Выбрать главу

Su tono se encendió de entusiasmo.

—Yo diría que por encima de todo, está el origen de la democracia, valor y los derechos de los individuos. No es que los fenicios tenían tales teorías; la filosofía, como el arte, nunca será uno de sus puntos fuertes. Pero es igual el aventurero mercantil, explorador o empresario, es su ideal, un hombre que se vale por sí mismo, que decide por sí mismo. Aquí mismo, Hiram no es un rey dios como en la tradición egipcia u oriental. Heredó su cargo, cierto, pero esencialmente preside sobre los magistrados, los magnates que deben aprobar todo lo que hace. Tiro se parece realmente un poco a la república veneciana medieval durante sus días de gloria.

»No, no tenernos el personal científico para documentar cada paso. Pero estoy convencido de que los griegos desarrollaron sus instituciones democráticas bajo una fuerte influencia fenicia, especialmente de Tiro… ¿y de dónde recibirían tu país y el mío esas ideas, sino de los griegos?

El puño de Zorach golpeó el brazo del sillón. Con la otra mano se llevó el whisky a los labios para tomar un largo y furioso sorbo.

—¡Eso es lo que esos demonios han descubierto! —exclamó—. ¡Han tomado Tiro como rehén porque es así como apuntas una pistola al futuro de toda la especie humana!

Sacó un holocubo y le mostró a Everard lo que sucedería al cabo de un año.

Había tomado las imágenes con una especie de minicámara, en realidad una grabadora molecular— del siglo XXII, oculta corno una gema en un anillo («había» era la única forma ridícula de expresar que había ido atrás y delante en el tiempo. La gramática del temporal incluía los tiempos verbales adecuados). Cierto, no era ni un sacerdote ni un acólito, pero como seglar que realizaba generosas donaciones para que la diosa favoreciese sus empresas tenía acceso libre.

La explosión tuvo lugar —tendría lugar— en aquella misma calle, en el pequeño templo de Tanith. Al ocurrir de noche, no hirió a nadie, pero destrozó el santuario interior. Girando el punto de vista, Everard examinó las paredes rotas y ennegrecidas, el altar y el ídolo destrozados, las reliquias y tesoros esparcidos, los fragmentos retorcidos de metal. Los hierofantes horrorizados buscaban aplacar la ira divina con plegarias y ofrendas, en ese lugar y en todos los puntos sagrados de la ciudad.

El patrullero seleccionó un volumen de espacio dentro de la escena y lo amplió. La bomba había fragmentado a su portador, pero no había posibilidad de confundir las piezas. Un saltador estándar de dos asientos, como los que recorrían el tiempo por millares, se había materializado y había estallado de forma instantánea.

—Recogí algo de polvo y ceniza cuando nadie miraba, y los envié al futuro para que fuesen analizados —dijo Zorach—. El laboratorio confirmó que la explosión había sido química… el nombre es fulgurita—B.

Everard asintió.

—La conozco. De uso común durante mucho tiempo, empezando un poco después de la época de origen de nosotros tres. Por tanto fácil de obtener en gran cantidad, imposible de seguir… muchísimo más simple que un isótopo nuclear. Y tampoco haría falta demasiada para producir tanto daño… supongo que no habéis tenido suerte interceptando la máquina, ¿no?

Zorach negó con la cabeza.

—No. O más bien, los agentes de la Patrulla no han podido. Fueron al pasado del suceso, plantaron instrumentos de todo tipo que podían ser ocultados, pero… todo sucede demasiado rápido.

Everard se acarició la barbilla. La barba incipiente casi parecía sedosa; una cuchilla de bronce y la falta de jabón impedían un afeitado apurado. Pensó vagamente que le hubiese gustado sentir algo de picor, o cualquier sensación igualmente familiar.

Era evidente lo que había sucedido. El vehículo no llevaba pasajeros, iba en piloto automático, enviado desde algún punto desconocido del espacio-tiempo. El arranque había activado el detonador, para que la bomba llegase explotando. Aunque los agentes de la Patrulla podían señalar el punto exacto, no podían hacer nada para evitar el suceso.

