Aquello habría de cambiar con la aparición de un nueva pieza en el tablero. Eva Irinova era la estrella de un nuevo espectáculo de éxito en el Teatro Real. La joven, de origen ruso, apenas contaba con diecinueve años. Se decía que por su belleza se habían suicidado caballeros en París, Viena y otras tantas capitales. Eva Irinova viajaba rodeada de dos extraños personajes, Sergei y Tatiana Glazunow, hermanos gemelos. Los hermanos Glazunow actuaban como representantes y tutores de Eva Irinova. Se decía que Sergei y la joven diva eran amantes, que la siniestra Tatiana dormía en el interior de un ataúd en las fosas del escenario del Teatro Real, que Sergei había sido uno de los asesinos de la dinastía Romanov, que Eva tenía la capacidad de hablar con los espíritus de los difuntos… Toda suerte de rocambolescos chismes de farándula alimentaban la fama de la bella Irinova, que tenía a Barcelona en su puño.
La leyenda de Irinova llegó a oídos de Kolvenik. Intrigado, acudió una noche al teatro para comprobar por sí mismo la causa de tanto revuelo. En una noche Kolvenik quedó fascinado por la joven.
Desde aquel día, el camerino de Irinova se convirtió literalmente en un lecho de rosas. A los dos meses de la revelación, Kolvenik decidió alquilar un palco en el teatro. Acudía allí todas las noches a contemplar embelesado el objeto de su adoración. Ni que decir tiene que el asunto era la comidilla de toda la ciudad.
Un buen día, Kolvenik convocó a sus abogados y los instruyó para que hiciesen una oferta al empresario Daniel Mestres. Quería adquirir aquel viejo teatro y hacerse cargo de las deudas que arrastraba. Su intención era reconstruirlo desde los cimientos y transformarlo en el mayor escenario de Europa. Un deslumbrante teatro dotado de todos los adelantos técnicos y consagrado a su adorada Eva Irinova. La dirección del teatro se rindió a su generosa oferta. El nuevo proyecto fue bautizado como el Gran Teatro Real.
Un día más tarde, Kolvenik propuso matrimonio a Eva Irinova en perfecto ruso. Ella aceptó.
Tras la boda, la pareja planeaba trasladarse a una mansión de ensueño que Kolvenik estaba haciéndose construir junto al parque Güell. El mismo Kolvenik había entregado un diseño preliminar de la fastuosa construcción al taller de arquitectura de Sunyer, Balcells y Baró. Se decía que nunca jamás se había gastado semejante suma en una residencia privada en toda la historia de Barcelona, lo cual era mucho decir. Sin embargo, no todos estaban complacidos con este cuento de hadas. El socio de Kolvenik en la Velo Granell no veía con buenos ojos la obsesión de éste. Temía que destinase fondos de la empresa para financiar su delirante proyecto de convertir el Teatro Real en la octava maravilla del mundo moderno. No andaba muy desencaminado. Por si eso fuese poco, empezaban a circular por la ciudad rumores en torno a prácticas poco ortodoxas por parte de Kolvenik. Surgieron dudas respecto a su pasado y a la fachada de hombre hecho a sí mismo que se complacía en proyectar. La mayoría de esos rumores moría antes de llegar a las imprentas de la prensa, gracias a la implacable maquinaria legal de la Velo Granell. El dinero no compra la felicidad, solía decir Kolvenik; pero compra todo lo demás.
Por su parte, Sergei y Tatiana Glazunow, los dos siniestros guardianes de Eva Irinova, veían peligrar su futuro. No había habitación para ellos en la nueva mansión en construcción. Kolvenik, previendo el problema con los gemelos, les ofreció una generosa suma de dinero para anular su supuesto contrato con Irinova. A cambio debían abandonar el país y comprometerse a no volver jamás ni a intentar ponerse en contacto con Eva Irinova. Sergei, inflamado de furia, se negó en redondo y juró a Kolvenik que nunca se libraría de ellos dos.
Aquella misma madrugada, mientras Sergei y Tatiana salían de un portal en la calle Sant Paul, una ráfaga de disparos efectuados desde un carruaje estuvo a punto de acabar con sus vidas. El ataque se atribuyó a los anarquistas. Una semana más tarde, los gemelos firmaron el documento en el que se comprometían a liberar a Eva Irinova y a desaparecer para siempre.
