Rebka se sintió aliviado. Fueran cuales fuesen sus problemas, Perry no había olvidado sus instintos de supervivencia. Si lograba conservarlos durante otro kilómetro, su tarea principal habría sido cumplida.
Todos avanzaron con dificultad. El suelo se estremecía bajo sus pies. Un hálito ardiente se alzaba de cientos de fisuras en la roca fracturada y sobre ellos el cielo era un manto ondulante de cenizas y relámpagos. A su alrededor rugían los truenos que provenían del cielo y de los movimientos terrestres. Una lluvia cálida y cargada de azufre comenzó a caer, convirtiéndose en vapor al tocar el suelo.
Rebka observó al grupo desde su posición ventajosa en la retaguardia. Las gemelas Carmel caminaban una junto a la otra, justo detrás de Graves y de Perry. Después de ellas venía Darya Lang, entre los dos alienígenas, con una mano sobre el tórax inclinado de J’merlia. Todos parecían bien. Graves, Geni Carmel y Darya Lang cojeaban, y todos zigzagueaban por la fatiga… Pero eso sólo era un detalle.
Necesitaban descanso. Rebka esbozó una sonrisa sombría. Bueno, de una forma o de otra lo encontrarían en las próximas horas.
El gran problema era el aumento de temperatura. Otros diez grados y tendrían que aminorar la marcha o quedarían postrados por el calor. Los chaparrones, que podían haber ayudado, se estaban volviendo lo suficientemente calientes como para quemar la piel. Y, a medida que el grupo descendía por la Depresión Pentacline, el incremento de temperatura parecía inevitable.
A pesar de todo, tenían que continuar descendiendo. Si se detenían o volvían a subir para descansar, la violencia de la Marea Estival los destruiría.
Rebka los alentó para que continuasen y se estiró para ver el afloramiento basáltico. Sólo faltaban unos cientos de metros para llegar, y el camino parecía bastante despejado. A lo largo de otros cien pasos, las rocas y la superficie fracturada que dificultaba la marcha parecían emparejarse, extendiéndose en una planicie más llana que ninguna otra que Rebka hubiera visto en la Pentacline. Tenía el aspecto del lecho de un lago seco, los restos de un estanque alargado que se había evaporado en los últimos días. Lograrían atravesarlo rápidamente y sin problemas. Más allá de la estrecha planicie, el terreno se elevaba hasta la base del afloramiento rocoso, en cuya cima debía encontrarse la nave.
Los dos conductores ya se encontraban a veinte pasos de la planicie. La voluminosa roca de cima chata parecía al alcance de la mano, cuando Max Perry se detuvo con incertidumbre. Mientras Rebka lo miraba y maldecía, Perry se apoyó sobre un gran peñasco y miró hacia delante con expresión pensativa.
—Muévase, hombre.
Perry meneó la cabeza, alzó un brazo para detener a los demás y se agachó para examinar el suelo. En el mismo instante, Elena Carmel gritó y señaló la cima del afloramiento rocoso.
Aunque el cielo se había vuelto negro, los relámpagos constantes proporcionaban la suficiente luz. Perry no pudo detectar nada en el sitio donde Max Perry miraba, a excepción de un ligero resplandor producido por el calor y una zona algo confusa en el lecho del lago. Pero, más allá de él, siguiendo la dirección en que señalaba el dedo de Elena Carmel, Rebka vio algo inconfundible: la silueta de una pequeña nave espacial. Descansaba a unos metros del borde de la roca y parecía intacta. La ruta de ascenso era sencilla. En cinco minutos más podrían estar allá arriba.
Elena Carmel se había vuelto y le estaba gritando a su hermana, pero resultaba inaudible con todo el estruendo. Rebka pudo leer sus labios.
—La Nave de los Sueños Estivales —estaba gritando. Con expresión exultante, comenzó a correr y pasó frente a Graves y Perry.
Ya se encontraba en la planicie de lodo seco, dirigiéndose a la base del afloramiento, cuando Perry alzó la cabeza y la vio.
Se paralizó durante un segundo y luego lanzó un alarido de advertencia que se escuchó incluso por encima de los truenos.