¿Podría hacerlo una tecnología más avanzada que la suya… tal vez la de los danelianos? Everard imaginó un dispositivo colocado por anticipado que generase un campo de fuerza para contener la violencia de la explosión. Bien, no había sucedido, por lo que podía ser físicamente imposible. Pero era más probable que los danelianos no interviniesen, porque el daño había sido producido —los saboteadores podrían intentarlo de nuevo— y, por sí mismo, el juego del gato que persigue al ratón podía poner en peligro todo el continuo más allá de toda reparación. Se estremeció y preguntó:

¿Qué explicación darán los tirios?

—Nada dogmático —contestó Yacl Zorach—. No tienen nuestro eltanschauung. Para ellos, el mundo no está completamente gobernado por leyes de la naturaleza; es caprichoso, mutable, mágico.

Y en lo fundamental tienen razón, ¿no? Everard se estremeció n más.

—Cuando nada igual vuelva a ocurrir, las emociones se calmarán siguió diciendo—. Las crónicas que relaten el incidente se perderán; más, los fenicios no son muy dados a escribir crónicas. Pensarán e alguien hizo algo mal que provocó un rayo del cielo. No necesariamente un humano; podría ser una disputa entre los dioses. Por tanto, nadie se convertirá en chivo expiatorio. Después de una generación o dos, el incidente se olvidará, excepto quizá como parte de la tradición oral.

Chaim Zorach gruñó.

—Eso si los extorsionadores no hacen algo peor.

—Sí, déjame ver la nota de rescate —pidió Everard.

—Sólo tengo una copia. El original fue mandado al futuro para su estudio.

—Oh, claro, ya lo sé. He leído el informe del laboratorio. Tinta sepia sobre papiro, sin pistas. Encontrada ante tu puerta, probablemente arrojada desde otro saltador sin pasajeros que pasó por delante.

—Ciertamente así fue —le recordó Zorach—. Los agentes colocaron instrumentos para esa noche, y detectaron la máquina. Estuvo presente durante un milisegundo. Podrían haber intentado capturarla, pero ¿de qué habría servido? Evidentemente no aportaría ninguna pista. Y en cualquier caso, hubiese implicado montar un follón que hubiese despertado a todo el vecindario para ver lo que pasaba.

Sacó el documento para que Everard lo examinase. Como parte de sus instrucciones, el patrullero había visto una transcripción, pero esperaba que ver la letra real le sugiriese algo, lo que fuese.

Las palabras habían sido formadas con una pluma de caña contemporánea, empleada con bastante habilidad —eso implicaba que el autor conocía bien la época, lo cual ya era bastante evidente—. Eran de molde, no en cursiva, aunque había algunos toques floridos. Estaba escrita en temporal.

«A la Patrulla del Tiempo del Comité de Agrandamiento, saludos.» Al menos no soltaban esos rollos de pertenecer al Ejército Popular de Liberación Nacional, como los que daban arcadas a Everard a finales de su propio siglo natal. Aquellos tipos eran bandidos sinceros. A menos, por supuesto, que fingiesen serlo para ocultar mejor el rastro…

«Tras haber observado las consecuencias de una pequeña bomba enviada a un punto de Tiro elegido cuidadosamente, les invitamos a contemplar los resultados de un aluvión en toda la ciudad.»

Una vez más, con fuerza, Everard asintió. Sus oponentes eran astutos. La amenaza de matar o secuestrar a un individuo —digamos, al rey Hiram en persona— hubiese sido insignificante, si no huera. La Patrulla protegería a cualquier persona. Si de alguna forma un ataque tenía éxito, la Patrulla volvería atrás y se las arreglaría para que la víctima estuviese en otro sitio en el momento del asalto; haría que el suceso fuese un «no sucedido». Claro, eso implicaba riesgos que no eran agradables de aceptar, y en el mejor de los casos requeriría mucho trabajo para asegurarse de que el futuro no fuese afectado por la operación de rescate en sí. Sin embargo, la Patrulla podría actuar y lo haría.