Rebka ya se abría paso hacia el asiento del piloto antes de que J’merlia terminase de hablar.
—¿A qué distancia se encuentra esa nave y hacia dónde está? —preguntó mientras examinaba el tablero del coche.
—A siete mil kilómetros, cerca de la Depresión Pentacline. —Perry había salido de su abatimiento y se abría paso entre las gemelas Carmel para reunirse con Rebka—. Sin embargo, estando tan próximos a la Marea Estival, seguramente nos encontraremos con un fuerte viento de costado. Eso nos desviará al menos mil kilómetros.
—Por lo tanto, no hay margen. —Rebka hacía unos cálculos rápidos—. Tenemos suficiente potencia para unos ocho mil, pero no si lo intentamos a toda velocidad. Si vamos más despacio, nos acercaremos más a la Marea Estival y las condiciones serán peores.
—Es lo mejor que podemos hacer. —Graves habló por primera vez desde que entrara en el coche—. ¿Pero lograremos despegar con tanta carga? Nos ha resultado bastante difícil llegar aquí, y eso que éramos dos personas menos.
—Y lograremos permanecer en el aire, tan cerca de la Marea Estival? —preguntó Perry—. Los vientos son increíbles.
—E incluso aunque Kallik tenga razón —dijo Graves— y todavía quede un poco de potencia en la nave, ¿podrá ponerse en órbita la Nave de los Sueños Estivales! Pero Rebka ya estaba encendiendo el motor. —No es lo mejor que podemos hacer, consejero —sentenció mientras los chorros hacían volar una nube de polvo blanco que cubría las ventanas—. Es lo único que podemos hacer ¿Qué quieren? ¿Una garantía por escrito? Acomódense y contengan el aliento. A menos que alguien tenga una idea mejor, en los próximos cinco minutos voy a forzar este coche hasta el límite. Sujétense fuerte, y esperemos que el motor esté dispuesto a cooperar.
20
Marea estival menos uno
Cuando el coche despegó del suelo y comenzó a elevarse con dificultad, Darya Lang se sintió inútil. Era una sobrecarga, un peso muerto incapaz de ayudar al piloto que tenía delante. Impotente para contribuir e incapaz de relajarse, echó un nuevo vistazo a sus compañeros de vuelo.
Éste era el grupo que viviría o moriría junto… y pronto, antes de que Sismo y Ópalo hubiesen completado otro giro.
Los estudió mientras el coche avanzaba con un zumbido. Constituían un espectáculo deprimido y deprimente. La situación había dado marcha atrás al tiempo, revelándolos ante Lang tal como debían de haber sido hace muchos años, antes de que Sismo entrara en sus vidas.
Elena y Geni Carmel, sentadas mejilla con mejilla, eran niñitas perdidas. Incapaces de hallar el camino para salir del bosque, esperaban ser rescatadas; o, mucho más probable, esperaban que llegase el monstruo. Frente a ellas e inclinado sobre los controles, Hans Rebka era un niño preocupado, que trataba de jugar un juego demasiado adulto para él. A su lado estaba Max Perry, sumido en un antiguo y desdichado sueño que no podía compartir con nadie.
Sólo Julius Graves, a la derecha de Perry, escapaba al modelo del tiempo regresivo. Cuando el consejero se volvió hacia la parte trasera del coche, mostró un rostro que nunca había sido joven. Milenios de sufrimiento estaban tallados en sus arrugas y en su superficie endurecida; la historia humana, escrita con misterio, ira y desesperación.
Darya lo miró con asombro. Éste no era el miembro del Consejo de una legendaria Alianza. ¿Dónde estaba la bondad, el optimismo, la maniática energía?
Ella conocía la respuesta: la fatiga había logrado apagarlas.
Por primera vez, Darya comprendió la importancia del cansancio en la decisión de cuestiones humanas. Había notado su propia pérdida gradual de interés por descifrar el acertijo de Sismo y los Constructores, y lo había atribuido a su concentración por la simple supervivencia. Ahora lo adjudicaba a los debilitantes venenos del agotamiento y la tensión.
