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Se acomodó, pasó el humo por la lengua, dejó que el calor del día calentase sus huesos después del fresco de la noche.

—Mi misión era en Sudamérica, la región de Colombia, en 1826. Bajo el liderazgo de Simón Bolívar, los patriotas se habían liberado del dominio español, pero seguían teniendo muchos problemas, algunos concernientes al Libertador. Había impuesto una constitución a Bolivia que le daba extraordinarios poderes como presidente vitalicio; ¿iba a convertirse en un Napoleón y colocar bajo su bota todas las nuevas repúblicas? El comandante militar de Venezuela, que entonces formaba parte de Colombia, o de Nueva Granada como se la llamaba, se había rebelado. No es que ese José Páez fuese un altruista; en realidad era un bastardo cruel.

»Oh, los detalles no importan. Ya no los recuerdo demasiado bien. En esencia, Bolívar, que era venezolano de nacimiento, organizó una marcha desde Lima a Bogotá. Sólo le llevó un par de meses, lo que sobre el terreno y en esos días era un ritmo rápido. Al llegar, asumió poderes presidenciales por ley marcial y entró en Venezuela contra Páez. La sangre derramada era cada vez mas espesa.

»Mientras tanto, agentes de la Patrulla, analizando la historia, descubrieron indicios de que no todo era kosher (Bueno… perdón). Bolívar no se estaba comportando exactamente como el humanitario desinteresado que sus biógrafos, en general, describían. Había encontrado un amigo… en alguna parte… en el que confiaba. Los consejos de ese hombre habían sido brillantes en ocasiones. Pero parecía que se estaba convirtiendo en el genio malvado de Bolívar. Y las biografías no lo mencionaban…

»Yo me encontraba entre los agentes No asignados enviados a investigar. Eso se debía a que, antes de haber oído hablar de la Patrulla, ya me había paseado por esas zonas. Eso me daba un sentido ligeramente especial de lo que hacer. Nunca podría hacerme pasar por u’, latinoamericano, pero podría ser un mercenario yanqui, en parte ilusionado por la liberación, y en parte deseoso de ganar algo con ella… y, en principio, aunque lo suficientemente macho, sin la arrogancia que podría repeler a gente tan orgullosa.

»Es una historia larga y en general tediosa. Creedme, amigos, el noventa y nueve por ciento de una operación sobre el terreno consiste en la recopilación de hechos aburridos y normalmente irrelevantes, entre interminables periodos de date—prisa—y—corre. Digamos que, ayudado por un buen montón de suerte, me las arreglé para infiltrarme, conseguir contactos, sobornar a unos pocos y reunir información y pruebas. Al menos no había duda razonable. Ese Blasco López de oscuro origen debía venir del futuro.

»Llamé a nuestras tropas y atacamos la casa en la que se hospedaba en Bogotá. La mayoría de lo que pescamos eran habitantes locales inofensivos, contratados como sirvientes, aunque lo que nos dijeron resultó útil. La amante de López, que lo acompañaba, resultó ser su socia. Ella nos dijo mucho más, a cambio de una situación cómoda cuando llegase al planeta de exilio. Pero el jefe había escapado y huido.

»Un hombre a caballo, en dirección a la cordillera Oriental que se elevaba más allá de la ciudad, un hombre como otros diez mil criollos de verdad. No podíamos ir tras él con saltadores temporales. La búsqueda llamaría la atención con rapidez. ¿Quién sabe qué efecto podría tener? Los conspiradores ya habían hecho que el flujo temporal fuese inestable…

»Cogí un caballo, un par de monturas frescas, algunas pastillas de vitaminas para mí y me fui en su busca.

El viento resonaba hueco al desplazarse montaña abajo. La hierba y los dispersos matorrales bajos temblaban bajo su fuerza. En lo alto, daban paso a la piedra desnuda. A derecha, izquierda, por detrás, los picos se elevaban ante la desolación azul. Un cóndor volaba en lo alto, buscando una muerte. Los campos de nieve de las alturas relucían bajo el sol en declive.

