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De pronto la rejilla de la mirilla se descorrió. Hilos de luz cortaron la oscuridad. La voz que escuché era de arena. Una voz que no había hablado en semanas, tal vez meses.

– ¿Quién va?

– ¿Señor Kolvenik? ¿Mijail Kolvenik? -pregunté. ¿Podría hablar con usted un momento, por favor?

La mirilla se cerró de golpe.

Silencio. Iba a llamar de nuevo cuando la puerta del piso se abrió.

Una silueta se recortó en el umbral. El sonido de un grifo en una pila llegaba desde el interior del piso.

– ¿Qué quieres, hijo?

– ¿Señor Kolvenik?

– No soy Kolvenik -atajó la voz. Mi nombre es Sentís. Benjamín Sentís.

– Perdone, señor Sentís, pero me han dado esta dirección y…

Le tendí la tarjeta que me había entregado el mozo de estación.

Una mano rígida la agarró y aquel hombre, cuyo rostro no podía ver, la examinó en silencio durante un buen rato antes de devolvérmela.

– Mijail Kolvenik no vive aquí desde hace ya muchos años.

– ¿Le conoce? -pregunté. ¿Tal vez pueda usted ayudarme?

Otro largo silencio.

– Pasa -dijo finalmente Sentís.

Benjamín Sentís era un hombre corpulento que vivía en el interior de una bata de franela granate.

Sostenía en los labios una pipa apagada y su rostro estaba tocado por uno de aquellos bigotes que empalmaban con las patillas, estilo Julio Verne. El piso quedaba por encima de la jungla de tejados del barrio viejo y flotaba en una claridad etérea. Las torres de la catedral se distinguían en la distancia y la montaña de Montju emergía a lo lejos. Las paredes estaban desnudas. Un piano coleccionaba capas de polvo, y cajas con diarios desaparecidos poblaban el suelo. No había nada en aquella casa que hablase del presente.

Benjamín Sentís vivía en pretérito pluscuamperfecto.

Nos sentamos en la sala que daba al balcón y Sentís examinó de nuevo la tarjeta.

– ¿Por qué buscas a Kolvenik? -preguntó.

Decidí explicarle todo desde el principio, desde nuestra visita al cementerio hasta la extraña aparición de la dama de negro aquella mañana en la estación de Francia.

Sentís me escuchaba con la mirada perdida, sin mostrar emoción alguna. Al término de mi relato, un incómodo silencio medió entre nosotros. Sentís me miró detenidamente. Tenía mirada de lobo, fría y penetrante.

– Mijail Kolvenik ocupó este piso durante cuatro años, al poco tiempo de llegar a Barcelona -dijo. Aún hay por ahí detrás algunos de sus libros. Es cuanto queda de él.

– ¿Tendría usted su dirección actual? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?

Sentís se rió.

– Prueba en el infierno.

Le miré sin comprender.

– Mijail Kolvenik murió en 1948.

Según me explicó Benjamín Sentís aquella mañana, Mijail Kolvenik había llegado a Barcelona a finales de 1919. Tenía por entonces poco más de veinte años y era natural de la ciudad de Praga.

Kolvenik huía de una Europa devastada por la Gran Guerra. No hablaba una palabra de catalán ni de castellano, aunque se expresaba en francés y alemán con fluidez.

No tenía dinero, amigos ni conocidos en aquella ciudad difícil y hostil. Su primera noche en Barcelona se la pasó en el calabozo, al ser sorprendido durmiendo en un portal para protegerse del frío.

En la cárcel, dos compañeros de celda acusados de robo, asalto e incendio premeditado decidieron darle una paliza, alegando que el país se estaba yendo al garete por culpa de piojosos extranjeros. Las tres costillas rotas, las contusiones y las lesiones internas sanarían con el tiempo, pero el oído izquierdo lo perdió para siempre.

"Lesión del nervio", dictaminaron los médicos. Un mal principio.

Pero Kolvenik siempre decía que lo que empieza mal sólo puede acabar mejor. Diez años más tarde, Mijail Kolvenik llegaría a ser uno de los hombres más ricos y poderosos de Barcelona.

