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Se le aceleró el pulso. Maldición —pensó irritado—, ¿por qué me estoy preocupando tanto? Ya he estado con suficientes mujeres.

Le invadió la tristeza. Pero sólo dos eran vírgenes.

Siguió andando, mirando, preguntándose, evitando miradas. Pum lo encontró y le tiró de la manga.

—Radiante amo —susurró el joven—, vuestro sirviente puede que haya encontrado lo que requerís.

—¿Eh? —Everard dejó que su asistente lo llevase al centro de la sala, donde podían murmurar sin que los oyesen.

—Mi señor comprende que este hijo de la pobreza hasta hoy no había podido entrar en este recinto —dijo Puro—. Pero, como dije antes, tengo conocidos hasta en el mismísimo palacio real. Conozco una a que ha venido siempre que sus obligaciones y la luna se lo permitían, para esperar y esperar, durante estos últimos tres años. Se llama Sarai, hija de pastores en las colinas. Por medio de un tío en la guardia, consiguió un puesto en la casa del rey, al principio sólo como fregona, ahora trabaja estrechamente con el jefe de camareros. Y hoy está aquí. Ya que mi amo desea establecer contactos de ese tipo…

Perplejo, Everard siguió a su guía. Cuando se detuvieron tuvo que tragar aire. La mujer que, en voz baja, respondió al saludo de Pum, era rechoncha, de nariz grande —decidió considerarla fea— y al borde de soltería. Pero la mirada que dirigió al patrullero era alegre y segura. —¿Desearíais liberarme? —preguntó en voz baja—. Rezaría por vos durante el resto de mi vida.

Antes de poder cambiar de idea, arrojó la señal al regazo de su falda.

Pum se encontró una belleza, llegada ese mismo día y comprometida con un vástago de una familia importante. Se sintió consternada de semejante pilluelo la hubiese escogido. Bien, eso era problema de ella, quizá de él también, aunque Everard lo dudaba.

Las habitaciones en la posada de Hanno eran diminutas, equipadas con jergones de paja y poco más. Las delgadas ventanas, que daban al patio interior, dejaban entrar algo de la luz de la tarde, también el humo, los olores de la calle y los pollos, las conversaciones, la triste melodía de una flauta de hueso. Everard retiró la cortina de caña que servía de puerta y se dirigió a su acompañante. Ella se arrodilló ante él como si se acurrucase dentro del vestido.

No conozco vuestro nombre o país, señor —dijo en voz baja y todo firme—. ¿Se lo diréis a vuestra criada?

—Claro —le dio su alias—. ¿Y tú eres Sarai de Rasil Ayin?

—¿El muchacho mendigo os envió a mí? —inclinó la cabeza—.

—Perdonadme, no quería ser insolente, no pensé.

Él se aventuró a apartarle el pañuelo y acariciarle el pelo. Aunque áspero, era abundante, su mejor característica física.

—No me has ofendido. Bien, aquí estamos, ¿nos conocemos un poco mejor? ¿Qué te parecería tomar un par de vasos de vino antes de…? Bien, ¿qué te parecería?

Ella estaba boquiabierta, asombrada. Él salió, encontró al posadero y consiguió lo que necesitaba.

En poco tiempo, mientras estaban sentados en el suelo uno al lado del otro con el brazo de Everard sobre su hombro, ella hablaba con mayor libertad. Los fenicios no tenían una idea demasiado clara de la intimidad personal. Además, aunque sus mujeres disfrutaban de mayor respeto e independencia que en la mayoría de las sociedades, un poco de consideración por parte de un hombre conseguía mucho.

—… no, no hay esponsales todavía para mí, Eborix. Vine a esta ciudad porque mi padre es pobre, con muchos otros hijos a los que alimentar, y no parecía que nadie en mi tribu fuese a pedirle mi mano para su hijo. ¿Vos conoceríais a alguien? —Él mismo, que iba a tomar su virginidad, estaba excluido. De hecho, la pregunta infringía ligeramente la ley que prohibía los acuerdos previos, como por ejemplo con un amigo—. He ganado posición en el palacio, en la práctica aunque no de nombre. Disfruto de un cierto poder entre los sirvientes, proveedores y artistas. He conseguido reunir una dote para mí misma, no grande, pero… pero podría ser que la diosa me sonriese al fin después de haber hecho mi oblación…

—Lo siento —contestó él lleno de compasión—. Aquí soy un extranjero.

