controles. En el mismo momento, un insistente beep se inició en el interior de la cabina.
El circuito de auxilio.
Rebka sintió un hormigueo en la nuca. Faltaban sesenta horas para la Marea Estival, y alguien o algo se enfrentaba con graves problemas allá, en la oscura y amenazadora superficie de Sismo.
El origen de la señal lo haría descender en el límite de la zona de los Mil Lagos, bastante cerca de la región donde, según Max Perry, podían encontrarse las gemelas Carmel. Rebka revisó la reserva de potencia del coche. Era abundante. Cada coche aéreo podía dar toda la vuelta a Sismo y todavía conservar para un poco más. No había motivos para preocuparse en ese aspecto. Envió un breve mensaje a Perry y Graves y luego aumentó la velocidad del coche, estableciendo su nuevo curso sin aguardar una respuesta de ellos. Mandel todavía estaba oculta, pero Gargantúa se encontraba alto en el cielo y proporcionaba la luz suficiente como para aterrizar. Rebka miró hacia delante. Estaba sobrevolando una cadena de lagos circulares, con aguas humeantes y agitadas. Las turbulentas superficies coincidían con su estado de ánimo. En ninguna parte, de horizonte a horizonte, había señales de vida. Para encontrarlas tendría que buscar en las aguas de los Mil Lagos o en las hondonadas más profundas de la Depresión Pentachne. O más profundo aún… Las formas de vida más tenaces se enterraban bien abajo de la violenta superficie de Sismo. ¿Las gemelas Carmel habrían tenido el juicio de hacer lo mismo?
Tal vez ya era demasiado tarde. Las gemelas no eran ningunas especialistas en supervivencia, y allá debajo las fuerzas de las mareas se incrementaban momento a momento.
Rebka volvió a aumentar la velocidad, exigiendo al coche hasta sus límites. No había nada más que pudiese hacer. Su mente comenzó a vagar especulando sobre sus preocupaciones.
La gravedad es la fuerza más débil de la naturaleza. La interacción fuerte, la electromagnética, hasta la más débil que gobierna la desintegración beta, es más poderosa en muchos órdenes de magnitud. Dos electrones, con una separación de cien años luz, se repelen entre sí con una fuerza eléctrica tan grande como la atracción gravitatoria de dos electrones separados por medio milímetro.
Pero consideremos la fuerza gravitatoria de las mareas. Aún es más débil. Sólo está causada por una diferencia de las fuerzas gravitatorias. Mientras que la gravedad es gobernada por una ley inversa con el cuadrado —al doble de distancia, un cuarto de la fuerza—, las mareas gravitacionales se rigen por una ley cúbica inversa. Al doble de distancia, un octavo de fuerza; al triple de distancia, un veintisieteavo de fuerza.
Las mareas gravitacionales deberían ser insignificantes.
No obstante, no lo son. Arrastran millones de lunas alrededor de la galaxia, obligándolas a presentar siempre el mismo rostro a sus planetas. Las mareas trabajan sin cesar en el interior de los mundos, estrujando y tirando. Liberan tensiones geológicas y cambian la figura del planeta en cada uno de sus ciclos. Desgarran y parten cualquier objeto que cae en un agujero negro, de tal modo que, sin importar lo resistente que pueda ser el intruso, las mareas lo demolerán hasta sus componentes subatómicos más elementales.
Ya que esa relación de distancia cúbica inversa puede ser fácilmente invertida: a la mitad de distancia, ocho veces la fuerza de las mareas; a un tercio de distancia, veintisiete veces la fuerza de las mareas; a un décimo de distancia…
En su punto más próximo con Mandel, el sistema Dobelle se encontraba a un onceavo de su distancia promedio con la primaria. Sobre sus componentes se ejercía mil trescientas treinta y una veces la fuerza término medio de la marea.
Eso era la Marea Estival.
