Allí la vio por primera vez. Parecía una criatura salida de uno de los cuadros de Salvat, pero ni su belleza podía hacerle justicia a su voz. Se llamaba Kirsten Auermann, tenía diecinueve años y, según el programa, era una de las jóvenes promesas de la lírica mundial. Aquella misma noche se la presentaron en la recepción que la compañía organizaba tras la función. Germán se coló alegando que era el crítico musical de "Le Monde". Al estrechar su mano, Germán se quedó mudo.
– Para ser un crítico, habla usted muy poco y con bastante acento -bromeó Kirsten. Germán decidió en aquel momento que se iba a casar con aquella mujer aunque fuese la última cosa que hiciera en su vida. Quiso conjurar todas las artes de seducción que había visto emplear a Salvat durante años. Pero Salvat sólo había uno y habían roto el molde. Así empezó un largo juego del ratón y el gato que se prolongaría durante seis años y que acabó en una pequeña capilla de Normandía, una tarde de verano de 1946.
El día de su boda el espectro de la guerra todavía se olfateaba en el aire como el hedor de la carroña escondida. Kirsten y Germán regresaron a Barcelona al cabo de poco tiempo y se instalaron en Sarriá. La residencia se había convertido en un fantasmal museo en su ausencia. La luminosidad de Kirsten y tres semanas de limpieza hicieron el resto.
La casa vivió una época de esplendor como jamás la había conocido. Germán pintaba sin cesar, poseído por una energía que ni él mismo se explicaba. Sus obras empezaron a cotizarse en las altas esferas y pronto poseer "un Blau" pasó a ser requisito "sine qua non" de la buena sociedad. De pronto, su padre se enorgullecía en público del éxito de Germán. "Siempre creí en su talento y en que iba a triunfar", "lo lleva en la sangre, como todos los Blau" y "no hay padre más orgulloso que yo" pasaron a ser sus frases favoritas y, a fuerza de tanto repetirlas, llegó a creérselas. Marchantes y salas de exposiciones que años atrás no se molestaban en darle los buenos días se desvivían por congraciarse con él. Y en medio de todo este vendaval de vanidades e hipocresías, Germán nunca olvidó lo que Salvat le había enseñado.
La carrera lírica de Kirsten también iba viento en popa. En la época en que empezaron a comercializarse los discos de setenta y ocho revoluciones, ella fue una de las primeras voces en inmortalizar el repertorio. Fueron años de felicidad y de luz en la villa de Sarriá, años en los que todo parecía posible y donde no se podían adivinar sombras en la línea del horizonte. Nadie dio importancia a los mareos y a los desvanecimientos de Kirsten hasta que fue demasiado tarde. El éxito, los viajes, la tensión de los estrenos lo explicaban todo.
El día en que Kirsten fue reconocida por el doctor Cabrils, dos noticias cambiaron su mundo para siempre. La primera: Kirsten estaba embarazada. La segunda: una enfermedad irreversible de la sangre le estaba robando la vida lentamente. Le quedaba un año. Dos, a lo sumo. El mismo día, al salir del consultorio del médico, Kirsten encargó un reloj de oro con una inscripción dedicada a Germán en la General Relojera Suiza de la Vía Augusta.
Para Germán, en quien habla la luz.
K.A.
Aquel reloj contaría las horas que les quedaban juntos.
Kirsten abandonó los escenarios y su carrera. La gala de despedida se celebró en el Liceo de Barcelona, con "Lakmé", de Delibes, su compositor predilecto. Nadie volvería a escuchar una voz como aquélla.
Durante los meses de embarazo, Germán pintó una serie de retratos de su esposa que superaban cualquier obra anterior. Nunca quiso venderlos.
Un veintiséis de septiembre de 1964, una niña de cabello claro y ojos color ceniza, idénticos a los de su madre, nació en la casa de Sarriá. Se llamaría Marina y llevaría siempre en su rostro la imagen y la luminosidad de su madre.
Kirsten Auermann murió seis meses más tarde, en la misma habitación en que había dado a luz a su hija y donde había pasado las horas más felices de su vida con Germán. Su esposo le sostenía la mano, pálida y temblorosa, entre las suyas. Estaba fría ya cuando el alba se la llevó como un suspiro.
