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Las dos mujeres se levantaron al unísono y hablaron juntas.

—Iremos con usted. ¿Cuándo debemos partir?

—Ya. —Perry había sido un espectador silencioso, mirando sin cesar a las tres personas que tenía delante y a su reloj. Por primera vez aceptó la idea de que el don que poseía Julius Graves para tratar con la gente era algo que él jamás podría tener—. Debemos partir en este mismo instante. Cojan lo que les resulte absolutamente necesario, pero nada más. Hemos permanecido aquí abajo más tiempo del que esperábamos. Faltan menos de treinta y tres horas para la Marea Estival.

El coche aéreo se elevó de la superficie de basalto negro.

Demasiado lento, se dijo Max Perry. Demasiado lento y pesado. ¿Cuál es el límite de carga de este coche? Apuesto a que no estamos muy lejos de él.

No dijo nada a los demás. La tensión interna hizo que se elevaran, hasta que al fin estuvieron volando a una altura segura, de vuelta por donde habían venido.

Aparentemente los otros no compartían sus preocupaciones. Elena y Geni Carmel parecían exhaustas, reclinadas en sus asientos en la parte trasera del coche, mirando con fatiga el cielo resplandeciente. Graves había vuelto a su jovialidad maníaca, mientras interrogaba a J’merlia y, a través de ella, a Kallik sobre la especie zardalu y sobre el mundo de la hymenopt. Perry decidió que probablemente se trataba de Steven, ocupado con su acopio de información.

Perry tenía poco tiempo para observar a los demás o para conversar. Él también estaba cansado —había pasado más de veinticuatro horas sin dormir—, pero la energía nerviosa lo mantenía bien despierto. En las últimas horas la atmósfera de Sismo había atravesado una transición. En lugar de volar bajo un cielo polvoriento pero iluminado por el sol, el coche avanzaba bajo capas continuas de nubes, negras y rojizas. Necesitaba elevarse por encima de esas nubes para estar seguros, pero Perry no se atrevía a correr el riesgo de soportar ráfagas desconocidas. Incluso a la altura presente del coche, bien abajo de las nubes, los sectores de turbulencia iban y venían de forma imposible de predecir. No era seguro forzar el vehículo a más de la mitad de su velocidad máxima. Los relámpagos se descargaban entre el cielo y la superficie. Con cada minuto que pasaba, la capa de nubes descendía más y más hacia el suelo.

Perry miró hacia abajo. Podía ver una docena de lagos que se evaporaban rápidamente, entregando su humedad almacenada a la atmósfera. Sismo necesitaba la protección de esa capa de vapor para protegerse de los rayos directos de Mandel y Amaranto.

De lo que no podría resguardarse sería de la creciente fuerza producida por las mareas. Alrededor de los lagos que se evaporaban, el suelo comenzaba a fracturarse y elevarse. Las condiciones empeoraban de forma ininterrumpida mientras el coche se acercaba al sitio donde habían sido encontrados J’merlia y Kalhk.

Perry luchó con los controles del coche y reflexionó. Un aterrizaje en aquellas condiciones resultaría muy difícil. ¿Cuánto tiempo les llevaría dejar a J’merlia y a Kallik en su coche para regresar a la relativa seguridad del aire? ¿Y si no había ni rastro de Atvar H’sial y Louis Nenda, podrían dejar a los dos esclavos solos en la superficie?

Ya no faltaba demasiado. En no más de diez minutos tendría que tomar la decisión.

Y en treinta horas, la Marea Estival estaría allí. Perry se arriesgó a aumentar un poco la velocidad.

Un resplandor de luz rojiza comenzó a aparecer en el cielo delante de ellos. Perry lo observó con ojos cansados.

¿Sería Amaranto, visto a través de una abertura en las nubes? Pero no había ninguna abertura en las nubes a la vista y la zona brillante estaba demasiado baja en el cielo.

Perry volvió a mirar y redujo considerablemente la velocidad hasta que estuvo seguro. Al fin, se volvió en su asiento.

—Consejero Graves y J’merlia, ¿querrían venir adelante, por favor? Necesito su opinión sobre esto.

