—Prepárense allá atrás. —La voz de Hans Rebka no sonaba como la de alguien sentenciado y derrotado—. Estamos demasiado bajo y volamos demasiado lento. A esta velocidad nos quedaremos sin potencia y llegaremos tarde. Tendremos que elevarnos sobre las nubes. Sujétense fuerte otra vez. Los próximos minutos serán muy difíciles.
¿Sujetarse a qué? Pero las palabras de Rebka y su tono alentador le indicaron que no todos habían renunciado a la lucha.
Avergonzada de sí misma, Darya trató de afirmarse mejor en el compartimiento de carga, mientras el coche se abría paso con dificultad hacia el nivel inferior de las nubes. Afuera, el resplandor fue reemplazado por una luz suave y turbia. De inmediato se inició una turbulencia más violenta, que golpeó desde todas las direcciones, y arrojó por el cielo el vehículo sobrecargado como un juguete de papel. No importaba lo que Rebka y Perry hiciesen con los controles, el coche llevaba demasiado peso para maniobrar bien.
Darya trató de adivinar el movimiento y fracasó. No sabía si subían, si bajaban o si habían iniciado una fatal caída en espiral. Los accesorios del techo parecían golpear su cabeza por todos lados. Justo en el momento en que estaba segura de que el próximo golpe la dejaría inconsciente, cuatro brazos articulados la cogieron con firmeza por la cintura. Ella se aferró con desesperación a un cuerpo suave y regordete, mientras el coche giraba, caía y se sacudía a través del cielo.
Kallik la empujaba contra la pared. Darya ocultó el rostro en su piel aterciopelada, flexionó las piernas hacia la izquierda y empujó a su vez. Aferradas una a la otra contra las paredes del coche, ella y Kallik lograron encontrar una posición más estable. Darya empujó con más fuerza, preguntándose si aquello acabaría alguna vez.
—Casi llegamos. Protéjanse los ojos.
La voz de Rebka sonó por el intercomunicador de la cabina un momento antes de que se acabaran las violentas sacudidas. A medida que el vuelo se tornaba más sereno, una luz cegadora inundó el coche, reemplazando al difuso resplandor rojizo.
Darya oyó una serie de fuertes chasquidos a su derecha. Desde el asiento delantero, J’merlia giró hacia ella.
—Kallik desea ofrecerte sus humildes disculpas por lo que ha hecho —le dijo—. Te asegura que en circunstancias normales jamás se hubiese atrevido a tocar el cuerpo de un ser superior. Se pregunta si ahora serías tan amable de soltarla.
Darya tomó conciencia de que seguía aferrada a la suave piel negra y que todavía empujaba a la hymenopt contra la pared opuesta del coche. La soltó de inmediato, sintiéndose avergonzada. Kallik era demasiado amable para decir nada, pero, al verla, Darya pudo notar que estaba aterrada.
—Dile a Kallik que me alegro de que me haya sujetado. Lo que hizo me ayudó mucho. No necesita disculparse por nada. —Y si soy un ser superior, agregó en silencio, no querría saber cómo se siente uno inferior.
Avergonzada o no, Darya comenzaba a sentirse un poco mejor. El vuelo era más tranquilo, y el silbido del aire indicaba que se movían mucho más rápido. Hasta los dolores y la fatiga parecían haberse calmado.
—Acabamos de doblar nuestra velocidad. Y aquí arriba no deberíamos encontrar demasiada turbulencia. —La voz de Rebka por el intercomunicador pareció justificar su mejor humor—. Pero hemos pasado por un momento muy difícil al atravesar esas nubes —continuó—. El comandante Perry ha vuelto a calcular nuestra reserva de potencia. Considerando la distancia que debemos recorrer, estamos justo en el límite. Tenemos que ahorrar. Reduciré un poco la velocidad, y apagaré el sistema de aire acondicionado. Eso hará que sea bastante insoportable estar aquí delante. Prepárense para rotar asientos y asegúrense de beber bastante líquido.
A Darya Lang no se le había ocurrido pensar que su vista limitada del cielo pudiese ser una ventaja. Pero, cuando la temperatura del coche comenzó a ascender, se alegró de estar sentada atrás. La gente de delante sufría el mismo aire sofocante que ella, además de un sol directo e intolerable.