Sonó un mosquete. A aquella distancia, el ruido era débil, pero los ecos lo repitieron. Everard oyó el silbido de la bala. ¡Cerca! Se acurrucó sobre la silla y azuzó a la montura.

Varagan realmente no puede esperar darme a esta distancia —pensó—. Entonces, ¿qué?¿Espera que me retrase? Si así fuese, si él ganase un poco más de tiempo,¿de qué le serviría?¿Qué meta persigue?

Su enemigo todavía le llevaba medio kilómetro de ventaja, pero Everard podía ver que la montura se tambaleaba, agotada. Buscar el rastro de Varagan le había llevado tiempo, yendo desde ese peón a aquel pastor preguntando si había pasado un hombre que correspondiera a cierta descripción. Sin embargo, Varagan sólo tenía un caballo, que debía tratar con cuidado si no quería que se desmoronase debajo de él. Cuando Everard hubo encontrado el rastro, un ojo acostumbrado a la selva había podido seguirlo, y el ritmo de la cacería se había acelerado.

También se sabía que Varagan había huido llevándose nada más que un mosquetón. Había estado malgastando la pólvora y los perdigones con bastante libertad desde que el patrullero se había plantado tras él. Como recargaba con rapidez y tenía una excelente puntería, eso le retrasaba. Pero ¿qué refugio había en aquella tierra inhóspita? Varagan parecía dirigirse a un peñasco en particular. Era bastante visible, no sólo por su altura sino por su forma, que recordaba la torre de un castillo. Pero no era una fortaleza. Si Varagan se refugiaba allí, Everard podía usar su rayo para arrojarle las rocas sobre la cabeza.

Quizá Varagan no supiese que el agente tenía tal arma. Imposible, Varagan era un monstruo, sí, pero no un tonto.

Everard se bajó el ala del sombrero y se ajustó el poncho para protegerse del viento. No cogió el rayo, todavía no tenía sentido, pero, como por instinto, su mano izquierda se colocó sobre el fusil de chispa y el sable que llevaba al cinto. Eran básicamente elementos del disfraz con el propósito de convertirlo en una figura de autoridad frente a los habitantes, pero su peso le daba cierta seguridad.

Tras detenerse para disparar, Varagan siguió montaña arriba, esta vez sin recargar. Everard hizo que su caballo pasase del trote al medio galope y acortó aún más la distancia. Se mantenía atento… no tenso, pero sí preparado para cualquier contingencia, listo para hacerse a un lado o saltar detrás de la bestia.

No pasó nada, sólo un recorrido solitario bajo el frío. ¿Había disparado Varagan su última carga? Ten cuidado, Manse, hijo. La escasa hierba alpina desapareció, excepto por algunos matojos entre las piedras, y la roca resonó bajo los cascos.

Varagan se detuvo cerca del precipicio y se sentó a esperar, el mosquete enfundado y con las manos sobre la silla. El caballo se estremecía y se balanceaba, con el cuello caído, totalmente destrozado; el sudor le corría frío por el pelo y entre las crines.

Everard sacó su pistola de energía y se adelantó haciendo ruido. Detrás de él, una montura relinchó. Varagan seguía esperando.

Everard se detuvo a tres metros.

—Merau Varagan, queda arrestado por la Patrulla del Tiempo —dijo en temporal. El otro sonrió. —Tiene ventaja sobre mí —contestó en un tono suave que sin embargo, imponía—. ¿Puedo solicitar el honor de conocer su nombre y procedencia?

—Uh… Manse Everard, No asignado, nacido en los Estados Unidos de América como cien años en el futuro. No importa. Va a venir conmigo. Permanezca ahí mientras llamó a un saltador. Se lo advierto, a la menor sospecha de que va a intentar algo, le disparo. Es demasiado peligroso para que me ande con reparos.

Varagan hizo un gesto de amabilidad.

—¿En serio? ¿Qué sabe de mí, agente Everard, o cree que sabe, para justificar esa actitud tan violenta?

—Bien, cuando un hombre me dispara creo que no es demasiado buena persona.

—¿Podría haber creído que usted era un bandido, de los que abundan en estas tierras? ¿Qué crimen supuestamente he cometido?