Era una formalidad. Perry no necesitaba otra opinión. En las últimas horas había habido un vulcanismo intenso en la zona que tenía delante. Justo en el lugar donde habían recogido a J’merlia y a Kallik, la superficie resplandecía anaranjada de horizonte a horizonte. Unos ríos de lava humeante se escurrían a través del terreno ennegrecido e inerte, y no había un solo sitio donde un coche aéreo pudiese aterrizar.

Perry sintió un estremecimiento de primitivo temor reverente ante la escena… y una gran sensación de alivio.

No tendría que tomar una decisión después de todo. Sismo la había tomado por él. Al fin podrían dirigirse hacia el Umbilical.

La aritmética ya estaba funcionando en su cabeza. Siete horas de vuelo desde el lugar donde se encontraban. Con un margen para el error, en caso de que tuviesen que esquivar alguna tormenta o reducir la velocidad, podrían llegar a demorarse unas diez horas. Y faltaban dieciocho para que el Umbilical se retirase de la superficie de Sismo.

Eso les daba una ventaja de ocho horas. Llegarían con tiempo de sobra.

19

Marea estival menos dos

El ruido significaba mal funcionamiento. Lo mismo ocurría con las vibraciones mecánicas. Los motores de un coche aéreo en buen estado eran casi silenciosos; su marcha era suave como la seda.

Darya Lang escuchó el resollante estertor de muerte a sus espaldas y sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. No cabían dudas al respecto. Las sacudidas empeoraban. Empeoraban rápido y se notaban fácilmente sobre los embates del viento.

—¿Cuánto falta? —Tuvo que gritar la pregunta.

Hans Rebka meneó la cabeza, sin alzar la vista de los controles.

—Catorce kilómetros. Tal vez sea demasiado. Cuestión de suerte.

Avanzaban a no más de mil metros sobre la superficie; apenas a una altura suficiente para no agregar más polvo a los respiraderos de admisión. El suelo era escasamente visible, borroso y fantasmal bajo una niebla de polvo turbulento.

Lang miró más arriba. Había una delgada hebra vertical que se alzaba a la distancia.

—Lo veo, Hans! —gritó—. ¡Allí está el pie del Umbilical!

—De nada sirve. Estamos perdiendo altura —gritaba Rebka casi simultáneamente.

El motor del coche aéreo comenzó a producir ruidos más fuertes. Momentos de vuelo normal eran seguidos por intensas vibraciones y segundos de brusco descenso. Se internaron en la capa de polvo. La hebra plateada del Umbilical desapareció de la vista.

—Seis kilómetros. Cuatrocientos metros. —Rebka había echado una última mirada antes de entrar en la tormenta; ahora se guiaba por los instrumentos—. No puedo ver para elegir el lugar donde aterrizar. Revisa tu arnés y asegúrate de tener bien firmes la máscara y el respirador. Podemos tener dificultades.

Los coches aéreos eran máquinas resistentes. Habían sido diseñados para volar en condiciones extremas; pero lo que no podían garantizar era un aterrizaje suave con un motor despedazado por el polvo de corindón. El último estertor de potencia se produjo cuando los instrumentos mostraban una altitud de veinte metros. Rebka cambió la aleta hipersustentadora para evitar un desenganche y disminuyó a la mitad la velocidad de aterrizaje acostumbrada. En el último instante le gritó a Darya que se sujetase fuerte. Tocaron tierra violentamente, rebotaron sobre un afloramiento rocoso lo bastante grande para abrir la panza del coche y se deslizaron hasta detenerse.

—¡Eso es! —Rebka, que había soltado su propio arnés, se inclinó para ayudar a Darya cuando todavía estaban en movimiento. Echó un último vistazo al sensor de onda ultracorta y se volvió hacia ella con una sonrisa triunfante—. Vamos. Tengo el rumbo. El pie del Umbilical está a menos de medio kilómetro.

Las condiciones en tierra eran mucho mejores de lo que Darya había esperado. Aunque la visibilidad se limitaba a unas decenas de metros y los sonidos del viento estaban acompañados por explosiones distantes, la superficie estaba en calma y navegable, excepto donde hileras de piedras grandes como casas saltaban por el aire como dientes rotos. Darya siguió a Rebka entre dos de ellas, pensando en que había sido una suerte que el motor fallara cuando lo había hecho y no unos segundos después. Hubiesen seguido volando para estrellarse contra esas rocas.