Una tarde, a finales de septiembre de 1979, decidí aventurarme por azar en una de aquellas avenidas sembradas de palacetes modernistas en la que no había reparado hasta entonces. La calle describía una curva que terminaba en una verja igual que muchas otras. Más allá se extendían los restos de un viejo jardín marcado por décadas de abandono. Entre la vegetación se apreciaba la silueta de una vivienda de dos pisos. Su sombría fachada se erguía tras una fuente con esculturas que el tiempo había vestido de musgo.
Empezaba a oscurecer y aquel rincón se me antojó un tanto siniestro. Rodeado por un silencio mortal, únicamente la brisa susurraba una advertencia sin palabras. Comprendí que me había metido en una de las zonas "muertas" del barrio. Decidí que lo mejor era regresar sobre mis pasos y volver al internado. Estaba debatiéndome entre la fascinación morbosa hacia aquel lugar olvidado y el sentido común cuando advertí dos brillantes ojos amarillos encendidos en la penumbra, clavados en mí como dagas. Tragué saliva.
El pelaje gris y aterciopelado de un gato se recortaba inmóvil frente a la verja del caserón. Un pequeño gorrión agonizaba entre sus fauces. Un cascabel plateado pendía del cuello del felino. Su mirada me estudió durante unos segundos. Poco después se dio media vuelta y se deslizó entre los barrotes de metal. Lo vi perderse en la inmensidad de aquel edén maldito portando al gorrión en su último viaje.
La visión de aquella pequeña fiera altiva y desafiante me cautivó. A juzgar por su lustroso pelaje y su cascabel, intuí que tenía dueño. Tal vez aquel edificio albergaba algo más que los fantasmas de una Barcelona desaparecida. Me acerqué y posé las manos sobre los barrotes de la entrada. El metal estaba frío. Las últimas luces del crepúsculo encendían el rastro que las gotas de sangre del gorrión habían dejado a través de aquella selva. Perlas escarlatas trazando la ruta en el laberinto. Tragué saliva otra vez. Mejor dicho, lo intenté. Tenía la boca seca. El pulso, como si supiese algo que yo ignoraba, me latía en las sienes con fuerza. Fue entonces cuando sentí ceder bajo mi peso la puerta y comprendí que estaba abierta.
Cuando di el primer paso hacia el interior, la luna iluminaba el rostro pálido de los ángeles de piedra de la fuente. Me observaban. Los pies se me habían clavado en el suelo. Esperaba que aquellos seres saltasen de sus pedestales y se transformasen en demonios armados de garras lobunas y lenguas de serpiente. No sucedió nada de eso. Respiré profundamente, considerando la posibilidad de anular mi imaginación o, mejor aún, abandonar mi tímida exploración de aquella propiedad. Una vez más, alguien decidió por mí. Un sonido celestial invadió las sombras del jardín igual que un perfume. Escuché los perfiles de aquel susurro cincelar un aria acompañada al piano. Era la voz más hermosa que jamás había oído.
La melodía me resultó familiar, pero no acerté a reconocerla. La música provenía de la vivienda. Seguí su rastro hipnótico. Láminas de luz vaporosa se filtraban desde la puerta entreabierta de una galería de cristal. Reconocí los ojos del gato, fijos en mí desde el alféizar de un ventanal del primer piso. Me aproximé hasta la galería iluminada de la que manaba aquel sonido indescriptible. La voz de una mujer. El halo tenue de cien velas parpadeaba en el interior. El brillo descubría la trompa dorada de un viejo gramófono en el que giraba un disco. Sin pensar en lo que estaba haciendo, me sorprendí a mí mismo adentrándome en la galería, cautivado por aquella sirena atrapada en el gramófono. En la mesa sobre la que descansaba el artilugio distinguí un objeto brillante y esférico. Era un reloj de bolsillo. Lo tomé y lo examiné a la luz de las velas. Las agujas estaban paradas y la esfera astillada. Me pareció de oro y tan viejo como la casa en la que me encontraba. Un poco más allá había un gran butacón, de espaldas a mí, frente a una chimenea sobre la cual pude apreciar un retrato al óleo de un mujer vestida de blanco. Sus grandes ojos grises, tristes y sin fondo, presidían la sala.
