Aunque no es que haya avanzado mucho.
—¿Qué fue de ellos? —exigió.
—Ah, fue una pena, a menos que fuese un castigo por algo malo que hicieron, quizá entrometiéndose en lo más sagrado. —Bomilcar chasqueó la lengua y agitó la cabeza—. Después de varias semanas, pidieron permiso para partir. Era ya el final de la temporada, y muchas naves estaban ya guardadas para el invierno, pero contra todo consejo ofrecieron un buen pago por pasaje a Chipre, y consiguieron que un atrevido capitán aceptase. Yo mismo fui al muelle a verlos partir, sí. Un día frío y ventoso. Miré cómo la nave empequeñecía bajo las nubes hasta que se desvaneció en la bruma, y algo en el camino de vuelta me hizo detenerme en el templo de Tanith y poner aceite en una lámpara… no por ellos, realmente, sino por todos los pobres marineros y por el bienestar de Tiro.
Everard se controló para no agitar el cuerpo marchito.
—¿Y luego? ¿Algo más?
—Por desgracia, mi sentir era cierto. Mis impresiones han sido siempre ciertas, ¿no, Jantin—hamu? Siempre. Debería haber sido sacerdote, pero demasiados muchachos buscaban las pocas literas de acólito que había… Y, sí. Ese día se desató una tempestad. La nave se hundió. Todos se perdieron. Lo supe porque naturalmente quería saber qué había sido de esos extranjeros. El mascarón y algunos trozos llegaron hasta las rocas donde ahora se alza esta ciudad.
—Pero… espera, viejo… ¿Estás seguro de que se ahogaron todos?
—No, supongo que no podría jurarlo, no. Supongo que un hombre o dos podrían haberse agarrado a una tabla y llegar hasta la orilla. Hicieron tierra en algún otro punto y llegaron a casa sin que nadie lo supiese. En el palacio, ¿a quién le importa un marinero normal? Lo cierto es que la nave se perdió y los sinim… si hubiesen regresado lo sabríamos, ¿no?
La mente de Everard corría a toda velocidad. Una máquina podría haber traído directamente a los viajeros temporales. Todavía no estaba establecida la base de la Patrulla, con los instrumentos adecuados para detectarlos (no podemos vigilar cada instante del milenio. Lo mejor que podemos hacer es despachar hombres cuando sea necesario desde las bases que tenemos). Pero si no querían provocar una impresión que se recordase, debían partir de la forma normal, por tierra o mar. Pero claro, antes de embarcarse, comprobarían cómo iba a ser el tiempo. Los barcos de esta época casi nunca navegan en invierno; son demasiado frágiles.
Pero ¿podría ser una pista falsa? La memoria de Bomilcar podría no ser tan clara como dice y los visitantes proceder de una de esas extrañas civilizaciones de corta vida que la historia y la arqueología perdieron de vista, y que los viajeros temporales han encontrado por puro accidente. Por ejemplo, una ciudad estado de las montañas de Anatolia, que aprendió cosas de los bititas y cuya aristocracia es tan endogámica que tiene una fisonomía característica…
Pero claro, por otra parte, aquel naufragio podía ser la forma de interrumpir las pistas. Eso explicaría porqué los agentes enemigos no se molestaron en adoptar aspecto chino.
¿Cómo descubrirlo antes de que Tiro explotase?
—¿Cuándo sucedió eso, Bomilcar? —preguntó con tanta suavidad como pudo.
—Pero, ya os lo he dicho —dijo el anciano—. En los días del rey Abibaal, cuando trabajaba para él en el palacio de Usu.
Everard fue muy consciente, casi con rabia, de la familia que lo rodeaba y de sus ojos. Los oía respirar. La lámpara se agitó, las sombras aumentaron, el aire se enfriaba con rapidez.
—¿No podrías ser más preciso? —dijo—. ¿Recuerdas en qué año del reinado de Abibaal?