La fecha de la boda entre Mijail Kolvenik y Eva Irinova quedó fijada para el veinticuatro de junio de 1935. El escenario: la catedral de Barcelona.
La ceremonia, que algunos compararon con la coronación del rey Alfonso XIII, tuvo lugar una mañana resplandeciente. Las multitudes acaparaban cada rincón de la avenida de la catedral, ansiosas por embeberse del fasto y la grandeza del espectáculo. Eva Irinova jamás había estado más deslumbrante. Al son de la marcha nupcial de Wagner, interpretada por la orquesta del Liceo desde las escalinatas de la catedral, los novios descendieron hacia el carruaje que los esperaba. Cuando apenas faltaban tres metros para llegar al coche de caballos blancos, una figura rompió el cordón de seguridad y se abalanzó hacia los novios. Se escucharon gritos de alarma. Al volverse, Kolvenik se enfrentó a los ojos inyectados en sangre de Sergei Glazunow.
Ninguno de los presentes conseguiría olvidar jamás lo que sucedió a continuación. Glazunow extrajo un frasco de vidrio y lanzó el contenido sobre el rostro de Eva Irinova. El ácido quemó el velo como una cortina de vapor. Un aullido quebró el cielo. La multitud estalló en una horda de confusión y, en un instante, el asaltante se perdió entre el gentío.
Kolvenik se arrodilló junto a la novia y la tomó en sus brazos.
Las facciones de Eva Irinova se deshacían bajo el ácido como una acuarela fresca en el agua. La piel humeante se retiró en un pergamino ardiente y el hedor a carne quemada inundó el aire. El ácido no había alcanzado los ojos de la joven. En ellos podía leerse el horror y la agonía. Kolvenik quiso salvar el rostro de su esposa, aplicando sus manos sobre él. Tan sólo consiguió llevarse pedazos de carne muerta mientras el ácido devoraba sus guantes. Cuando Eva perdió finalmente el conocimiento, su cara no era más que una grotesca máscara de hueso y carne viva.
El renovado Teatro Real nunca llegó a abrir sus puertas. Tras la tragedia, Kolvenik se llevó a su mujer a la mansión inacabada del parque Güell. Eva Irinova jamás volvió a poner los pies fuera de aquella casa. El ácido le había destrozado completamente el rostro y había dañado sus cuerdas vocales. Se decía que se comunicaba a través de notas escritas en un bloc y que pasaba semanas enteras sin salir de sus habitaciones.
Por aquel entonces, los problemas financieros de la Velo Granell empezaron a insinuarse con más gravedad de lo que se había sospechado. Kolvenik se sentía acorralado y pronto se le dejó de ver en la empresa. Contaban que había contraído una extraña enfermedad que le mantenía más y más tiempo en su mansión. Numerosas irregularidades en la gestión de la Velo Granell y en extrañas transacciones que el propio Kolvenik había realizado en el pasado salieron a flote. Una fiebre de murmuraciones y de oscuras acusaciones afloró con tremenda virulencia. Kolvenik, recluido en su refugio con su amada Eva, se transformó en un personaje de leyenda negra. Un apestado. El gobierno expropió el consorcio de la sociedad Velo Granell. Las autoridades judiciales estaban investigando el caso, que, con un expediente de más de mil folios, no había hecho más que empezar a instruirse.
En los años siguientes, Kolvenik perdió su fortuna. Su mansión se transformó en un castillo de ruinas y tinieblas. La servidumbre, tras meses sin paga, los abandonó. Sólo el chofer personal de Kolvenik permaneció fiel. Todo tipo de rumores espeluznantes empezó a propagarse. Se comentaba que Kolvenik y su esposa vivían entre ratas, vagando por los corredores de aquella tumba en la que se habían confinado en vida.
En diciembre de 1948, un pavoroso incendió devoró la mansión de los Kolvenik. Las llamas pudieron verse desde Mataró, afirmó el rotativo "El Brusi". Quienes lo recuerdan aseguran que el cielo de Barcelona se transformó en un lienzo escarlata y que nubes de ceniza barrieron la ciudad al amanecer, mientras la multitud contemplaba en silencio el esqueleto humeante de las ruinas. Los cuerpos de Kolvenik y Eva se encontraron carbonizados en el ático, abrazados el uno al otro. Esta imagen apareció en la fotografía de portada de "La Vanguardia" bajo el título de "El fin de una era".