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Salí a un garaje oscuro de techos altos y trabados con vigas de madera. El contorno de una puerta que parecía una salida de emergencia se dibujaba al fondo. Comprobé que la cerradura sólo podía abrirse desde dentro. La abrí con cautela y salí por fin a la calle.

Me encontré en un callejón oscuro del Raval. Era tan estrecho que podía tocar ambos lados con sólo extender los brazos. Un reguero fétido corría por el centro del empedrado. La esquina estaba a sólo diez metros. Me acerqué hasta allí. Una calle más amplia brillaba a la luz vaporosa de farolas que debían de tener más de cien años.

Vi la compuerta de la caballeriza a un lado del edificio, una estructura gris y miserable. Sobre el dintel de la puerta se leía la fecha de construcción: 1888. Desde aquella perspectiva advertí que el edificio no era más que un anexo a una estructura mayor que ocupaba todo el bloque. Este segundo edificio tenía unas dimensiones palaciegas. Estaba cubierto por un arrecife de andamios y lonas sucias que lo enmascaraban completamente.

En su interior podría haberse ocultado una catedral. Traté de deducir qué era, sin éxito. No me vino a la cabeza ninguna estructura de ese tipo que se encontrase en aquella zona del Raval.

Me aproximé hasta allí y eché un vistazo entre los paneles de madera que cubrían el andamiaje.

Una tiniebla espesa velaba una gran marquesina de estilo modernista. Acerté a ver columnas y una hilera de ventanillas decoradas con un intrincado diseño de hierro forjado. Taquillas. Los arcos de entrada que se apreciaban más allá me recordaron los pórticos de un castillo de leyenda. Todo ello estaba cubierto por una capa de escombros, humedad y abandono.

Comprendí de repente dónde estaba. Aquél era el Gran Teatro Real, el suntuoso monumento que Mijail Kolvenik había hecho reconstruir para su esposa Eva y cuyo escenario ella jamás llegó a estrenar. El teatro se alzaba ahora como una colosal catacumba en ruinas. Un hijo bastardo de la ópera de París y el templo de la Sagrada Familia a la espera de ser demolido.

Regresé al edificio contiguo que albergaba las caballerizas. El portal era un agujero negro. El portón de madera tenía recortada una pequeña compuerta que recordaba a la entrada de un convento. O una prisión. La compuerta estaba abierta y me introduje en el vestíbulo. Un tragaluz fantasmal ascendía hasta una galería de vidrios quebrados. Una telaraña de tendederos cubiertos de harapos se agitaba al viento. El lugar olía a miseria, a cloaca y a enfermedad.

Las paredes rezumaban agua sucia de tuberías reventadas. El suelo estaba encharcado. Distinguí una pila de buzones oxidados y me aproximé a examinarlos. En su mayoría estaban vacíos, destrozados y sin nombre. Sólo uno de ellos parecía en uso. Leí el nombre bajo la mugre.

Luis Claret – Milá, 3º

El nombre me resultaba familiar, aunque no supe de qué. Me pregunté si ésa sería la identidad del cochero. Me repetí una y otra vez aquel nombre, intentando recordar dónde lo había oído. De repente, mi memoria se aclaró. El inspector Florián nos había dicho que, en los últimos tiempos de Kolvenik, sólo dos personas habían tenido acceso a él y a su esposa Eva en el torreón del parque Güelclass="underline" Shelley, su médico personal, y un chofer que se negaba a abandonar a su patrón, Luis Claret. Palpé en mis bolsillos en busca del teléfono que Florián nos había dado en caso de que necesitásemos ponernos en contacto con él. Creí que lo había encontrado cuando escuché voces y pasos en lo alto de la escalera. Huí.

Una vez en la calle, corrí a ocultarme tras la esquina del callejón. Al poco rato, una silueta asomó por la puerta y echó a andar bajo la llovizna. Era el cochero de nuevo. Claret. Esperé a que su figura se desvaneciese y seguí el eco de sus pasos.