El mismo lento drenaje de energía les afectaba a todos ellos. En un momento en el que el pensamiento y la acción inmediata podían marcar la diferencia entre la vida y la muerte, estaban mental y físicamente postrados. Todos —ella no era ninguna excepción— se veían como zombies. Durante unos cuantos segundos podían levantarse mostrando atención y agudeza, tal como le ocurriera a ella en el momento del despegue; pero, en cuanto pasaba el pánico, volvían a caer en el letargo. Los rostros que se volvían hacia ella, incluso después de haberse limpiado todo el polvo blanco, estaban pálidos y consumidos.
Darya sabía cómo se sentían. Sus propias emociones estaban heladas. No podía sentir terror, ni amor, ni ira. Esa era la consecuencia más temible: la nueva indiferencia respecto a vivir o a morir. Apenas si le importaba lo que pasaría después. En los últimos días, Sismo no la había abatido con su violencia, pero la había consumido, la había desangrado de todas sus pasiones humanas.
Hasta los dos alienígenas habían perdido su brío acostumbrado. Kallik había sacado a relucir una pequeña computadora y estaba muy ocupada con sus propios cálculos incomprensibles. J’merlia parecía perdido y confundido sin Atvar H’sial. Giraba la cabeza constantemente, como buscando a su ama, y no dejaba de frotarse las manos de forma obsesiva sobre el duro caparazón de su cuerpo.
Perry, Graves y Rebka estaban apretados en el asiento delantero, diseñado para dos. Las gemelas y J’merlia se hallaban detrás de ellos, probablemente más cómodos que ningún otro, mientras que Darya Lang y Kallik se habían comprimido en una zona posterior, destinada sólo para el equipaje. Era lo bastante alta para la hymenopt, pero Kallik tenía el hábito reflejo de sacudirse como un perro mojado para eliminar el polvo de su pelo corto y negro. Darya no dejaba de estornudar y de inclinar la cabeza hacia delante para evitar el contacto con el techo curvo del coche.
Y lo peor era que aquellos que viajaban en la parte trasera del vehículo sólo podían ver una pequeña franja de cielo por la ventanilla delantera. Toda información sobre avances o problemas debía provenir de los comentarios de aquellos que viajaban delante.
Algunas veces llegaban demasiado tarde.
—Lo siento —dijo Perry dos segundos después de que el coche fuera azotado por una terrible ráfaga de viento—. Esa ha sido muy fuerte.
Darya Lang se frotó la cabeza y asintió. Se la había golpeado contra el duro techo de plástico del compartimiento de carga. Le quedaría una buena contusión…, si lograba vivir lo suficiente.
Darya se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza en los brazos. A pesar del ruido, el peligro y las náuseas producidas por la inestabilidad, sus pensamientos comenzaron a vagar. Ahora, su vida anterior como científica-arqueóloga en Puerta Centinela le parecía completamente artificial. Al redactar el Catálogo Universal de Artefactos Lang, ¿cuántas veces había escrito «no hubo supervivientes» sin inmutarse, refiriéndose a expediciones enteras? Era una frase simple y prolija que no requería ninguna explicación ni llamaba a la reflexión. El elemento que faltaba era la tragedia del suceso y el infinito tiempo subjetivo que debía de haber tardado en tener lugar. Esa frase sugería una desaparición rápida, un grupo de gente que se extinguía como la llama de una vela. Pero lo más probable era que hubiesen pasado por situaciones como la presente: una extinción lenta de la esperanza, mientras el grupo se aferraba a cada posibilidad y las iba viendo desvanecerse.
El ánimo de Darya decayó aún más. La muerte raras veces era rápida, limpia e indolora, a menos que también llegase por sorpresa. Con más frecuencia era lenta, dolorosa y degradante.
Una voz tranquila la arrancó de su agotada desesperación.