En la enfermería de la cárcel conoció al que habría de convertirse con los años en su mejor amigo, un joven doctor de ascendencia inglesa llamado Joan Shelley. El doctor Shelley hablaba algo de alemán y sabía por propia experiencia lo que era sentirse extranjero en tierra extraña. Gracias a él, Kolvenik obtuvo un empleo al ser dado de alta en una pequeña empresa llamada Velo Granell. La Velo Granell fabricaba artículos de ortopedia y prótesis médicas. El conflicto de Marruecos y la Gran Guerra en Europa habían creado un enorme mercado para estos productos. Legiones de hombres destrozados a mayor gloria de banqueros, cancilleres, generales, agentes de bolsa y otros padres de la patria habían quedado mutilados y destrozados de por vida en nombre de la libertad, la democracia, el imperio, la raza o la bandera.

Los talleres de la Velo Granell se encontraban junto al mercado del Borne. En su interior, las vitrinas de brazos, ojos, piernas y articulaciones artificiales recordaban al visitante la fragilidad del cuerpo humano. Con un modesto sueldo y la recomendación de la empresa, Mijail Kolvenik consiguió alojamiento en un piso de la calle Princesa. Lector voraz, en año y medio había aprendido a defenderse en catalán y castellano.

Su talento e ingenio le valieron que pronto se le considerase uno de los empleados claves de la Velo Granell. Kolvenik tenía amplios conocimientos de medicina, cirugía y anatomía. Diseñó un revolucionario mecanismo neumático que permitía articular el movimiento en prótesis de piernas y brazos. El ingenio reaccionaba a los impulsos musculares y dotaba al paciente de una movilidad sin precedentes. Dicha invención puso a la Velo Granell a la vanguardia del ramo.

Aquél fue sólo el principio. La mesa de dibujo de Kolvenik no cesaba de alumbrar nuevos avances y por fin fue nombrado ingeniero jefe del taller de diseño y desarrollo.

Meses más tarde un desafortunado incidente puso a prueba el talento del joven Kolvenik. El hijo del fundador de la Velo Granell sufrió un terrible accidente en la factoría. Una prensa hidráulica le cortó ambas manos como las fauces de un dragón. Kolvenik trabajó incansablemente durante semanas para crear unas nuevas manos de madera, metal y porcelana, cuyos dedos respondían al comando de los músculos y tendones del antebrazo.

La solución ideada por Kolvenik empleaba las corrientes eléctricas de los estímulos nerviosos del brazo para articular el movimiento.

Cuatro meses después del suceso, la víctima estrenaba unas manos mecánicas que le permitían agarrar objetos, encender un cigarro o abotonarse la camisa sin ayuda. Todos convinieron que esta vez Kolvenik había superado todo lo imaginable.

Él, poco amigo de elogios y euforias, afirmó que aquello no era más que el despuntar de una nueva ciencia. En pago a su labor, el fundador de la Velo Granell le nombró director general de la empresa y le ofreció un paquete de acciones que le convertía virtualmente en uno de los dueños junto con el hombre a quien su ingenio había dotado de nuevas manos.

Bajo la dirección de Kolvenik, la Velo Granell tomó un nuevo rumbo. Amplió su mercado y diversificó su línea de productos. La empresa adoptó el símbolo de una mariposa negra con las alas desplegadas, cuyo significado Kolvenik nunca llegó a explicar. La factoría fue ampliada para el lanzamiento de nuevos mecanismos: miembros articulados, válvulas circulatorias, fibras óseas y un sinfín de ingenios. El parque de atracciones del Tibidabo se pobló de autómatas creados por Kolvenik como pasatiempo y campo de experimentación.

La Velo Granell exportaba a toda Europa, América y Asia. El valor de las acciones y la fortuna personal de Kolvenik se dispararon, pero él se negaba a abandonar aquel modesto piso de la calle Princesa. Según decía, no había motivo para cambiar. Era un hombre solo, de vida sencilla, y aquel alojamiento bastaba para él y sus libros.