– No sé cómo agradecerle…
– Agradecédmelo haciéndome caso y manteniéndoos al margen de este enredo -cortó Florián.
Asentimos. El funicular abrió sus puertas.
– ¿Y usted, Víctor? -preguntó Marina. ¿Qué va a hacer usted?
– Lo que hacemos todos los ancianos: sentarme a recordar y preguntarme qué hubiera pasado si lo hubiese hecho todo al revés. Anda, marchaos ya…
Nos metimos en el vagón y nos sentamos junto a la ventana. Atardecía. Sonó un silbato y las puertas se cerraron. El funicular inició el descenso con una sacudida. Lentamente las luces de Vallvidrera fueron quedando atrás, igual que la silueta de Florián, inmóvil en el andén.
Germán había preparado un delicioso plato italiano cuyo nombre sonaba a repertorio de ópera. Cenamos en la cocina, escuchando a Germán relatar su torneo de ajedrez con el cura, que, como siempre, le había ganado. Marina permaneció inusualmente callada durante la cena, dejándonos a Germán ya mí el peso de la conversación. Me pregunté incluso si habría dicho o hecho algo que la hubiese molestado. Tras la cena Germán me retó a un partida de ajedrez.
– Me encantaría, pero creo que me toca fregar platos -aduje.
– Yo los lavaré -dijo Marina a mi espalda, débilmente.
– No, en serio… -objeté.
Germán ya estaba en la otra habitación, canturreando y ordenando líneas de peones. Me volví a Marina, que desvió la mirada y se puso a fregar.
– Déjame que te ayude.
– No… Ve con Germán. Dale el gusto.
– ¿Viene usted, Oscar? -llegó la voz de Germán desde la sala.
Contemplé a Marina a la luz de las velas que ardían sobre la repisa. Me pareció verla pálida, cansada.
– ¿Estás bien?
Se volvió y me sonrió. Marina tenía un modo de sonreír que me hacía sentir pequeño e insignificante.
– Anda, ve. Y déjale ganar.
– Eso es fácil.
Le hice caso y la dejé a solas.
Me reuní con su padre en el salón.
Allí, bajo el candelabro de cuarzo, me senté al tablero dispuesto a que pasara el buen rato que su hija deseaba.
– Mueve usted, Oscar.
Moví. Él carraspeó.
– Le recuerdo que los peones no saltan de ese modo, Oscar.
– Usted disculpe.
– Ni lo mencione. Es el ardor de la juventud. No crea, se lo envidio. La juventud es una novia caprichosa. No sabemos entenderla ni valorarla hasta que se va con otro para no volver jamás…, ¡ay!… En fin, no sé a qué venía esto. A ver…, peón…
A medianoche un sonido me arrancó de un sueño. La casa estaba en penumbra. Me senté en la cama y lo escuché de nuevo. Una tos, apagada, lejana. Intranquilo, me levanté y salí al pasillo. El ruido provenía del piso de abajo.
Crucé frente a la puerta del dormitorio de Marina. Estaba abierta y la cama, vacía. Sentí una punzada de temor.
– ¿Marina?
No hubo respuesta. Descendí los fríos peldaños de puntillas. Los ojos de Kafka brillaban al pie de las escaleras. El gato maulló débilmente y me guió a través de un corredor oscuro. Al fondo, un hilo de luz se filtraba desde una puerta cerrada. La tos provenía del interior. Dolorosa. Agonizante. Kafka se aproximó a la puerta y se detuvo allí, maullando.
Llamé suavemente. -¿Marina?
Un largo silencio.
– Vete, Oscar.
Su voz era un gemido. Dejé pasar unos segundos y abrí. Una vela en el suelo apenas iluminaba el baño de baldosas blancas. Marina estaba arrodillada y tenía la frente apoyada sobre el lavabo.
Estaba temblando y la transpiración le había adherido el camisón a la piel como una mortaja. Se ocultó el rostro, pero pude ver que estaba sangrando por la nariz y que varias manchas escarlata le cubrían el pecho. Me quedé paralizado, incapaz de reaccionar.
– ¿Qué te pasa…? murmuré.
Cierra la puerta -dijo con firmeza. Cierra.
Hice lo que me ordenaba y acudí a su lado. Estaba ardiendo de fiebre. El pelo pegado a la cara, empapada de sudor helado. Asustado, me lancé a buscar a Germán, pero su mano me aferró con una fuerza que parecía imposible en ella.
– ¡No!
