—¡Espéreme! —Graves alzó una mano para protegerse los ojos. Los bordes de las hojas le cortaban las manos y dejaban marcas sobre su cabeza calva. Enseguida se encontró abajo, cubierto por la vegetación que marcaba el primer nivel de la Pentacline.
Allí la luz de Mandel y Amaranto estaba apagada, como una sombra azul verdosa. Unas pequeñas criaturas volaban sobre ellos. Aunque al principio Julius Graves pensó que eran insectos o pájaros, una consulta a Steven le proporcionó la información de que eran seudocelentéreos, más parecidos a medusas voladoras que cualquier otra forma de la Tierra o de Miranda. Las criaturas chillaron de pánico y se alejaron de Graves en la penumbra. Él se apresuró para alcanzar a Max Perry. Bajo la bóveda vegetal, la temperatura había subido unos grados más.
Perry seguía el lecho rocoso, abriéndose paso entre unos troncos amarillos y unas setas que alcanzaban los dos metros de altura. Nubes de diminutas criaturas aladas se elevaban de entre las hojas y volaban hacia su rostro y sus manos.
—No pican —dijo Perry por encima del hombro—. Siga adelante.
Graves las ahuyentó, tratando de alejarlas de sus ojos. Se preguntó por qué Perry no habría traído máscaras y caretas. En su concentración, no miró por dónde caminaba y chocó contra la espalda de Perry.
—¿Ha encontrado algo?
Perry negó con la cabeza y señaló hacía abajo. Dos pasos más adelante, el lecho del arroyo caía en un hueco vertical. Graves se inclinó con imprudencia y no pudo ver señales del fondo.
—Esperemos que no estén allá abajo. —Perry ya comenzaba a regresar—. Vamos.
—¿Y si el otro también es un callejón sin salida? —Graves volvió a hacer sonar sus articulaciones.
—Malas noticias. Necesitaremos una nueva idea. Pero, aunque se nos ocurra, no tendremos tiempo de llevarla a cabo. Será hora de preocuparnos por nosotros mismos.
En lugar de volver a subir por la ladera de roca, se abrió paso lentamente hasta el otro lado del afloramiento por donde corría otro afluente. Fuera del lecho, la vegetación crecía con más fuerza. Resistentes brotes de bambú se alzaban hasta las rodillas, raspando sus botas y cortando la tela de sus pantalones. La savia irritante de las hojas rotas hacía arder los cortes de sus pantorrillas. Perry maldecía, pero no aminoraba la marcha.
Veinte metros después se detuvo y señaló.
—Allí está el otro afluente. Algo ha pasado por aquí unas cuantas veces.
Al borde del lecho, las juncias grises y verdes estaban aplastadas y quebradas. Sobre sus tallos rotos había una capa oscura de savia seca.
—¿Animales? —Graves se inclinó para frotarse las pantorrillas y canillas lastimadas, ya que la picazón que sentía era insoportable.
—Tal vez. —Perry alzó un pie y pisó un tallo entero, calculando su resistencia—. Pero lo dudo. Lo que haya aplastado esto no andará lejos del peso de un humano. Nunca he sabido que en la Pentacline hubiese nada que pesase ni la cuarta parte. Al menos nos facilita la marcha.
Comenzó a caminar por la orilla del arroyo, siguiendo la vegetación aplastada. Aunque el resplandor verdoso se había oscurecido, el sendero era fácil de seguir. Corría paralelo al lecho seco y luego se acercaba a él. Treinta metros más allá, el camino se cubría de helechos.
Graves posó una mano sobre el hombro de Perry y se le adelantó.
—Si está en lo cierto —dijo con suavidad—, a partir de ahora es mi turno. Déjeme ir adelante y solo. Lo llamaré cuando lo necesite.
Perry lo miró unos momentos y luego le permitió adelantarse. En los últimos cinco minutos Graves había cambiado. En su rostro no quedaba ningún rastro de inestabilidad; en él sólo se veía fuerza, calidez y compasión. Era el semblante de un hombre distinto…, de un consejero.
