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Esa mentira, cuidadosamente inventada por especialistas de la Patrulla, hizo algo más que saciar la curiosidad local. Hizo que el viaje de Everard fuese seguro. Si hubiesen supuesto que el extranjero no tenía ningún contacto, Mago y la tripulación quizá se hubiesen sentido tentados de caer sobre él mientras dormía, atarlo y venderlo como esclavo. Como estaban las cosas, el viaje había sido interesante, sí, incluso divertido. Everard había acabado sintiendo aprecio por aquellos pillos.

Eso redoblaba su deseo de salvarlos.

El tirio suspiró.

—Como desees —dijo—. Si me necesitas, mi hogar está en la calle del Templo de Anat, cerca de¡ muelle sidonio. —Sonrió—. En cualquier caso, venid a verme, tú y tu anfitrión. ¿Dijiste que se dedica al comercio de ámbar? Quizá podamos hacer negocios… Ahora, échate a un lado, tengo que llevar la nave a puerto. —Gritó algunas órdenes llenas de profanaciones.

Con destreza, los marineros situaron la nave a lo largo de un muelle, la aseguraron, y pusieron las planchas. La gente se acercaba, pidiendo noticias a gritos, solicitando trabajo de estibador, cantando alabanzas sobre los productos de los establecimientos de sus amos. Pero ninguno subió a bordo. Ésa era en principio una prerrogativa de] agente de aduanas. Un guarda, con casco y cota, armado con lanza y espada corta, se puso frente a él y se abrió paso entre la multitud, dejando un rastro de insultos benevolentes. Tras el oficial trotaba un secretario sujetando un estilo y una tabla de cera.

Everard bajó y recogió el equipaje que había guardado entre los bloques de mármol italiano que constituían la carga principal de la nave. El oficial le exigió que abriese los dos sacos de cuero. En ellos no había nada de especial. El sentido de viajar desde Sicilia, en lugar de saltar en el tiempo directamente allí, era que el patrullero pasara por lo que decía ser. Estaban casi seguros de que el enemigo vigilaba con cuidado los acontecimientos, y que se acercaban al momento de la catástrofe.

—Al menos podrás vivir durante un tiempo. —El oficial fenicio inclinó un poco la cabeza cuando Everard le mostró unos cuantos lingotes pequeños de bronce. Faltaban siglos para que se inventase la acuñación de monedas, pero el metal podía cambiarse por cualquier cosa—. Debes comprender que no podemos permitirle la entrada a nadie de quien pensemos que se puede convertir en un ladrón. De hecho…

—Miró dubitativo la espada bárbara—. ¿Cuáles tu propósito al venir aquí?

—Busco un trabajo honrado, señor, como guarda de caravana. Busco a Conor, el mercader de ámbar.

La existencia de ese celta residente había sido una razón de peso para que Everard adoptase aquel disfraz. Lo había sugerido el jefe de la e local de la Patrulla.

El tirio tomó una decisión.

—Muy bien, puedes bajar a tierra, y también el arma. Recuerda que crucificamos a los ladrones, bandidos y asesinos. Si no consigues trabajo, busca la casa de empleo de lthobaal, cerca del Salón de los Magistrados. Él siempre puede encontrar algún trabajo eventual para un tipo grande como tú. Buena suerte.

Se volvió a tratar con Mago. Everard esperó, aguardando la oportunidad de decirle adiós al capitán, La discusión fue rápida, casi informal, y el impuesto a pagar sería modesto. Aquella raza de negociantes no necesitaba la complicada burocracia de Egipto o Mesopotamia.

En cuanto hubo dicho lo que quería, Everard tomó sus bolsas por los cordones y bajó a tierra, La multitud lo rodeó, mirando, hablando. Al principio se asombró; después de un par de tentativas de aproximación, ya nadie le pidió limosna ni le ofreció baratijas. ¿Era el Cercano Oriente?

