Hiram se acarició la barba.
—Quizá. Una conspiración así debería necesariamente implicar a alguien más que a unos montañeses salvajes y unos magnates filisteos. Hombres de diverso origen… pero los extranjeros van y vienen como la brisa errante. ¿Quién seguirá los vientos?
El corazón de Everard dio un vuelco. Allí estaba el momento por el que había trabajado.
—Vuestra alteza, he pensado mucho en ello, y los dioses me han enviado algunas ideas. Creo que primero no deberíamos buscar mercaderes comunes, capitanes y marineros, sino extranjeros de tierras con las que los tirios han tenido poco contacto o nunca han visitado, extranjeros que a menudo hacen preguntas que no están relacionadas con el comercio, ni siquiera con la curiosidad general. Se presentarían en lugares altos, así como bajos, buscando aprenderlo todo. ¿Recuerda algo así mi señor?
Hiram negó con la cabeza.
—No, nada como eso. Y yo hubiese oído hablar de ellos y hubiese querido conocerlos. Mis seguidores saben cómo deseo nuevos conocimientos, noticias. —Rió—. Como demuestra el hecho de que esté dispuesto a recibirte a ti.
Everard se tragó la decepción. Sabía amarga. Pero no debería haber imaginado que el enemigo actuaría ahora abiertamente, estando tan cerca del momento del ataque. Sabrían que la Patrulla estaría trabajando. No, realizaría su investigación preliminar, adquiriendo detallada información sobre los fenicios y sus puntos vulnerables, en el pasado. Quizá muy en el pasado.
—Mi señor —dijo—, si realmente hay una amenaza, debe de haber permanecido mucho tiempo en el huevo. ¿Sería muy atrevido pedirle a su alteza que rememore? El rey en su omnisciencia podría recordar algo de hace muchos años.
Hiram bajó la vista y se concentró. El sudor cubría la piel de Everard. Se obligó a mantenerse recto en el asiento. Finalmente, en voz baja oyó:
—Bien, al final del reinado de mi ilustre padre, el rey Abibaal… sí… recibió a ciertos invitados, sobre los que corrían rumores. No venían de ninguna tierra que conociésemos… Venían del Lejano Oriente buscando sabiduría, dijeron… ¿Cuál era el nombre de su país? ¿Shian? No eso no. —Hiram suspiró—. Los recuerdos se empañan. Especialmente el recuerdo de las simples palabras.
—¿Entonces mi señor no los conoció?
—No, estaba fuera, pasando unos años de viaje por el interior y el extranjero, para prepararme para el trono. Y ahora Abibaal duerme con su padre. Como, me temo, todos los que pudieron conocer a esos hombres.
Everard suprimió un suspiro propio y luchó por relajarse. La pista era tenue como la niebla, si era una pista. Pero ¿qué podría esperar? El enemigo no iba a dejar anuncios grabados.
Allí nadie llevaba diarios o guardaba cartas, ni tampoco numeraban los años de la misma forma que posteriores civilizaciones. Everard no podría descubrir exactamente cuándo Abibaal recibió a sus curiosos visitantes. El patrullero tendría suerte si encontraba a uno o dos individuos que los recordasen. Hiram reinaba desde hacía dos décadas, y la esperanza de vida no era muy grande.
Pero debo intentarlo. Es la única pista que he descubierto. O quizá una falsa pista, claro. Podrían haber sido contemporáneos legítimos…quizá exploradores de la China de la dinastía Chou.
Se aclaró la garganta.
—¿Me concede permiso mi señor para hacer preguntas a sus sirvientes, tanto en la casa real como en la ciudad? Pienso que la gente humilde podría hablar con algo más de libertad y facilidad frente a un hombre normal como yo que ante la magnificencia de la presencia de su alteza.
Hiram sonrió.
—Para ser un hombre normal, Eborix, sabes usar la lengua. Pero sí, puedes intentarlo. Permanece un tiempo como mi invitado, con el joven sirviente que he visto fuera. Seguiremos hablando. Al menos sois un fantástico conversador.
De noche, un paje llevó a Everard y Pum por una serie de pasillos hasta sus aposentos.
—El noble visitante comerá con los oficiales de la guardia y hombres de similar rango, a menos que sea invitado a la mesa real —explicó servil—. Su asistente es bienvenido a la mesa de los sirvientes libres. Si se desea algo, que él informe a un sirviente; la generosidad de su alteza no conoce límites.
Everard decidió no probar demasiado los límites de la generosidad. La casa parecía más consciente del nivel social que lo habitual en la sociedad de Tiro —sin duda la presencia de muchos esclavos redomados lo reforzaba— pero Hiram era probablemente frugal.
Pero cuando el patrullero llegó a su habitación, descubrió que el rey era un anfitrión cuidadoso. Hiram debía de haber dado órdenes después de su charla, mientras a los recién llegados se les mostraba el palacio y se les daba una cena ligera.
La cámara era grande, bien decorada, y estaba iluminada por varias lámparas. Una ventana, que podía cerrarse, miraba a un patio donde crecían flores y granadas. Las puertas eran de madera sólida con bisagras de bronce. La puerta interior daba a un cubículo adyacente, lo suficiente para un jergón de paja y un cuenco, donde dormiría Pum.
Everard se detuvo. La luz de las lámparas iluminaba con suavidad alfombras, cortinas, sillas, una mesa, un cofre de cedro, una cama doble. Las sombras se agitaron cuando una joven se puso en pie y saludó.
—¿Desea más mi señor? —preguntó el paje—. Si no, que esta persona inferior os desee buenas noches. —Se inclinó y se fue.
El aliento salió por entre los dientes de Pum.
—Maestro, es hermosa.
A Everard le ardían las mejillas.
—Eh. Buenas noches a ti también, muchacho.
—Noble señor …
—Buenas noches, he dicho.
Pum levantó los ojos al techo, se encogió de hombros y se fue a su perrera. La puerta se cerró de un golpe tras él.
—Ponte recta, querida —murmuró Everard—. No temas. No te haré daño.
La mujer obedeció, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza baja, servil. Era alta para su época, esbelta, dotada. El ligero vestido ocultada una piel blanca. El pelo atado ligeramente en la nuca era de un marrón teñido de rojo. Sintiéndose poco seguro de sí mismo, Everard le puso un dedo bajo la barbilla. Ella levantó un rostro que tenía ojos azules, nariz coqueta, grandes labios, pecas.
—¿Quién eres? —preguntó. Sentía dura la garganta.
—Vuestra criada enviada para atenderos, señor. —Las palabras arrastraban un ligero acento extranjero—. ¿Qué os place?
—Yo… yo te he preguntado quién eres. Tu nombre, tu gente.
—Me llaman Pleshti, amo.
—Supongo que porque no pueden pronunciar tu verdadero nombre, o no quieren ni molestarse. ¿Cuál es?
Ella tragó. Las lágrimas relucieron.
—Una vez fui Bronwen —susurró.
Everard asintió para sí. Mirando a su alrededor, vio sobre la mesa una jarra de vino así como agua, más un cubilete y un cuenco con fruta. Él le cogió la mano. Era pequeña y suave en la suya.
—Ven —dijo—, sentémonos, tomemos algo, conozcámonos. Compartiremos esa copa.
Ella se estremeció y se apartó a medias. Él volvió a sentir tristeza, aunque consiguió sonreír.
—No temas, Bronwen. No pretendo nada que pueda hacerte daño. Sólo deseo que seamos amigos. Comprende, macushla, creo que eres de mi gente.
Ella contuvo el llanto, se cuadró de hombros y tragó.