Graves siguió el curso del arroyo hasta que estuvo a un par de pasos de la cortina de helechos. Allí se detuvo, escuchando, y, después de un par de segundos, asintió con la cabeza y se volvió hacia Perry. Guiñó en forma grotesca, separó los helechos y se internó en la oscuridad del matorral.
Eran las gemelas Carmel; tenían que ser ellas. Habían sido localizadas, aunque Perry hubiese apostado lo contrario cuando él, Graves y Rebka abandonaran Ópalo. ¿Pero qué les estaba diciendo Graves, oculto en la oscuridad?
Tan cerca de la Marea Estival, unos pocos minutos en la Pentacline parecían horas. El calor y la humedad eran terribles. Perry miraba su reloj una y otra vez, sin poder creer que el tiempo transcurriese tan lento. Aunque era pleno día y Mandel debía estarse elevando, allí cada vez había menos luz. ¿Se estaría formando una tormenta de polvo allá arriba en la atmósfera? Perry alzó la vista, pero no pudo ver nada a través de las múltiples capas de vegetación. Sin embargo, bajo sus pies había suficiente evidencia de la actividad de Sismo. El suelo enmarañado del bosque vibraba constantemente.
Treinta y cinco horas hasta la Marea Estival Máxima.
El reloj continuaba corriendo en la cabeza de Perry junto con una pregunta. Habían prometido llevar a J’merlia y a Kallik al lugar donde los habían encontrado. Esa promesa había sido hecha de buena fe y sin reservas. ¿Pero podrían hacer semejante cosa, sabiendo que pronto Sismo se convertiría en una trampa mortal para todos excepto para sus organismos singularmente escogidos?
De pronto, una luz brillante frente a él lo sobresaltó. La cortina de helechos había sido abierta, y Graves lo llamaba para que se acercase.
—Entre. Quiero que escuche esto y sirva como testigo.
Max Perry se abrió paso entre la erizada fronda de helechos. Iluminado desde el interior, el matorral oscuro no resultó ser tan cerrado como parecía. Los helechos sólo formaban una valla natural dentro de la cual se alzaba una tienda flexible, sostenida por nervaduras neumáticas. Graves mantenía abierto un panel de la puerta. Cuando Perry entró, quedó sorprendido por el tamaño del interior. Tenía al menos diez metros cuadrados. Incluso con las paredes inclinadas hacia dentro, el espacio era considerable. Los muebles eran asombrosamente completos, con todo lo que se necesitaba para vivir con una comodidad normal. Estaba funcionando algún aparato que controlaba la temperatura y la humedad, de tal modo que las condiciones internas eran agradables. Y estaba bien oculta de cualquier rastreador normal. No era extraño que las gemelas hubiesen preferido permanecer aquí y no en el restringido espacio de la Nave de los Sueños Estivales.
La tienda también debía de ser a prueba de luz; de no ser así, acababan de encenderlas. Perry sólo tuvo tiempo de echar un vistazo a la hilera de cilindros brillantes que había en las paredes, antes de que su atención se dirigiera hacia las ocupantes de la tienda.
Elena y Geni Carmel estaban sentadas contra la pared opuesta, una junto a la otra, con las manos sobre las rodillas. Estaban vestidas con ropas deportivas color bermejo y llevaban suelto sobre la frente su cabello castaño rojizo. La primera impresión de Perry fue la de dos personas idénticas, con el mismo parecido a Amy que lo dejó sin aliento cuando vio sus fotografías en Ópalo.
Pero al verlas en persona, bajo las luces brillantes de la tienda, la razón se impuso rápidamente. Si las gemelas se parecían a Amy, era por sus ropas y su peinado. Elena y Geni Carmel se veían cansadas y agobiadas, muy lejos de la confianza vivaz e invencible que siempre mostraba Amy. El bronceado que había visto en los cubos de imagen había desaparecido hacía mucho, siendo reemplazado por una palidez exhausta.
Las gemelas eran diferentes entre sí. Aunque sus facciones fuesen idénticas, no ocurría lo mismo con sus expresiones. Una era claramente la gemela dominante… ¿Tal vez había nacido unos segundos antes o sería un poco más grande y pesada?