—Levántate —le dijo Everard—. Tranquila. No deseo más que hacerte una pregunta o dos.
Agitó los párpados. Se puso colorada al final de su gran nariz.
—Lo que ordene mi señor, ella que tanto os debe se esforzará por cumplirlo.
Él comprendió que ella no se comportaba de forma servil ni coqueta. Ni invitaba ni esperaba atrevimiento por su parte. Una vez hecho su sacrificio a la diosa, una pía mujer fenicia permanecía casta. Sarai simplemente se sentía agradecida. Se sintió conmovido.
—Tranquila —repitió—. Deja que tu mente vague con libertad. En nombre del rey, busco saber de ciertos hombres que en una ocasión visitaron a su padre, al final de la vida del glorioso Abibaal.
Ella abrió los ojos.
—Amo, apenas había nacido.
—Lo sé. Pero ¿qué hay de los viejos sirvientes? Debes de conocer a todo el personal. Puede que queden algunos que sirvieron en esa época. ¿Preguntarás entre ellos?
Ella se tocó frente, labios y pecho, el signo de la obediencia.
—Siendo el deseo de mi señor.
Le pasó la escasa información que tenía. Eso la alarmó.
—Me temo… me temo que no saldrá nada de esto —dijo—. Mi señor debe comprender lo mucho que apreciamos a los extranjeros. Si eran tan extraños como decís, los sirvientes hubiesen hablado el resto de sus días sobre ellos. —Sonrió con tristeza—. Después de todo, no recibimos muchas novedades, los que habitamos entre las paredes de palacio. Mordisqueamos los mismos chismes una y otra vez. Creo que hubiese oído hablar de esos hombres si quedase alguien que los recordase.
Everard se maldijo a sí mismo en varios idiomas. Parece que tendré que ir a Usu en persona, hace veintitantos años, y buscar yo mismo… sin que importe el peligro de que mi máquina sea descubierta por el enemigo y que eso le alerte, o de que me maten.
—Bien —dijo, cansado—, pregunta de todas formas, ¿sí? Si no descubres nada, no será culpa tuya.
—No —dijo—, pero será mi pesar, amable señor. —Volvió a arrodillarse antes de partir.
Everard fue a buscar a su conocido. No tenía ninguna esperanza real de descubrir nada en el continente, pero el viaje eliminaría algunas tensiones de su cuerpo.
El sol se encontraba bajo cuando regresaron a la isla. Una ligera neblina cubría el mar, difundiendo la luz, haciendo que las altas murallas de Tiro pareciesen doradas, no del todo reales, como un castillo mágico que fuese a desvanecerse en cualquier momento. Al tomar tierra, Everard descubrió que la mayoría de los ciudadanos se habían ido a la cama. El soldado, que tenía familia, dijo adiós, y el patrullero se abrió paso hasta palacio por calles que, después del bullicio matutino, parecían fantasmales.
Había una figura oscura al lado del porche real, no tenida en cuenta por la guardia. Los guardias se pusieron en pie y mostraron las lanzas al aproximarse Everard, listos para comprobar su identidad. Todavía a nadie se le había ocurrido mantenerse en pie en la guardia. La mujer se apresuró a interceptarlo. Reconoció a Sarai mientras ésta se inclinaba para arrodillarse.
Le saltó el corazón.
—¿Qué deseas? —dijo en un desgarro.
—Señor, he estado esperando vuestro regreso durante casi todo el día, porque parecíais ansioso de oír lo que pudiese descubrir.
Debía de haber delegado sus obligaciones regulares. La calle había estado caliente, hora tras hora.
—Tú… ¿has descubierto algo?
—Quizá, amo; quizá un fragmento. Puede que haya más.
—¡Habla en nombre… en nombre de Melqart!
—En vuestro nombre, señor, ya que pedisteis esto a vuestra sirvienta. —Sara¡ tomó aliento. Lo miró a los ojos, y sostuvo la mirada. Su tono se hizo fuerte, directo.
