Lo que ya debes de haber supuesto, por el hecho de haber ido directamente a Zakarbaal y hospedarme con él, añadió para sí. No era ni de lejos la primera vez que la experiencia le recordaba que la gente de una época determinada era intrínsecamente tan inteligente como cualquiera del futuro.
—¡Ah, sí! Seguro que nuestras intenciones son importantes. Los labios del sirviente de mi amo están sellados.
—Comprende que mi intención no es en absoluto hostil. Sidón es amiga de Tiro. Digamos que estoy implicado en la organización de una gran empresa conjunta.
—¿Para incrementar el comercio con la gente de mi amo? Ah, pero entonces querréis visitar a vuestro compatriota Conor, ¿no?
—¡No! —Everard se dio cuenta de que había gritado. Calmó su ánimo—. Conor no es compatriota mío, no de la forma en que Mago es compatriota tuyo. Mi gente no tiene un único país. Por desgracia, lo más probable es que Conor y yo no compartiésemos la misma lengua.
Era algo más que probable. Everard ya tenía mucho equipaje intelectual que cargar, en su mayoría información sobre los fenicios, para encima añadir información sobre los celtas. El ordenador electrónico simplemente le había enseñado lo suficiente para pasar por celta entre gente que nos los conociese muy bien… eso esperaba.
—Lo que tengo en mente es simplemente un paseo por la ciudad, mientras Zakarbaal me prepara una audiencia con el rey. —Sonrió—. Claro, y para eso bien podría ponerme en tus manos, muchacho.
La risa de Pum alzó el vuelo. Entrechocó las palmas.
—¡Ah, mi señor es sabio! Venid, que él juzgue si fue conducido al placer o no, y a saberes como los que busca, y quizá él… en su magnanimidad considere adecuado otorgar su generosidad a su guía.
Everard sonrió.
—Bien, dame el gran paseo. Pum fingió timidez.
—¿Podemos ir primero a la calle de los Sastres? Ayer decidí pedir un vestido nuevo que ya debería estar listo. El coste será grande para un pobre, a pesar de la munificencia que su amo ya ha demostrado, porque debo pagar tanto el material como la velocidad. Pero no es adecuado que el asistente de un gran señor vista con harapos como éstos. Everard gruñó, aunque realmente no le importaba.
—Te entiendo. ¡Claro que sí! No es adecuado a mi dignidad que te compres tu propia ropa. Bien, vamos, y tú vestirás tu ropaje de muchos colores.
Hiram realmente no se parecía a sus súbditos. Era más alto, de rostro más claro, de pelo y barba rojos, ojos grises y nariz recta. Su apariencia recordaba a la Gente del Mar: las hordas de bucaneros formadas por cretenses desplazados y bárbaros europeos, algunos de ellos del lejano norte, que atacaron Egipto un par de siglos antes y que con el tiempo se convirtieron en los antepasados de los filisteos. Un número menor, que acabaron en Líbano y Siria, se mezclaron con unos beduinos que ya se estaban interesando por cuestiones marítimas. De ese cruce salieron los fenicios. La sangre de los invasores todavía se manifestaba en su aristocracia.
El palacio de Salomón, del que se enorgullecía la Biblia, cuando estuviese terminado, sería una pobre imitación de la casa en la que ya vivía Hiram. Pero el rey solía vestir con simplicidad, con un caftán de lino blanco ribeteado de púrpura, sandalias de buen cuero, una cinta de oro en la cabeza y un grueso anillo de rubí marca de su realeza. Igualmente sus modales eran directos y carentes de afectación. De mediana edad, parecía más joven, y su vigor seguía intacto.
Él y Everard estaban sentados en una amplia sala, cómoda y bien ventilada, que daba al jardín del claustro y a un estanque con peces. La alfombra era de paja, pero teñida con dibujos delicados. Los frescos que cubrían las paredes de yeso habían sido ejecutados por artistas de Babilonia, y mostraban emparrados, flores y quimeras con alas. Una mesa baja entre los dos hombres tenía incrustaciones de madreperla. Sobre ella había vino sin aguaren copas de vidrio y platos de fruta, pan, queso y dulces. Una chica hermosa con una túnica diáfana, arrodillada, tocaba una lira. Detrás, dos criados aguardaban órdenes.