Recordó la ausencia de dinero. Un recién llegado era poco probable que tuviese algo equivalente al cambio. Normalmente negociabas con el posadero cama y comida por cierta cantidad de metal o lo que llevases de valor. Para compras menores, cortabas un trozo de un lingote, a menos que se acordase algo diferente (los fondos de Everard incluían ámbar y cuentas de nácar). En ocasiones llamabas a un intermediario que se ocupaba de tu transacción como parte de otra de mayor envergadura en la que había implicados varios individuos más. Si te sentías caritativo, llevabas encima un poco de grano o fruta seca para llenar los cuencos de los indigentes.

Everard no tardó en dejar atrás a la mayoría de la gente, principalmente interesada en la tripulación. Unos pocos buscadores de curiosidades y alguna miradas le siguieron. Recorrió el muelle hacia una puerta abierta.

Una mano le agarró la manga, Sobresaltado lo suficiente para trastabillar, bajó la vista.

Un muchacho de tez oscura le sonrió. Tenía dieciséis años, más o menos, a juzgar por la pelusa de la barbilla, aunque resultaba pequeño y esquelético incluso para los cánones del lugar. Sin embargo, se movía con agilidad, descalzo como iba y vestido sólo con una falda raída y sucia de la que colgaba una bolsa. El pelo negro rizado le caía en una cola tras Un rostro de nariz angulosa y mentón marcado. Su sonrisa y sus ojos —grandes ojos levantinos de largas pestañas— eran brillantes.

—¡Saludos señor, saludos a usted! —fue su presentación—. ¡Vida, salud y fuerza a los suyos! ¡Bienvenido a Tiro! ¿Adónde va, señor, y qué puedo hacer por usted?

No farfulló, sino que lo dijo con mucha claridad, con la esperanza de que el extraño lo entendiese. Cuando recibió una respuesta en su propia lengua, saltó de alegría.

—¿Qué quieres, muchacho?

—Señor, ser su guía, su consejero, su ayudante, y, sí, su guardián. Por desgracia, nuestra ciudad, por lo demás agradable, está llena de maleantes que no desean más que atacar a un inocente visitante. Sí no le roban todo lo que tiene al primer parpadeo, al menos le desearán las terribles desgracias, a un coste que le dejará pobre casi con igual rapidez …

El muchacho salió corriendo. Había visto aproximarse a un joven aspecto desastrado. Aceleró para interceptarlo agitando los puños, gritando con demasiada rapidez y demasiado frenético como para que Everard entendiese más que unas pocas palabras.

—… ¡Chacal piojoso!… Yo lo vi primero… Vuelve a la letrina de la saliste… El joven se envaró. Intentó desenvainar un cuchillo que le colgaba del hombro. Apenas se había movido cuando el pilluelo se sacó una honda de la bolsa y una piedra para cargarla. Se agachó, apuntó y dio vueltas a la correa de cuero. El hombre escupió, dijo algo desagradable, dio la vuelta y se fue. Los transeúntes que habían prestado atención echaron a reír.

El chico también rió, con alegría, y volvió con Everard.

—Eso, señor, es un ejemplo perfecto de lo que le explicaba —dijo. Conozco bien a ese villano. Es el mensajero de su padre, su supuesto padre, que es dueño de la taberna La Marca del Calamar Azul. Allí tendría suerte si le sirviesen de cena un trozo de rabo de cabra podo, la única moza es un nido de enfermedades, los jergones se sostienen sólo porque las chinches se dan la mano y, en cuanto al vino, con un poco de benevolencia diría que es vinagre. Pronto estaría demasiado enfermo para notar cómo el biznieto de mil hienas le roba o el equipaje, y si se queja, jurarán por todos los dioses del universo que lo perdió todo en el juego. Poco teme ése al infierno después de este mundo se libre de él; sabe que nunca se rebajarían dejándolo entrar. De eso le he salvado, gran señor.