»Como temía, de los criados lo suficientemente mayores para recordarlo, ninguno tenía los conocimientos que buscabais. Todavía no estaban en el servicio, y si lo estaban, trabajaban para el rey Abibaal en algún otro lugar lejos de palacio… en una granja, casa de verano o lugar similar. En el mejor de los casos, un hombre o dos dijeron haber oído algo alguna vez; pero lo que recordaban no era más de lo que mi señor ya me dijo. Me desesperé, hasta que pensé en buscar un templo a Asherat. Recé para que fuese buena con vos que la habíais servido a través de mí, durante un tiempo que no hubiese empleado ningún otro hombre. Y bien, contestó. Alabada sea. Recordé que un mozo llamado Jantin—hamu tiene un padre con vida que antes era criado en palacio. Busqué a Jantin—hamu, y él me llevó hasta Bomilcar, y sí, Bomilcar puede hablaros de esos extranjeros.
—Pero, eso es espléndido —dijo él—. No creo que yo mismo hubiese podido hacer lo que tú has hecho. No hubiese sabido cómo.
—Ahora ruego porque esto realmente ayude a mi señor —dijo en voz baja—, él que fue bueno con una horrible mujer de las montañas. Venid, os guiaré.
Por piedad filial, Jantin—hamu dio a su padre un lugar en la casa de una habitación que compartía con su esposa y un par de hijos que todavía dependían de ellos. Una única lámpara destacaba, entre sombras monstruosas, el jergón de paja, los taburetes, los recipientes de barro y el brasero que se encontraba entre los muebles. La mujer cocinaba en una cocina compartida con otros residentes, luego traía los alimentos para comerlos; el aire estaba cargado y grasiento. Todos los demás estaban sentados en el suelo, mirando, mientras Everard interrogaba a Bomilcar.
El viejo estaba calvo excepto por los restos blancos de una barba, desdentado, medio sordo y lisiado por la artritis. Tenía los ojos blancos por las cataratas (su edad cronológica debía de rondar los sesenta Vaya una sorpresa para la gente que en América deseaba volver a la naturaleza). Estaba caído sobre un taburete, con las manos débilmente cerradas alrededor de un palo. Pero su mente funcionaba bien… saliendo de la ruina en la que estaba atrapada como un planta que buscase la luz del sol.
—Si, si, vienen y permanecen frente a mí mientras hablo, como si fuese ayer. Si sólo pudiese recordar igual de bien lo que sucedió realmente ayer. Bien, no pasó nada, ya no pasa nada…
»Siete, eran, que decían haber venido por barco desde la costa hitita. El joven Matinbaal sintió curiosidad, sí, y fue allí y preguntó, y nunca encontró a un capitán que llevase a tales pasajeros. Bien, quizá fue una nave que siguió su curso, hacia Filistea o Egipto… Decían llamarse sinim y hablaban de un viaje de miles y miles de leguas desde las Tierras del Sol Naciente, para poder llevar de regreso un relato del mundo para su rey. Hablaban un púnico razonable, aunque con un acento que jamás había oído… Eran más altos que la mayoría, fornidos; caminaban como gatos salvajes, y eran igualmente discretos y, suponía, peligrosos si se los provocaba. No llevaban barbas; no era que se afeitasen, sino que no tenían pelos en la cara, como las mujeres. Pero no eran eunucos, no, las mozas que les dieron pronto tuvieron que sentarse con cuidado, je, je. Tenían ojos claros, la piel más blanca que la de un aqueo de pelo rubio, pero el pelo recto era negro como un cuervo… Siempre tuvieron un aire de magos, y oí historias de cosas asombrosas que mostraron al rey. Fuese lo que fuese, no causaron daño, sólo sentían curiosidad, oh, qué curiosos eran de todos los detalles de Usu, y de los planes que entonces se trazaban para Tiro. Se ganaron el corazón del rey; él ordenó que viesen y oyesen lo que quisiesen, ya fuesen los más profundos secretos de un santuario o la casa de un mercader… A menudo me pregunté, después, si eso fue lo que provoco a los dioses en su contra.
¡Judas Iscariote! —se dijo Everard—. Parecen mis enemigos. Sí, ellos, exaltacionistas, la banda de Varagan. Sinim… ¿Chinos? ¿Un señuelo, en caso de que la Patrulla encontrase el rastro? No, sospecho que no, creo que probablemente usaron ese alias para tener una historia lista que dar a Abibaal y a su corte. Porque no se molestaron en disfrazar su aspecto. Como en Sudamérica, Varagan debe de haber creído que su inteligencia sería excesiva para la laboriosa Patrulla. Lo que bien podía haber sido, de no ser por Sarai.