Darya no se vio directamente afectada por aquello hasta que llegó el momento de jugar al juego de las sillas y moverse por el estrecho interior del coche. El cambio de posición era una tarea para contorsionistas. Cuando estuvo realizado, Darya se encontró en el asiento delantero, junto a la ventana. Por primera vez desde el despegue, pudo ver algo más que una diminuta fracción de lo que la rodeaba.
Volaban justo por encima de las nubes, cabalgando sobre las crestas que reflejaban la luz en deslumbrantes destellos dorados y rojos. Mandel y Amaranto se encontraban frente a ellos y azotaban el coche con una furia que jamás se sentía en las superficies de Ópalo y Sismo, protegidas por las nubes. Las dos estrellas se habían convertido en gigantescos globos sobre un cielo casi negro. Incluso con el fotoprotector del coche al máximo, era imposible mirar los rayos rojos y amarillos proyectados por las estrellas compañeras.
El sudor corría por el rostro de Darya Lang y le empapaba la ropa. Frente a sus ojos, Mandel y Amaranto cambiaron de posición en el cielo. Todo ocurría más y más rápido. Pudo percibir cómo se aceleraban los sucesos a medida que los soles gemelos y Dobelle se dirigían a su punto de máxima aproximación.
Y no eran los únicos intérpretes.
Con los ojos entrecerrados, Darya se volvió hacia un costado. Gargantúa estaba allí, como una sombra pálida de Mandel y su compañera enana. Pero eso también cambiaría. Pronto Gargantúa sería el astro más grande en el cielo de Sismo y se acercaría más que ningún otro cuerpo en el sistema estelar, emulando a Mandel y a Amaranto con las fuerzas de sus mareas.
Darya miró hacia abajo y se preguntó qué estaría ocurriendo bajo las turbulentas capas de nubes. Pronto tendrían que descender a través de ellas; era posible que la superficie del planeta ya estuviese demasiado afectada para permitir un aterrizaje. O tal vez la nave que buscaban ya había desaparecido, tragada por alguna inmensa fisura nueva en la tierra.
Darya apartó la vista y cerró sus ojos doloridos. La luminosidad del exterior era demasiado agobiante. No era capaz de soportar ni un momento más el calor y la ardiente radiación.
Sólo que no tenía alternativa.
Darya miró hacia su izquierda. Kallik se encontraba a su lado, agazapada en el piso. Al otro lado de ella, en el asiento del piloto, Max Perry sostenía un cuadrado de plástico opaco frente al rostro para protegerse un poco de la luz.
—¿Cuánto falta? —La pregunta emergió como un graznido débil.
Darya apenas si reconoció su propia voz. No estaba segura de lo que quería preguntar. ¿Se refería a cuánto faltaba para que volviesen a cambiar de asientos? ¿O hasta que llegaran a su destino? ¿O sólo hasta que estuvieran todos muertos?
De cualquier modo, no importaba. Perry no le respondió. Sólo le entregó una botella de agua tibia. Ella bebió un sorbo e hizo que Kallik bebiera también. Ya no hubo nada que hacer salvo permanecer sentada, sudar y soportar, hasta que llegó el momento de distraerse cambiando de asiento.
Darya perdió la noción del tiempo. Supo que había pasado tres veces por la silla de la tortura. Parecieron pasar semanas hasta que finalmente Julius Graves la sacudió para advertirle:
—Prepárese para la turbulencia. Vamos a descender a través de las nubes.
—¿Hemos llegado? —susurró ella—. Bajemos.
Apenas si podía esperar. No importaba lo que pasara después; al menos escaparía a la tortura ardiente de los dos soles. Soñaría con ellos durante el resto de su vida.
—No, no hemos llegado. —Graves daba la impresión de sentirse como ella. Se estaba secando el sudor de la calva—. Nos estamos quedando sin potencia.
Eso despertó su atención.
—¿Dónde estamos?
Él se había vuelto hacia el otro lado. Fue Elena Carmel, que estaba en el asiento trasero del coche, quien se inclinó hacia delante y respondió: