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—Ha escapado. Oh, maldita sea.

Pummairam llegó corriendo. Manos ansiosas recorrieron el cuerpo del patrullero.

—¿Estáis herido, maestro? ¿Puede ayudaros vuestro sirviente? Ah, congoja y aflicción, no tuve tiempo para tensar correctamente ni para apuntar bien, o si no, hubiese esparcido el cerebro de ese malvado para que se lo comiera ese perro.

—Lo… has hecho muy bien… de todas formas. —Everard respiraba entrecortadamente. La fuerza y la seguridad regresaban, y la agonía alejaba. Seguía vivo. Eso era milagro suficiente por un día.

Pero tenía trabajo que hacer, y era urgente. Después de recuperar la pistola, puso la mano en el hombro de Pummairam y lo miró directamente a los ojos.

—¿Qué has visto, muchacho? ¿Qué crees que ha sucedido hace un rato?

—Bien, yo… yo… —Rápido como un hurón, el joven recuperó la compostura—. Me pareció que un mendigo, aunque no lo era, amenazaba la vida de mi amo con un talismán cuya magia causaba daño. ¡Que los dioses arrojen abominaciones sobre la cabeza de aquel que hubiese extinguido la luz del universo! Sin embargo, y naturalmente, la maldad prevaleció sobre el valor de mi amo… —la voz pasó a un susurro confidencial— cuyos secretos están protegidos con toda seguridad en fondo de este leal sirviente.

—Bien —gruñó Everard—. Claro, y estos son asuntos sobre los que una persona normal no se atreve a hablar, no sea que llegue a sufrir parálisis, sordera y hemorroides. Has hecho bien, Pum. —Probablemente me hayas salvado la vida, pensó, y se agachó para abrir el cordón de una bolsa caída—. Aquí tienes, una pequeña recompensa, pero este lingote deberías comprarte algo que te guste. Y ahora… Antes que comenzase el jaleo descubriste la casa que busco, ¿no?

Sobre el asunto del momento, el dolor que se desvanecía y el impacto del asalto se elevaban la alegría de sobrevivir y lo sombrío también. Después de todas sus precauciones, a una hora de su llegada se había quedado sin tapadera. El enemigo no sólo vigilaba el cuartel general de la Patrulla, sino que, de alguna forma, su agente había visto inmediatamente que no se trataba de un viajero normal que hubiese llegado a esa cosa y no había vacilado ni un segundo en matarlo.

Aquélla era una misión peliaguda. Y había más en juego de lo que Everard quería considerar… primero la existencia de Tiro, después, destino del mundo.

Zakarbaal cerró las puertas de sus cámaras privadas y pasó el cerrojo. Dándose la vuelta, le ofreció la mano al estilo occidental.

—Bienvenido —dijo en temporal, el lenguaje de la Patrulla—. Mi nombre, como recordarás, es Chaim Zorach. ¿Puedo presentarte a esposa, Yael?

Los dos parecían levantinos y vestían ropas de Canaán. Pero lejos del personal y la servidumbre, su aspecto entero cambió: postura, porte, expresión facial, tono de voz. Everard, aunque no se lo hubiesen dicho, había sabido inmediatamente que pertenecían al siglo XX. La atmósfera le resultaba tan refrescante como la brisa del mar.

Se presentó.

—Soy el agente No asignado que pedisteis —añadió.

Los ojos de Yael Zorach se abrieron.

—¡Oh! Es un honor. Eres… eres el primero que conozco. Los otros que investigan son sólo técnicos.

Everard hizo una mueca.

—No estés tan impresionada. Me temo que hasta ahora no portado demasiado bien.

Describió el viaje y los contratiempos del final. Ella le ofreció analgésicos, pero él adujo que ya no le dolía demasiado y su marido, inmediatamente, sacó algo mejor: una botella de whisky escocés. Pronto estaban sentados en confianza.

Las sillas eran cómodas, no muy diferentes de las de casa… un, en aquella época; pero claro, se suponía que Zakarbaal era un hombre rico, con acceso a todo tipo de objetos importados. Por lo demás, el lugar resultaba austero para los cánones del futuro, aunque los frescos, drapeados, lámparas y muebles fuesen de buen gusto. Era fresco y curo; habían cubierto una ventana que daba al patio central para evitar que entrara el calor del día.