Elena se volvió ante el sonido. Al hacerlo, la costra de arcilla seca, que no tenía ni un centímetro de espesor, se fracturó bajo su peso. Un chorro de vapor negro se elevó, rociando fango ardiente por el aire y sobre su cuerpo. Ella gritó y alzó los brazos, tratando de mantener el equilibrio. Bajo la frágil superficie, el fluido burbujeante no ofrecía más resistencia que un jarabe caliente. Antes de que nadie pudiera moverse, Elena estaba hundida hasta la cintura. Gritó de forma agónica mientras el lodo hirviente se cerraba alrededor de sus piernas y caderas.
—¡Échate hacia delante! —Perry se arrojó boca abajo, distribuyendo su peso, y comenzó a arrastrarse por la frágil superficie.
Pero Elena Carmel estaba demasiado dolorida para prestar alguna atención a sus palabras. Él avanzaba demasiado lento y ella se hundía demasiado rápido. Perry todavía estaba a tres pasos de distancia cuando el lodo alcanzó el cuello de Elena, quien emitió un terrible alarido final.
Perry se abalanzó sobre la costra quebrada para sujetarla por el cabello y un brazo. Logró alcanzarla, pero no pudo sostenerla.
Ella se hundió más profundo. Desvanecida por el dolor, no emitió ningún sonido mientras el lodo ardiente se introducía en su boca, su nariz y sus ojos. Un momento después había desaparecido. Sobre la superficie líquida se formó un pequeño remolino, que volvió a nivelarse en menos de un segundo.
Perry volvió a arrastrarse hacia delante y hundió los brazos hasta los codos en el fango negro e hirviente. Emitió un rugido de dolor, tanteó y no encontró nada.
Los demás del grupo habían permanecido petrificados. De pronto, Geni Carmel emitió un espantoso alarido y comenzó a correr hacia delante. Julius Graves se abalanzó sobre ella y logró sujetarla justo al borde de las arenas movedizas.
—¡No, Geni, no! Ya no puedes hacer nada. Se ha ido.
La tenía cogida por la cintura, tratando de arrastrarla hacia atrás. Ella se resistió con desesperación. Graves no pudo hacer más que mantenerla allí hasta que Rebka y Darya Lang corrieron para sujetarla por los brazos.
Geni seguía tratando de soltarse para ir hasta el lugar donde Elena había desaparecido. Los arrastró a todos hasta el borde de la zona firme. Al girar, llevó a Darya consigo, obligándola a pisar la costra resquebrajada. El pie de Darya la atravesó y se hundió hasta el tobillo. Ella gritó y cayó sobre Rebka casi desvanecida. Éste tuvo que dejar a Geni con Graves para ocuparse de Darya.
Geni trató una vez más de avanzar hacia la zona de lodo. Donde Elena había desaparecido, la superficie burbujeaba. Perry, con el rostro distorsionado por el dolor, había vuelto deslizándose sobre la capa traicionera y ya se encontraba a salvo sobre las rocas. Aunque sus manos estaban inutilizadas, se levantó y utilizó el peso de su cuerpo para empujar a Geni hacia atrás.
Juntos se tambalearon hacia la zona de tierra firme. Geni se estaba calmando. Pasado el primer impacto, se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar.
Rebka mantuvo un brazo alrededor de Darya Lang y estudió al grupo. Todos estaban aturdidos por la muerte de Elena, pero él aún debía preocuparse por otras cuestiones. En treinta segundos, su posición había pasado de difícil a desesperada. El aire era casi irrespirable, el calor aumentaba y la superficie de Sismo estaba cada vez más activa. Lo único que no podían hacer en ese momento era detenerse.
¿Y entonces qué harían?
Rebka evaluó rápidamente la situación. Los truenos de cielo y tierra se habían calmado un poco. Pero, en vez de ocho humanos y alienígenas, todos completamente móviles, habían quedado reducidos a cuatro con independencia de movimiento: él, Graves, J’merlia y Kallik. Nadie sabía la utilidad que representarían los alienígenas en una crisis, pero hasta el momento se habían desenvuelto tan bien como cualquier humano.
¿Qué sucedía con los demás?