—Estás siendo muy misterioso, Eborix —murmuró Hiram.
—Cierto, y no es mi intención ocultar nada a su alteza —contestó Everard con cuidado. Una orden de mando podía traer soldados a matarlo. No, eso era improbable; un invitado era sagrado. Pero si ofendía al rey, toda su misión se vería comprometida—. Por desgracia, si soy vago sobre ciertas cosas es porque mi conocimiento de ellas es superficial. Ni tampoco me arriesgaría a hacer acusaciones sin fundamento contra alguien si mi información resultase ser errónea.
Hiram unió los dedos y frunció el ceño.
—Y sin embargo, afirmas traer palabras de peligro… lo que contradice lo que dijiste en otra ocasión. Ni tampoco eres el guerrero brusco que pretendes ser.
Everard construyó una sonrisa.
—Mi señor en su sabiduría sabe bien que un miembro de una tribu sin educación no es necesariamente un tonto. Admito, ah, haber antes ensombrecido ligeramente la verdad. Fue porque debía, incluso como hace cualquier comerciante tirio en el curso de sus negocios. ¿No es así?
Hiram rió y se relajó.
—Sigue. Si eres un pillo, al menos eres interesante.
Los psicólogos de la Patrulla habían invertido considerable ingenio en la historia de Everard. No había forma de que fuese inmediatamente convincente, ni tampoco era deseable que lo fuese; no había que obligar al rey a hacer cosas que pudiesen cambiar la historia conocida. Pero la historia debería ser lo suficientemente plausible para que cooperase en la investigación que era el propósito real de Everard.
—Sabed entonces, mi señor, que mi padre era un jefe guerrero en unas tierra montañosa muy lejos de las olas. —La región de Hallstatt, en Austria.
Eborix siguió relatando cómo varios celtas que habían estado entre la Gente del Mar habían regresado huyendo después de la gran derrota que Ramsés III había infligido a aquellos semivikingos en el 1149 a.C. Sus descendientes habían mantenido débiles conexiones en su mayoría a través de la ruta del ámbar, con los descendientes de sus compañeros que se habían asentado en Canaán por consentimiento del victorioso faraón. Las viejas ambiciones no se olvidaban; los celtas siempre habían tenido una gran memoria racial. Se hablaba de revivir el gran empujón mediterráneo. El sueño se reforzaba a medida que, oleada tras oleada, los bárbaros llegaban a Grecia, sobre las ruinas de la civilización micénica, y el caos se extendía por el Adriático y hasta Anatolia.
Eborix sabía de espías que también servían como emisarios de los reyes de las ciudades—estado filisteas. La amabilidad de Tiro con los judíos no hacía precisamente que los filisteos la amasen más; y claro está, las riquezas fenicias constituían una tentación aún mayor. Se desarrollaban planes, lentamente, durante generaciones. Ni el mismo Eborix sabía en qué estado se encontraban los planes para traer un ejército de aventureros celtas.
Ante Hiram admitió con franqueza que hubiese considerado unirse a semejante ejército, con sus hombres leales a la espalda. Sin embargo, una disputa entre clanes había terminado con su padre depuesto y muerto. Eborix apenas había podido escapar con vida. Deseando la venganza tanto como deseaba recuperar su fortuna, viajó hasta allí. Una Tiro agradecida de su aviso podría, al menos, darle los medios para contratar soldados propios y llevarlos a casa para recuperar su trono.
—No me ofreces ninguna prueba —dijo lentamente el rey—, nada más que tus palabras desnudas.
Everard asintió.
—Mi señor ve con tanta claridad como Ra, el Halcón de Egipto. ¿No admití de antemano que podría estar equivocado, que realmente podría no haber ninguna amenaza real, sino sólo los parloteos sin sentido de monos que se vanaglorian? Sin embargo, animo a mi señor a examinar la cuestión con toda la profundidad posible, por su seguridad. En ese esfuerzo, yo vuestro sirviente podría ser de ayuda. No sólo conozco a mi gente y sus costumbres, sino que en mi peregrinar por el continente conocí muchas tribus diferentes, y también naciones civilizadas. Por tanto, podría ser mejor sabueso que muchos en este rastro en particular.