Everard la comprendía, o suponía que lo hacía. Ella quería desesperadamente casarse: no tanto por tener un marido y poner fin a los desprecios y sospechas apenas ocultos en que se tenía a las solteras, como para tener hijos. Entre aquella gente, pocos destinos eran más terribles que morir sin hijos, ir doblemente a la tumba… Las defensas de Sarai se desmoronaron y lloró contra el pecho de Everard.

La luz se desvanecía. Everard decidió olvidar los temores de Yael (y, risas, la exasperación de Pum) y tomarse su tiempo, para tratar a Sarai como un ser humano, simplemente porque eso es lo que era, esperar a la oscuridad y luego usar su imaginación. Después la llevaría de vuelta a su casa.

Los Zorach estaban principalmente molestos por la ansiedad que su invitado les causaba, no porque volviese mucho después de la puesta de sol. No les contó lo que había hecho, ni ellos lo presionaron para descubrirlo. Después de todo, eran agentes asignados, personas capaces que lidiaban con un trabajo difícil a menudo lleno de sorpresas, pero no eran detectives.

Everard sí se sintió obligado a disculparse por estropearles la cena. Iba ser un banquete inusual. Normalmente la comida principal del día se tomada a media tarde, y la gente no tomaba más que un ligero tentempié por la noche. Una razón era la pobreza de las lámparas, que hacía difícil preparar cualquier cosa elaborada.

Sin embargo, los logros técnicos de los fenicios merecían admiración. Durante el desayuno, que también era una comida escasa, lentejas cocidas con puerros y acompañadas de galletas, Chaim mencionó el sistema de abastecimiento de agua. Las cisternas para acumular el agua de la lluvia eran útiles pero insuficientes. Hiram no quería que Tiro dependiese de barcos desde Usu, ni que estuviese unida al continente por un largo acueducto que pudiese servir de puente al enemigo. Como los sidonios antes que él, tenía en mente un proyecto que sacaría agua potable de las fuentes bajo el mar.

Y claro, la habilidad, el conocimiento acumulado y el ingenio estaban también tras los estampados y trabajos en vidrio, y eso sin mencionar los barcos, menos frágiles de lo que parecían, ya que en el futuro llegarían hasta Bretaña…

—Alguien en nuestro siglo llamó a Fenicia el Imperio de la púrpura— comentó Everard—. Casi me hace preguntarme si Merau Varagan siente algo por ese color. ¿No llamó W H. Hudson a Uruguay la Tierra Púrpura? —Resonó su risa—. No, soy un tonto. El tinte de múrice normalmente tiene más de rojo que de azul. Además, Varagan estaba metido en trabajos sucios muy al norte cuando chocamos en el pasado. Y hasta ahora no tengo pruebas de que esté implicado en este caso; sólo una corazonada.

—¿Qué sucedió? —preguntó Yael. Su mirada lo buscó al otro lado de la mesa, por entre la luz del sol que entraba inclinada por la puerta a al jardín.

—Eso no importa ahora.

—¿Estás seguro? —insistió Chaim—. Es concebible que tu experiencia nos haga recordar algo que pudiese ser una pista. En todo caso, estamos hambrientos de noticias del mundo exterior en un puesto como éste.

—Especialmente de aventuras tan maravillosas como las tuyas —añadió Yael.

Everard sonrió con tristeza.

—Por citar a otro escritor más, la aventura es alguien sufriendo un infierno a mil kilómetros de distancia —dijo—. Y cuando las apuestas son altas, como en este caso, eso convierte en mala la situación. —Hizo una pausa—. Bien, no hay razón para no contároslo, aunque muy por encima, porque los antecedentes son complicados. Eh, si no va a venir ningún sirviente, me gustaría encender la pipa. ¿Y queda algo de ese delicioso café clandestino?