Max Perry le había explicado todo esto a Rebka, y éste pensaba en ello mientras sobrevolaba la superficie de Sismo. Cada cuatro horas, la inmensa mano invisible que era la gravedad de Mandel y Amaranto estrujaba y tiraba de Ópalo y Sismo, tratando de convertir sus formas casi esféricas en elipsoides. Y, cerca de la Marea Estival, la energía de las mareas, equivalente a una docena de guerras nucleares a gran escala, era ejercida sobre el sistema… no una, sino dos veces en cada día de Dobelle.
Rebka había visitado mundos en donde la guerra nuclear acababa de tener lugar. Basado en esa experiencia, había esperado ver un planeta cuya superficie era una gran confusión, un caos hirviente en donde la existencia de vida era un imposible.
Al no ocurrir eso, se sentía desconcertado.
Había erupciones locales, eso era innegable. Pero, cuando miraba la tierra que pasaba debajo de él, no podía ver nada que se equiparase con lo que había imaginado.
¿Qué ocurría?
Rebka y Perry habían pasado por alto un hecho conocido desde los tiempos de Newton: la gravedad es una fuerza de masas. Ninguna materia conocida podía protegerse contra ella; cada partícula, sin importar su ubicación en el universo, siente la fuerza gravitatoria de cada otra partícula.
Por lo tanto, mientras la guerra nuclear confina su furia a la atmósfera, los océanos y a unas cuantas decenas de metros en la superficie terrestre del planeta, las fuerzas de las mareas estrujan, tiran y retuercen cada centímetro cúbico del mundo. Son fuerzas repartidas, sentidas desde la parte más alta de la atmósfera hasta el átomo más profundo del núcleo superrecalentado y supercomprimido.
Rebka examinó la superficie, pero vio muy poco que sugiriese un inminente Armagedón. Su error era natural y elemental. Debió haber mirado mucho más profundo; entonces quizás hubiese tenido su primer indicio sobre la verdadera naturaleza de la Marea Estival.
Un viento de polvo sofocante aullaba sobre la superficie cuando el coche aéreo se posó. Rebka llevó el vehículo directamente hacia ese ventarrón, confiando en que los sensores de onda ultracorta le advertirían sobre la presencia de rocas lo bastante grandes para causar problemas. Aunque el aterrizaje fue suave, hubo una dificultad inmediata. El sistema de búsqueda y rescate le indicaba que el generador de señales se encontraba directamente enfrente suyo, a menos de treinta metros, pero el detector de masa insistía en que no había nada del tamaño de un coche o de una nave a menos de trescientos. Frente al vehículo, el mundo acababa en una cortina de polvo y arena, a no más de doce pasos de la nariz del coche.
Rebka volvió a inspeccionar el SBR. No cabían dudas sobre la ubicación del generador. Calibró su trayectoria y su distancia desde la puerta del coche. Se obligó a sentarse y aguardar durante cinco minutos, al escuchar la tempestad de arena que aullaba y azotaba el coche, esperando que el viento amainase. Éste continuó soplando más fuerte que nunca. La visibilidad no mejoraba. Al fin, se colocó las gafas protectoras, la careta antigás y la ropa resistente al calor y abrió la puerta. Al menos la combinación le resultaba familiar. Un viento rugiente, una atmósfera recalentada, un sabor desagradable y un aire casi venenoso…, igual que en casa. Él había luchado contra todo eso durante su niñez en Teufel.
Rebka salió del vehículo.
La arena que volaba era increíble, tan fina que lograba atravesar las aberturas más pequeñas del traje, para pegarse a su cuerpo. Durante los primeros segundos pudo saborear en los labios un talco polvoriento que de alguna manera lograba escurrirse a través de la careta antigás. Millones de dedos diminutos lo tocaban y le tiraban del traje, ansiosos por alejarlo de allí. Su ánimo decayó. Esto era peor que Teufel. Sin la protección de un coche, ¿cómo sería posible sobrevivir tan sólo una hora a semejantes condiciones? Era un aspecto de Sismo sobre el que Perry, preocupado por los volcanes y los terremotos, no lo había puesto sobre aviso. Pero, con las suficientes alteraciones atmosféricas, la actividad interior de un planeta no era necesaria para que la vida resultase inhóspita. Al no permitir que una persona respirase o escapase, la arena impulsada por el viento sería suficiente.