– Pero…
– Estoy bien.
– ¡No estás bien!
– Oscar, por lo que más quieras, no llames a Germán. Él no puede hacer nada. Ya ha pasado. Estoy mejor.
La serenidad de su voz me resultó aterradora. Sus ojos buscaron los míos. Algo en ellos me obligó a obedecer. Entonces me acarició la cara.
– No te asustes. Estoy mejor.
– Estás pálida como una muerta… -balbuceé.
Me tomó la mano y la llevó a su pecho. Sentí el latido de su corazón sobre las costillas. Retiré la mano, sin saber qué hacer.
– Viva y coleando. ¿Ves? Me vas a prometer que no le vas a decir nada de esto a Germán.
– ¿Por qué? -protesté. ¿Qué te pasa?
Bajó los ojos, infinitamente cansada. Me callé.
– Prométemelo.
– Tienes que ver a un médico.
– Prométemelo, Oscar.
– Si tú me prometes ver a un médico.
– Trato hecho. Te lo prometo.
Humedeció una toalla con la que empezó a limpiar la sangre del rostro. Yo me sentía un inútil.
– Ahora que me has visto así, ya no te voy a gustar.
– No le veo la gracia.
Siguió limpiándose en silencio, sin apartar los ojos de mí.
Su cuerpo, apresado en el algodón húmedo, casi transparente, se me antojó frágil y quebradizo. Me sorprendió no sentir embarazo alguno al contemplarla así. Tampoco se adivinaba pudor en ella por mi presencia. Le temblaban las manos cuando se secó el sudor y la sangre del cuerpo. Encontré un albornoz limpio colgado de la puerta y se lo tendí, abierto. Se cubrió con él y suspiró, exhausta.
– ¿Qué puedo hacer? -murmuré.
– Quédate aquí, conmigo.
Se sentó frente a un espejo.
Con un cepillo, intentó en vano poner algo de orden en la maraña de pelo que le caía sobre los hombros. Le faltaba fuerza.
– Déjame -y le quité el cepillo.
La peiné en silencio, nuestras miradas encontrándose en el espejo.
Mientras lo hacía, Marina asió mi mano con fuerza y la apretó contra su mejilla. Sentí sus lágrimas en mi piel y me faltó el valor para preguntarle por qué lloraba.
Acompañé a Marina hasta su dormitorio y la ayudé a acostarse. Ya no temblaba y el color le había vuelto a las mejillas.
– Gracias… -susurró.
Decidí que lo mejor era dejarla descansar y regresé a mi habitación. Me tendí de nuevo en la cama y traté de conciliar el sueño sin éxito. Inquieto, yacía en la oscuridad escuchando al caserón crujir mientras el viento arañaba los árboles. Una ansiedad ciega me carcomía. Demasiadas cosas estaban sucediendo demasiado deprisa. Mi cerebro no podía asimilarlas a un tiempo. En la oscuridad de la madrugada todo parecía confundirse. Pero nada me asustaba más que el no ser capaz de comprender o explicarme mis propios sentimientos por Marina.
Despuntaba el alba cuando finalmente me quedé dormido. En sueños me encontré recorriendo las salas de un palacio de mármol blanco, desierto y en tinieblas. Cientos de estatuas lo poblaban. Las figuras abrían sus ojos de piedra a mi paso y murmuraban palabras que no entendía. Entonces, a lo lejos, creí ver a Marina y corrí a su encuentro. Una silueta de luz blanca en forma de ángel la llevaba de la mano a través de un pasillo cuyos muros sangraban. Yo trataba de alcanzarlos cuando una de las puertas del pasillo se abrió y la figura de María Shelley emergió, flotando sobre el suelo y arrastrando una mortaja raída. Lloraba, aunque sus lágrimas jamás llegaban al suelo. Tendió hacia mí sus brazos y, al tocarme, su cuerpo se deshizo en cenizas. Yo gritaba el nombre de Marina, rogándole que volviese, pero ella no parecía oírme. Corría y corría, pero el pasillo se alargaba a mi paso. Entonces el ángel de luz se volvió hacia mí y me reveló su verdadero rostro. Sus ojos eran cuencas vacías y sus cabellos eran serpientes blancas. Reía cruelmente y, tendiendo sus alas blancas sobre Marina, el ángel infernal se alejó. En el sueño olí cómo un aliento fétido me rozaba la nuca. Era el inconfundible hedor de la muerte, susurrando mi nombre.