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A principios de 1949, Barcelona empezaba ya a olvidar la historia de Mijail Kolvenik y Eva Irinova. La gran urbe estaba cambiando irremisiblemente y el misterio de la Velo Granell formaba parte de un pasado legendario, condenado a perderse para siempre.

Capítulo 11

El relato de Benjamín Sentís me persiguió durante toda la semana como una sombra furtiva. Cuantas más vueltas le daba, más tenía la impresión de que faltaban piezas en su historia. Cuáles, era ya otra cuestión. Estos pensamientos me carcomían de sol a sol mientras esperaba con impaciencia el regreso de Germán y Marina.

Por las tardes, al acabar las clases, acudía a su casa para comprobar que todo estuviese en orden.

Kafka me esperaba siempre al pie de la puerta principal, a veces con el botín de alguna cacería entre las garras. Escanciaba leche en su plato y charlábamos; es decir, él se bebía la leche y yo monologaba.

Más de una vez tuve la tentación de aprovechar la ausencia de los dueños para explorar la residencia, pero me resistí a hacerlo. El eco de su presencia se sentía en cada rincón. Me acostumbré a esperar el anochecer en el caserón vacío, al calor de su compañía invisible. Me sentaba en el salón de los cuadros y contemplaba durante horas los retratos que Germán Blau había pintado de su esposa quince años atrás. Veía en ellos a una Marina adulta, a la mujer en la que ya se estaba convirtiendo. Me preguntaba si algún día yo sería capaz de crear algo de semejante valor. De algún valor.

El domingo me planté como un clavo en la estación de Francia. Faltaban todavía dos horas para que llegase el expreso de Madrid. Las ocupé recorriendo la edificación. Bajo su bóveda, trenes y extraños se reunían como peregrinos.

Siempre había pensado que las viejas estaciones de ferrocarril eran uno de los pocos lugares mágicos que quedaban en el mundo. En ellas se mezclaban los fantasmas de recuerdos y despedidas con el inicio de cientos de viajes a destinos lejanos, sin retorno. "Si algún día me pierdo, que me busquen en una estación de tren", pensé.

El silbido del expreso de Madrid me rescató de mis bucólicas meditaciones. El tren irrumpía en la estación a pleno galope. Enfiló hacia su vía y el gemido de los frenos inundó el espacio. Lentamente, con la parsimonia propia del tonelaje, el tren se detuvo. Los primeros pasajeros comenzaron a descender, siluetas sin nombre.

Recorrí con la mirada el andén mientras el corazón me latía a toda prisa. Docenas de rostros desconocidos desfilaron frente a mí. De repente vacilé, por si me había equivocado de día, de tren, de estación, de ciudad o de planeta. Y entonces escuché una voz a mis espaldas, inconfundible.

– Pero esto sí que es una sorpresa, amigo Oscar. Se le ha echado de menos.

– Lo mismo digo -respondí, estrechando la mano del anciano pintor.

Marina descendía del vagón.

Llevaba el mismo vestido blanco que el día de su partida. Me sonrió en silencio, la mirada brillante.

– ¿Y qué tal estaba Madrid? -improvisé, tomando el maletín de Germán.

– Precioso. Y siete veces más grande que la última vez que estuve allí -dijo Germán. Si no para de crecer, uno de estos días esa ciudad va a derramarse por los bordes de la meseta.

Advertí en el tono de Germán un buen humor y una energía especiales. Confié en que aquello fuese signo de que las noticias del doctor de La Paz eran esperanzadoras. De camino a la salida, mientras Germán se entregaba dicharachero a una conversación con un atónito mozo sobre cuánto habían adelantado las ciencias ferroviarias, tuve oportunidad de quedarme a solas con Marina. Ella me apretó la mano con fuerza.

– ¿Cómo ha ido todo? -murmuré. A Germán se le ve animado.

– Bien. Muy bien. Gracias por venir a recibirnos.