¿Porqué no nos relajamos y nos conocemos antes de hablar de negocios? —sugirió Everard.

Zorach respondió.

—¿Puedes hacerlo después de que casi te asesinen?

Su mujer sonrió.

—Creo que por eso lo necesita más, querido —murmuró—. Nosotros también. La amenaza puede esperar un poco más. Ya ha estado esperando, ¿no?

De la bolsa del cinturón, Everard extrajo los anacronismos que se había permitido y que allí sólo podía usar en privado: pipa, tabaco, encendedor. La tensión de Zorach se alivió un poco; rió y sacó cigarrillo de un cofre cerrado que contenía comodidades similares. Su lenguaje cambió a un inglés con acento de Brooklyn.

—Eres americano, ¿no, agente Everard?

—Sí. Reclutado en 1954 —¿Cuántos años de su línea vital había] pasado «desde» que había realizado ciertas pruebas y había descubierto la existencia de una organización que protegía el tiempo? No los había contado últimamente. Tampoco importaban demasiado, cuando él y sus compañeros se beneficiaban de un tratamiento que les impedía envejecer—. Uh, pensaba que los dos erais israelíes.

—Lo somos —le explicó Zorach—. De hecho, Yael es sabra. Pero yo no emigre hasta que fui a realizar unas excavaciones arqueológicas y la conocí. Eso fue en 1971. Cuatro años más tarde nos reclutó la Patrulla.

—¿Cómo sucedió, si puedo preguntarlo?

—Se acercaron a nosotros, nos evaluaron y finalmente nos dijeron la verdad. Naturalmente, aprovechamos la oportunidad. El trabajo es en ocasiones duro y solitario, doblemente solitario en cierta forma cuando regresamos a casa de descanso y no podemos contarle a los amigos y colegas lo que hemos estado haciendo, pero totalmente fascinante. —Zorach hizo una Mueca. Sus palabras se volvieron casi un murmullo—. Además, bien, este puesto es precisamente especial para nosotros. No sólo mantenemos la base y el negocio de tapadera, nos las arreglamos para ayudar de vez en cuando a la gente de aquí. O lo intentamos. Hacemos todo lo que podemos evitando que nadie sospeche que hay algo raro en nosotros. Eso compensa, en cierta forma, un poco… por lo que nuestros compatriotas harán aquí en el futuro.

Everard asintió. Eso le resultaba familiar. Muchos agentes de campo eran especialistas como ellos, y pasaban toda su carrera en una única época. Tenían que serlo, si debían aprender lo suficiente para servir a los propósitos de la Patrulla. ¡Qué ayuda sería tener personal nativo! Pero era muy raro antes del siglo XVIII d.C., o después en muchas partes del mundo. ¿Cómo podía una persona que no había crecido en una sociedad industrializada y científicamente avanzada llegar siquiera a entender el concepto de máquina automática y, menos aún, de un vehículo que salta en un parpadeo de aquí allá o de un año a otro? Un genio ocasional, claro está; pero, los genios más evidentes se labraban un lugar propio en la historia, y no te atrevías a contarles los hechos miedo a producir un cambio…

—Sí —dijo Everard—. En cierta forma, es más fácil para un operativo libre como yo. Equipos de marido y mujer, o mujeres generalmente… No es por entrometerme pero ¿qué hacen con los hijos?

—Oh, tenemos dos en casa, en Tel Aviv —respondió Yael Zorach—. Ajustamos los regresos de forma que nunca salimos de sus vidas más que unos días. —Suspiró—. Es extraño, claro, cuando para nosotros han pasado meses. —Se animó—. Bien, cuando tengan la edad adecuada también se unirán a la Patrulla. El reclutador regional ya los ha examinado y ha decidido que son buen material.

Si no —pensó Everard—, ¿soportaríais verlos envejecer, sufriendo los horrores que se avecinan, para morir finalmente, mientras vosotros seguís teniendo un cuerpo joven? Esa idea le había apartado más de u vez del matrimonio.