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—Mi señor es… casi divino en su bondad. ¿Cómo podría darle las gracias?

Everard la llevó a la mesa, la sentó y sirvió vino. Pronto empezó a oír su historia.

Era demasiado corriente. Aunque sus conceptos de geografía eran vagos, él dedujo que pertenecía a una tribu celta que había emigrado al sur desde el Urheimat del Danubio. La suya era una villa al comienzo del mar Adriático, y había sido la hija de un pequeño terrateniente acomodado, como los primitivos de la Edad de Bronce medían la riqueza.

No había contado cumpleaños antes ni después, pero suponía que tenía unos trece años cuando llegaron los tirios, aproximadamente hacía una década. Venían en un solo barco, viajando con arrojo al norte en busca de nuevas posibilidades comerciales. Acamparon en la orilla y hablaron por medio de signos. Evidentemente decidieron que no había nada por lo que valiese la pena volver, porque al irse raptaron a varios niños que se habían acercado para mirar a los maravillosos extranjeros. Bronwen estaba entre ellos.

Los tirios no habían violado a las mujeres cautivas, ni maltratado a ningún prisionero más de lo que les pareció necesario. Una virgen en buenas condiciones valía demasiado en el mercado de esclavos. Everard admitió que ni siquiera podía llamar malvados a los marineros. Se habían limitado a hacer lo que era natural en el mundo antiguo, y en la mayor parte de la historia posterior.

Teniéndolo todo en cuenta, Bronwen tuvo suerte. Fue adquirida para el palacio: no el harén real, aunque el rey la había tenido extraoficialmente un par de veces, sino para entregarla a sus invitados como considerase oportuno. Rara vez los hombres eran deliberadamente crueles con ella. El dolor sin fin era ser una cautiva entre extraños.

Eso, y sus hijos. A lo largo de los años había dado a luz cuatro, de los que dos murieron en la infancia; un buen récord, considerando que no le había costado demasiado en dientes o salud. Los dos supervivientes todavía eran pequeños. La niña probablemente también se convertiría en concubina cuando tuviese la edad, a menos que se la pasase a un burdel (las mujeres esclavas no eran desfloradas en un rito religioso. ¿A quién le importaba su fortuna en la vida?). El chico probablemente fuese castrado a esa edad, ya que crecer en la corte le convertiría en un asistente en potencia para el harén.

Y en cuanto a Bronwen, cuando perdiese su belleza se la asignaría a trabajar. Al no haber recibido formación en habilidad como la costura, lo más probable es que acabase en el fregadero o el molino.

Everard tuvo que sacarlo todo lentamente, poco a poco. Ella ni se lamentó ni rogó. Su destino era el que era. Él recordó una frase que Tucídides escribiría siglos después, sobre una desastrosa expedición militar ateniense cuyos últimos miembros acabaron sus días en las minas de Sicilia: «Habiendo hecho lo que los hombres podían hacer, sufrieron lo que los hombres debían sufrir.»

Y las mujeres. Especialmente las mujeres. Se preguntó si, muy en su interior, él tenía tanto coraje como Bronwen. Lo dudaba.

Sobre sí mismo dijo poco porque le parecía mejor jugar sobre seguro.

Sin embargo, al final ella levantó la vista, se sonrojó, sonrió, y dijo con una voz ligeramente alterada por el vino:

—Oh, Eborix… —Él no pudo entender el resto.

—Me temo que tu lengua es demasiado diferente a la mía, querida —dijo.

Ella volvió al púnico:

—Eborix, qué generosa ha sido Asherat habiéndome traído hasta vos por todo el tiempo que ella desee. Qué maravilloso. Ahora venid dulce señor, permitid que vuestra criada os devuelva algo de la alegría…

—Se puso en pie, dio la vuelta a la mesa, situó su calor y su peso sobre las rodillas de Everard.

Él ya había consultado su conciencia. Si no hacía lo que todos esperaban, el rey acabaría enterándose. Hiram bien podría ofenderse o preguntarse qué le pasaba a su invitado. La misma Bronwen se sentiría herida, asustada; podría meterse en problemas. Además, era encantadora y él había pasado mucha necesidad. La pobre Sarai apenas contaba.