Súbitamente el hechizo se hizo trizas. Una silueta se alzó de la butaca y se giró hacia mí. Una larga cabellera blanca y unos ojos encendidos como brasas brillaron en la oscuridad. Sólo acerté a ver dos inmensas manos blancas extendiéndose hacia mí. Presa del pánico, eché a correr hacia la puerta, tropecé en mi camino con el gramófono y lo derribé. Escuché la aguja lacerar el disco. La voz celestial se rompió con un gemido infernal. Me lancé hacia el jardín, sintiendo aquellas manos rozándome la camisa, y lo crucé con alas en los pies y el miedo ardiendo en cada poro de mi cuerpo. No me detuve ni un instante. Corrí y corrí sin mirar atrás hasta que una punzada de dolor me taladró el costado y comprendí que apenas podía respirar. Para entonces estaba cubierto de sudor frío y las luces del internado brillaban treinta metros más allá.
Me deslicé por una puerta junto a las cocinas que nunca estaba vigilada y me arrastré hasta mi habitación. Los demás internos ya debían de estar en el comedor desde hacía rato. Me sequé el sudor de la frente y poco a poco mi corazón recuperó su ritmo habitual. Empezaba a tranquilizarme cuando alguien golpeó en la puerta de la habitación con los nudillos.
– Oscar, hora de bajar a cenar -entonó la voz de uno de los tutores, un jesuita racionalista llamado Seguí, que detestaba tener que hacer de policía.
– Ahora mismo, padre -contesté. Un segundo.
Me apresuré a colocarme la chaqueta de rigor y apagué la luz de la habitación. A través de la ventana el espectro de la luna se alzaba sobre Barcelona. Sólo entonces me di cuenta de que todavía sostenía el reloj de oro en la mano.
Capítulo 2
En los días que siguieron, el condenado reloj y yo nos hicimos compañeros inseparables. Lo llevaba a todas partes conmigo, incluso dormía con él bajo la almohada, temeroso de que alguien lo encontrase y me preguntase de dónde lo había sacado. No hubiera sabido qué responder. "Eso es porque no lo has encontrado; lo has robado", me susurraba una voz acusadora. "El término técnico es "robo y allanamiento de morada", añadía aquella voz que, por alguna extraña razón, guardaba un sospechoso parecido con la del actor que doblaba a Perry Mason.
Aguardaba pacientemente todas las noches hasta que mis compañeros se dormían para examinar mi tesoro particular.
Con la llegada del silencio, estudiaba el reloj a la luz de una linterna. Ni toda la culpabilidad del mundo hubiese conseguido mermar la fascinación que me producía el botín de mi primera aventura en el "crimen desorganizado". El reloj era pesado y parecía forjado en oro macizo. La quebrada esfera de cristal sugería un golpe o una caída. Supuse que aquel impacto era el que había acabado con la vida de su mecanismo y había congelado las agujas en las seis y veintitrés, condenadas eternamente.
En la parte posterior se leía una inscripción:
Para Germán, en quien habla la luz.
Se me ocurrió que aquel reloj debía de valer un dineral y los remordimientos no tardaron en visitarme. Aquellas palabras grabadas me hacían sentir igual que un ladrón de recuerdos.
Un jueves teñido de lluvia decidí compartir mi secreto. Mi mejor amigo en el internado era un chaval de ojos penetrantes y temperamento nervioso que insistía en responder a las siglas JF, pese a que tenían poco o nada que ver con su nombre real. JF tenía alma de poeta libertario y un ingenio tan afilado que a menudo acababa por cortarse la lengua con él. Era de constitución débil y bastaba con mencionar la palabra "microbio" en un radio de un kilómetro a la redonda para que él creyese que había pillado una infección.
Una vez busqué en un diccionario el término "hipocondríaco" y le saqué una copia.
– No sé si lo sabías, pero tu biografía viene en el Diccionario de la Real Academia le anuncié.