Un mes después de su muerte, Germán volvió a entrar en su estudio, que se encontraba en el desván de la vivienda familiar. La pequeña Marina jugaba a sus pies. Germán tomó el pincel y trató de deslizar un trazo sobre el lienzo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y el pincel se le cayó de las manos. Germán Blau nunca volvió a pintar. La luz en su interior se había callado para siempre.
Capítulo 9
Durante el resto del otoño mis visitas a casa de Germán y Marina se transformaron en un ritual diario. Pasaba los días soñando despierto en clase, esperando el momento de escapar rumbo a aquel callejón secreto. Allí me esperaban mis nuevos amigos, a excepción de los lunes, en que Marina acompañaba a Germán al hospital para su tratamiento. Tomábamos café y charlábamos en las salas en penumbra.
Germán se avino a enseñarme los rudimentos del ajedrez. Pese a las lecciones, Marina me llevaba a jaque mate en unos cinco o seis minutos, pero yo no perdía la esperanza.
Poco a poco, casi sin darme cuenta, el mundo de Germán y Marina pasó a ser el mío. Su casa, los recuerdos que parecían flotar en el aire… pasaron a ser los míos. Descubrí así que Marina no acudía al colegio para no dejar solo a su padre y poder cuidar de él. Me explicó que Germán le había enseñado a leer, a escribir y a pensar.
– De nada sirve toda la geografía, trigonometría y aritmética del mundo si no aprendes a pensar por ti mismo -se justificaba Marina. Y en ningún colegio te enseñan eso. No está en el programa.
Germán había abierto su mente al mundo del arte, de la historia, de la ciencia. La biblioteca alejandrina de la casa se había convertido en su universo. Cada uno de sus libros era una puerta a nuevos mundos y a nuevas ideas.
Una tarde a finales de octubre nos sentamos en el alféizar de una ventana del segundo piso a contemplar las luces lejanas del Tibidabo. Marina me confesó que su sueño era llegar a ser escritora. Tenía un baúl repleto de historias y cuentos que llevaba escribiendo desde los nueve años. Cuando le pedí que me mostrase alguno, me miró como si estuviese bebido y me dijo que ni hablar.
"Esto es como el ajedrez", -pensé. Tiempo al tiempo.
A menudo me detenía a observar a Germán y Marina cuando ellos no reparaban en mí. Jugueteando, leyendo o enfrentados en silencio ante el tablero de ajedrez. El lazo invisible que los unía, aquel mundo aparte que se habían construido lejos de todo y de todos, constituía un hechizo maravilloso.
Un espejismo que a veces temía quebrar con mi presencia. Había días en que, caminando de vuelta al internado, me sentía la persona más feliz del mundo sólo por poder compartirlo.
Sin reparar en un porqué, hice de aquella amistad un secreto. No le había explicado nada acerca de ellos a nadie, ni siquiera a mi compañero JF. En apenas unas semanas, Germán y Marina se habían convertido en mi vida secreta y, en honor a la verdad, en la única vida que deseaba vivir.
Recuerdo una ocasión en que Germán se retiró a descansar temprano, disculpándose como siempre con sus exquisitos modales de caballero decimonónico. Yo me quedé a solas con Marina en la sala de los retratos. Me sonrió enigmáticamente y me dijo que estaba escribiendo sobre mí. La idea me dejó aterrado.
– ¿Sobre mí? ¿Qué quieres decir con escribir sobre mí?
– Quiero decir acerca de ti, no encima de ti, usándote como escritorio.
Hasta ahí ya llego. Marina disfrutaba con mi súbito nerviosismo.
– ¿Entonces? -preguntó. ¿O es que tienes tan bajo concepto de ti mismo que no crees que valga la pena escribir sobre ti?
No tenía respuesta para aquella pregunta. Opté por cambiar de estrategia y tomar la ofensiva. Eso me lo había enseñado Germán en sus lecciones de ajedrez. Estrategia básica: cuando te pillen con los calzones bajados, echa a gritar y ataca.