—No. No. No hubo nada más de especial. Dejadme pensar… ¿Fue dos años, o tres, después de que el capitán Rib—adi trajese esos tesoros de… de… dónde era? Algún lugar más allá de Tarsis… No, ¿no fue después?… Mi primera mujer murió poco después al dar a luz, eso lo recuerdo, pero pasaron varios años antes de que pudiese concertar un segundo matrimonio, y mientras tanto tenía que conformarme con las rameras, je, je… —Con la rapidez de la edad, el humor de Bomilcar cambió. Se le saltaron las lágrimas—. Y mi segunda mujer, mi Batbaal, murió también, de la fiebre… Estaba loca, ni me reconocía… no me acoséis, señor, no me acoséis, dejadme en paz y oscuridad y que los dioses os bendigan.
No sacaré nada más aquí. ¿Qué he conseguido? Quizá nada.
Antes de irse, Everard le hizo a Jantin—hamu un regalo de metal que permitiría a la familia vivir con mayor comodidad. El mundo antiguo tenía unas cuantas ventajas sobre el suyo; no había donaciones ni impuestos.
Un par de horas después de la puesta de sol, Everard regresó a palacio. Era tarde a ojos locales. Los guardias levantaron lámparas, lo miraron con ojos entrecerrados y llamaron a su oficial. Una vez que Eborix fue identificado, le dejaron pasar entre disculpas. Su risa indulgente fue mejor que cualquier recompensa.
Realmente no sentía ganas de reír. Con los labios apretados siguió a un sirviente con una lámpara hasta su habitación.
Bronwen estaba dormida. Todavía ardía una llama solitaria. Se desvistió y permaneció un par de minutos de pie mirándola en la oscuridad. El pelo suelto relucía sobre la almohada. Un brazo, fuera de la manta, apenas cubría un pecho joven y desnudo. Pero él la miraba a la cara. Qué inocente parecía, qué infantil, indefensa incluso ahora, incluso después de todo lo que había soportado.
Si al menos… No. Puede que ya estemos un poco enamorados, pero de ninguna forma podría durar, no podríamos vivir realmente juntos, a menos que fuésemos sólo dos cuerpos. Nos separa demasiado tiempo.
¿Qué será de ella?
Empezó a meterse en la cama, con la intención de dormir simplemente. Ella se agitó. Los esclavos aprenden a dormir en estado de alerta. Vio cómo la alegría la inundaba.
—¡Mi señor! ¡Bienvenido, un millar de bienvenidas!
Se abrazaron. igualmente, él descubrió que le apetecía hablar con ella.
—¿Cómo te fue el día? —le preguntó allí donde la mandíbula se unía con su oído.
—¿Qué? Yo, oh, amo. —Le sorprendió que él preguntase—. Fue agradable, porque quedaba algo de vuestra magia. Vuestro sirviente Pummairam y yo hablamos durante mucho rato. —Rió—. Es un sinvergüenza adorable, ¿no? Algunas de sus preguntas fueron demasiado personales, pero no temáis, señor: me negué a responderlas y las retiró inmediatamente. Más tarde hice una salida, pero dejé dicho dónde podrían encontrarme si mi señor regresaba, y pasé la tarde en la guardería donde están mis hijos. Son adorables. —Ella no se atrevió a preguntar si él quería conocerlos.
—Humm. —Una idea incomodaba a Everard—. ¿Qué hizo Pum mientras tanto? —No puedo dejar a esa ardilla sentada todo el día sin hacer nada.
—No lo sé. Bien, le he visto dos veces, en sus movimientos por los salones, pero supuse que hacía lo que mi señor le había ordenado…¿Mi señor?
Alarmada, se sentó mientras Everard salía de la cama. Abrió de golpe la puerta del cubículo. Estaba vacío. ¿Qué demonios tramaba Pum?
Quizá no mucho. Pero un sirviente que hiciese diabluras podía causar problemas a su amo.
De pie en el estudio marrón, con el suelo frío bajo los pies, Everard fue consciente de unos brazos alrededor de su cintura, una mejilla que le acariciaba entre los omoplatos y una voz que decía con suavidad: