—Espero que el pueblo de mi señor no prohíba tales actos —apostilló ansioso el muchacho. —Bueno… no los prohíbe.
—¡Bien! —Pum agarró a Everard por el hombro y lo arrastró—. Si mi señor permite que su sirviente le acompañe, es probable que pueda conocer a alguien que sea útil conocer. Con toda humildad, dejadme deciros que recorro la ciudad y mantengo ojos y oídos abiertos. Están por completo al servicio de mi señor.
Everard sonrió, con un lado de la boca, y caminó. ¿Por qué no debería hacerlo? Para ser sinceros, después del viaje por mar se sentía muy cachondo. Y era cierto, frecuentar el santo prostíbulo, en esa época no era una forma de explotación sino de devoción, y podría conseguir algunas pistas en su misión.
Primero será mejor que descubra lo fiable que es mi guía.
—Cuéntame algo de ti mismo, Pum. Podría ser que estuviésemos juntos durante varios días, si no más.
Salieron a una avenida y se abrieron paso por entre la multitud que se empujaba, gritaba y apestaba.
—Hay poco que decir, gran señor. Los anales de un pobre son cortos y simples. —Esa coincidencia también asombró a Everard. Luego, mientras Pum hablaba, comprendió que en su caso la frase era falsa.
Padre desconocido, presumiblemente uno de los marineros y trabajadores que frecuentaban ciertos hostales de mala vida mientras Tiro se construía y tenían los medios para disfrutar de las mozas de servir, Pum era un bebé en una camada, criado a salto de mata, un saqueador desde que aprendió a andar y, sospechaba Everard, un ladrón, y cualquier otra cosa que pudiese darle el equivalente local de un dólar. Sin embargo, desde temprano se había convertido en acólito de un templo en el puerto del comparativamente poco importante dios Baal Hammon —Everard recordó las iglesias ruinosas en los barrios bajos de la América del siglo XX—. Su sacerdote había sido antes un hombre culto, ahora amable y borracho; Pum había adquirido de él un vocabulario considerable y muchos conocimientos, como una ardilla acumulando bellotas en un bosque, hasta su muerte. Su más respetable sucesor había echado al pillo postulante. A pesar de eso, Pum consiguió un gran círculo de conocidos, que llegaban hasta el mismísimo palacio. Los sirvientes reales acudían a los muelles en busca de diversión barata… Todavía demasiado joven para adquirir cualquier forma de liderazgo, se ganaba la vida como podía. Que hubiese sobrevivido hasta entonces era todo un logro.
Sí —pensó Everard—, puede que mi suerte haya cambiado un poco.
Los templos de Melqart y Asherat se encaraban uno con el otro a lo largo de una plaza abarrotada cerca del centro de la ciudad. El primero era el mayor, pero el último era muy impresionante. Una entrada con muchas columnas de elaborados capiteles y pintadas de forma llamativa, daba paso a un patio decorado con banderas donde se encontraba la gran vasija de latón con el agua para el ritual de la purificación. La casa se extendía por el lado más alejado del recinto, el aspecto cuadrado aliviado por revestimientos de piedra, mármol, granito y jaspe. Dos pilares relucientes flanqueaban la entrada superando el techo (en el Templo de Salomón, que imitaba el diseño tirio, recibirían los nombres de Jachin y Boaz). En su interior, como sabía Everard, había una cámara interior para los devotos, y más allá se encontraba el santuario.
Parte de la multitud de¡ foro se habían extendido por el patio y se encontraba dividida en pequeños grupos. Los hombres, supuso, simplemente buscaban un sitio tranquilo en el que hablar de negocios o lo fuese. Las mujeres los superaban en número, amas de casa en su mayoría, manteniendo en equilibrio pesadas cargas sobre las cabezas cubiertas con pañuelos, tomándose un respiro del mercado para algo de devoción y quizá un poco de cotilleo. Aunque los asistentes de la diosa eran hombres, las mujeres eran siempre bienvenidas.
Las miradas siguieron a Everard mientras Pum le guiaba hacia el o. Empezó a sentirse expuesto, incluso incómodo. Había un sacerdote sentado a una mesa, a la sombra, tras la puerta abierta. Exceptuando la túnica de los colores del arco iris y el colgante fálico de plata, parecía muy diferente de un seglar, con la barba y el pelo bien cortados y los rasgos aquilinos y destacados.
Pum se detuvo frente a él y dijo con gran énfasis.
—Saludos, hombre santo. Mi amo y yo deseamos rendir honores a nuestra Señora de las Nupcias.
El sacerdote hizo un gesto de bendición.
—Alabados seáis. Un extranjero confiere doble fortuna. —El interés relucía en sus ojos—. ¿De dónde venís, valioso extranjero?
—Del norte, más allá de las aguas —contestó Everard.
—Sí, sí, eso está claro, pero es un territorio vasto y desconocido. ¿Sois de la tierra de la Gente del Mar? —El sacerdote señaló un taburete como el que él ocupaba—. Por favor, sentaos, noble señor, descansad un rato, dejadme que os sirva una copa de vino.
Pum dio vueltas nervioso varios minutos, sufriendo la agonía de la ración, antes de dejarse caer al pie de una columna, enfurruñado. Everard y el sacerdote hablaron durante casi una hora. Otros se aproximaban para escuchar y unirse a ellos.
Podría fácilmente haber durado todo el día. Everard estaba descubriendo muchas cosas. Probablemente nada tenía relación con su misión, pero nunca se sabía y, de todas formas, disfrutó de la sesión de palique. Lo que le devolvió a la tierra fue la mención del sol. Se había hundido por debajo del techo del porche. Recordó la advertencia de Yael Zorach y se aclaró la garganta.
—Oh, como lo lamento, amigo, pero el tiempo pasa y debo irme pronto. Si fuésemos los primeros en presentar respetos…
Pum se alegró. El sacerdote rió.
—Sí —dijo—, después de tan largo viaje el fuego de Asherat debe de arder con fuerza. Bien, la donación por voluntad propia es de medio shekel de plata o su valor en mercancía. Claro está, hombres de posibles y posición son dados a dar más.
Everard pagó con un generoso trozo de metal. El sacerdote repitió su bendición y le dio a él y a Pum un pequeño disco de marfil, con un grabado bastante explícito.
—Entrad, hijos, buscad quien os vaya bien, echad esto en su regazo. Ah… ¿comprendéis, gran Eborix, que debéis sacar a vuestra elegida de los recintos sagrados? Mañana ella devolverá la señal y recibirá su bendición. Si no tenéis lugar propio para pasar la noche, entonces mi compatriota Hanno alquila habitaciones limpias por un buen precio, en su posada en la calle de los Alcahuetes.
Pum entró con rapidez. Everard con lo que esperaba fuese más dignidad. Sus compañeros de charla le lanzaron buenos deseos sexuales. Eso era parte de la ceremonia, la magia.
La cámara era grande, la oscuridad no muy aliviada por las lámparas de aceite. Destacaban murales intrincados, hojas doradas, recuadros de piedras semipreciosas. Al fondo relucía una imagen dorada de la diosa, los brazos extendidos en una compasión que de forma extraña se destacaba en la cruda escultura. Everard percibió las fragancias, mirra y sándalo, y murmullo de crujidos y susurros.
Al dilatarse sus pupilas, distinguió a las mujeres. Quizá un centenar en total, sentadas en taburetes, ocupando las paredes de izquierda a derecha. Las ropas variaban desde telas delicadas hasta lana deshilachada. Algunas estaban hundidas, otras miraban al vacío, algunas realizaban gestos de invitación todo lo atrevido que permitían las reglas, la mayoría miraban tímidas y pensativas a los hombres que pasaban. Los visitantes eran pocos a esa hora de un día normal. Everard creyó identificar tres o cuatro marineros de permiso, un mercader gordo, un par de jóvenes. Su comportamiento era razonablemente amable; aquello era una iglesia.