Capítulo 19

Tras el rastro de Claret me convertí en una sombra entre las sombras. La pobreza y la miseria de aquel barrio podían olerse en el aire. Claret caminaba con largas zancadas por calles en las que yo no había estado jamás. No me situé hasta que le vi doblar una esquina y reconocí la calle Conde del Asalto. Al llegar a las Ramblas, Claret torció a la izquierda, rumbo a la Plaza Cataluña.

Unos pocos noctámbulos transitaban por el paseo. Los quioscos iluminados parecían buques varados.

Al llegar al Liceo, Claret cruzó de acera. Se detuvo frente al portal del edificio donde vivían el doctor Shelley y su hija María. Antes de entrar, le vi extraer un objeto brillante del interior de la capa. El revólver.

La fachada del edificio era una máscara de relieves y gárgolas que escupían ríos de agua harapienta. Una espada de luz dorada emergía de una ventana en el vértice del edificio. El estudio de Shelley.

Imaginé al viejo doctor en su butaca de inválido, incapaz de conciliar el sueño. Corrí hacia el portal. La puerta estaba trabada por dentro. Claret la había cerrado.

Inspeccioné la fachada en busca de otra entrada. Rodeé el edificio. En la parte trasera, una pequeña escalinata de incendios ascendía hasta una cornisa que rodeaba el bloque. La cornisa tendía una pasarela de piedra hasta los balcones de la fachada principal. De allí a la glorieta donde estaba el estudio de Shelley había sólo unos metros.

Trepé por la escalera hasta la cornisa. Una vez allí, estudié de nuevo la ruta. Comprobé que la cornisa apenas tenía un par de palmos de ancho. A mis pies, la caída hasta la calle se me antojó un abismo. Respiré hondo y di el primer paso hacia la cornisa.

Me pegué a la pared y avancé centímetro a centímetro. La superficie era resbaladiza. Algunos de los bloques se movían bajo mis pies. Tuve la sensación de que la cornisa se estrechaba a cada paso.

El muro a mi espalda parecía inclinarse hacia adelante. Estaba sembrado de efigies de faunos. Introduje los dedos en la mueca demoníaca de uno de aquellos rostros esculpidos, con miedo a que las fauces se cerrasen y segaran mis dedos. Utilizándolos como agarraderas, conseguí alcanzar la barandilla de hierro forjado que rodeaba la galería del estudio de Shelley.

Logré alcanzar la plataforma de rejilla frente a los ventanales. Los cristales estaban empañados. Pegué el rostro al vidrio y pude vislumbrar el interior. La ventana no estaba cerrada por dentro. Empujé delicadamente hasta conseguir entreabrirla. Una bocanada de aire caliente, impregnado del olor a leña quemada del hogar, me sopló en la cara. El doctor ocupaba su butaca frente al fuego, como si nunca se hubiera movido de allí. A su espalda, las puertas del estudio se abrieron. Claret. Había llegado demasiado tarde.

– Has traicionado tu juramento -le escuché decir a Claret.

Era la primera vez que oía su voz con claridad. Grave, rota. Igual que la de un jardinero del internado, Daniel, a quien una bala le había destrozado la laringe durante la guerra. Los médicos le habían reconstruido la garganta, pero el pobre hombre tardó diez años en volver a hablar. Cuando lo hacía, el sonido que brotaba de sus labios era como la voz de Claret.

– Dijiste que habías destruido el último frasco… -dijo Claret, aproximándose a Shelley.

El otro no se molestó en volverse. Vi el revólver de Claret alzarse y apuntar al médico.

– Te equivocas conmigo -dijo Shelley.

Claret rodeó al anciano y se detuvo frente a él. Shelley alzó la vista. Si tenía miedo, no lo demostraba. Claret le apuntó a la cabeza.

– Mientes. Debería matarte ahora mismo… -dijo Claret, arrastrando cada sílaba como si le doliese.

Posó el cañón de la pistola entre los ojos de Shelley.

– Adelante. Me harás un favor -dijo Shelley, sereno.

Tragué saliva. Claret trabó el percutor.

– ¿Dónde está?

– Aquí no.

– ¿Dónde entonces?

– Tú sabes dónde -replicó Shelley.