Acercó a Bronwen.

Inteligente, observadora, sensible, había aprendido bien cómo satisfacer a un hombre. Él no había esperado más que uno, pero ella pronto le hizo cambiar de opinión, más de una vez. Su propio ardor, tampoco parecía fingido. Bien, él probablemente era el primer hombre que había tratado de darle placer a ella. Después del segundo, ella le susurró al oído:

—No he tenido… más… en estos tres últimos años. Cómo ruego a la diosa que abra mi vientre a vos, Eborix, Eborix…

Él no le recordó que cualquier hijo también sería un esclavo.

Pero antes de dormirse ella murmuró algo más, algo que él consideró que no hubiese dejado escapar de haber estado completamente despierta.

—Hemos sido una carne esta noche, mi señor, y pronto lo volveremos a ser. Pero sabed que sé que no somos del mismo pueblo.

—¿Qué? —El hielo lo apuñaló. Se sentó de pronto.

Ella se acercó:

—Tendeos, corazón mío. Nunca, nunca os traicionaré. Pero… recuerdo muchas cosas de casa, cosas pequeñas, y no creo que la gente en la montaña pueda ser muy diferente de la gente en la costa… Tranquilo, tranquilo, vuestro secreto está a salvo. ¿Por qué Bronwen hija de Brannoch iba a traicionar a la única persona que la ha tratado bien? Dormid, mi amor sin nombre, dormid bien en mis brazos.

Al amanecer un sirviente despertó a Everard —disculpándose y alabándole a cada paso— y se lo llevó a darse un baño caliente. El jabón era cosa del futuro, pero una esponja y una piedra pómez le rasparon la piel, y luego el sirviente le dio una friega con aceite aromático y un buen afeitado. Después se unió a los oficiales de la guardia, para un rápido desayuno y una conversación vivaz.

—Hoy tengo permiso —propuso uno de los hombres—. ¿Qué te parece ir a Usu, amigo Eborix? Te mostraré la ciudad. Más tarde, si queda luz, podremos ir fuera de las murallas. —Everard no estaba seguro si eso sería a lomos de burros, o con mayor rapidez pero menos comodidad en un carro de batalla. En ese momento, los caballos eran casi siempre animales militares, demasiado valiosos para todo aquello que no fuese el combate y la pompa.

—Muchas gracias —contestó el patrullero—. Pero primero necesito ver a una mujer llamada Sarai. Trabaja como camarera.

Se levantaron algunos ceños.

—Qué —se mofó un soldado—, ¿los del norte prefieren a una camarera mugrienta que el presente del rey?

Este palacio está lleno de chismosos —pensó Everard—. Mejor será que arregle rápido mi reputación. Se sentó recto, miró al otro lado de la mesa y dijo refunfuñando:

—Estoy aquí a petición del rey, para realizar investigaciones que no importan a nadie más. ¿Está claro, muchacho?

—¡Oh, sí, oh, sí! No era más que una broma, noble señor. Esperad, encontraré a alguien que sepa dónde está. —El hombre se levantó del banco.

Guiado a una sala exterior, Everard tuvo unos minutos de soledad. Los pasó meditando sobre su sensación de urgencia. Teóricamente, tenía todo el tiempo que quisiese; si fuese necesario, podría hacer un bucle doble, siempre que tuviese cuidado de evitar que la gente lo viese junto a sí mismo. En la práctica, eso implicaba riesgos aceptables sólo en las peores emergencias. Aparte de la posibilidad de iniciar un bucle causal que podría expandirse sin control, estaba la posibilidad de que algo saliese mal en el curso normal de los acontecimientos. La probabilidad de algo así se incrementaría a medida que la operación se hiciese más amplia y compleja. Pero también sentía la natural impaciencia por acabar el trabajo, completarlo, asegurar la existencia del mundo que le había visto nacer.

Una figura rechoncha abrió la cortina. Sarai se arrodilló frente a él.

—Vuestra adoradora espera las ordenes de su señor —dijo con ligeramente desigual.