– Gracias a ti por volver dije. Barcelona se veía muy vacía estos días… Tengo un montón de cosas que contarte.

Paramos un taxi frente a la estación, un viejo Dodge que hacía más ruido que el expreso de Madrid. Mientras ascendíamos por las Ramblas, Germán contemplaba las gentes, los mercados y los quioscos de flores y sonreía, complacido.

– Dirán lo que quieran, pero una calle como ésta no la hay en ninguna ciudad del mundo, amigo Oscar. Ríase usted de Nueva York.

Marina aprobaba los comentarios de su padre, que parecía revivido y más joven después de aquel viaje.

– ¿No es festivo mañana? -preguntó de repente Germán.

– Sí -dije.

– O sea, que no tiene usted escuela…

– Técnicamente, no.

Germán se echó a reír y por un segundo creí ver en él al muchacho que algún día había sido, décadas atrás.

– Y dígame, ¿tiene usted el día ocupado, amigo Oscar?

A las ocho de la mañana ya estaba en su casa, tal y como me había pedido Germán. La noche anterior le había prometido a mi tutor que todas las noches de aquella semana dedicaría el doble de horas a estudiar si me dejaba libre aquel lunes, dado que era fiesta.

– No sé qué te llevas entre manos últimamente. Esto no es un hotel, pero tampoco es una prisión.

– Tu comportamiento es tu propia responsabilidad… -apuntó el padre.

Seguí, suspicaz. Tú sabrás lo que haces, Oscar.

Al llegar a la villa de Sarriá encontré a Marina en la cocina preparando una cesta con bocadillos y termos para las bebidas. Kafka seguía sus movimientos atentamente, relamiéndose.

– ¿Adónde vamos? -pregunté, intrigado.

– Sorpresa -respondió Marina.

Al poco rato apareció Germán, eufórico y jovial. Vestía como un piloto de "rally" de los años veinte. Me estrechó la mano y me preguntó si podía echarle una mano en el garaje. Asentí. Acababa de descubrir que tenían garaje. De hecho, tenían tres, como comprobé al rodear la propiedad junto a Germán.

– Me alegro de que haya podido unirse a nosotros, Oscar.

Se detuvo frente a la tercera puerta del garaje, un cobertizo del tamaño de una pequeña casa cubierto de hiedra. La palanca de la puerta chirrió al abrirse. Una nube de polvo inundó el interior en tinieblas. Aquel lugar tenía el aspecto de haber estado cerrado veinte años. Restos de una vieja motocicleta, herramientas oxidadas y cajas apiladas bajo un manto de polvo grueso como una alfombra persa.

Vislumbré una lona gris que cubría lo que debía de ser un automóvil.

Germán asió una punta de la lona y me indicó que hiciese lo propio.

– ¿A la de tres? preguntó.

A la señal, ambos tiramos con fuerza y la lona se retiró como el velo de una novia. Cuando la nube de polvo se esparció en la brisa, la tenue luz que se filtraba entre la arboleda descubrió una visión.

Un deslumbrante Tucker de los años cincuenta color vino y de llantas cromadas dormía en el interior de aquella caverna. Miré a Germán, atónito. Él sonrió, orgulloso.

– Ya no se hacen coches así, amigo Oscar.

– ¿Arrancará? -pregunté, observando aquella pieza de museo, según mi apreciación.

– Esto que ve usted aquí es un Tucker, Oscar. No arranca; cabalga.

Una hora más tarde nos encontrábamos cincelando la carretera de la costa. Germán iba al volante, pertrechado con su atavío de pionero del automovilismo y una sonrisa de lotería. Marina y yo viajábamos a su lado, delante. Kafka tenía para él todo el asiento trasero, donde dormía plácidamente. Todos los coches nos adelantaban, pero sus ocupantes se giraban a contemplar el Tucker, con asombro y admiración.

– Cuando hay clase, la velocidad es una minucia -explicaba Germán.