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Las campanas de la catedral dieron las cuatro de la madrugada. Los signos de la fatiga empezaban a rondarme como lobos hambrientos.

Caminé en círculos para combatir el frío y el sueño. Al poco rato escuché unos pasos sobre el empedrado de la calle. Me giré para recibir a Florián, pero la silueta que vi que no casaba con la del viejo policía, era una mujer.

Instintivamente me escondí, temiendo que la dama de negro hubiese

venido a mi encuentro. La sombra se recortó en la calle y la mujer cruzó frente a mí sin verme. Era María, la hija del doctor Shelley.

Se aproximó hasta la boca del túnel y se inclinó a mirar al abismo. Llevaba en la mano un frasco de vidrio. Su rostro brillaba bajo la luna, transfigurado.

Sonreía. Supe al instante que algo estaba mal. Fuera de lugar. Hasta se me pasó por la cabeza que estaba bajo algún tipo de trance y que había caminado sonámbula hasta allí. Era la única explicación que se me ocurría. Prefería aquella absurda hipótesis que contemplar otras alternativas. Pensé en acercarme a ella, llamarla por su nombre, cualquier cosa. Me armé de valor y di un paso al frente. Apenas lo hice, María se volvió con una rapidez y una agilidad felinas, como si hubiese olido mi presencia en el aire. Sus ojos brillaron en el callejón y la mueca que se dibujó en su rostro me heló la sangre.

– Vete -murmuró con una voz desconocida.

– ¿María? -articulé, desconcertado.

Un segundo después, saltó al interior del túnel. Corrí hasta el borde esperando ver el cuerpo de María Shelley destrozado. Un haz de luna cruzó fugazmente sobre el pozo. El rostro de María brilló en el fondo.

María grité. ¡Espere!

Descendí tan rápido como pude las escaleras. Un hedor fétido y penetrante me asaltó tan pronto hube recorrido un par de metros. La esfera de claridad en la superficie fue disminuyendo de tamaño. Busqué una de las cajetillas de fósforos y prendí uno. La visión que me descubrió era fantasmal.

Un túnel circular se perdía en la negrura. Humedad y podredumbre. Chillidos de ratas. Y el eco infinito del laberinto de túneles bajo la ciudad. Una inscripción recubierta de mugre en la pared rezaba:

Colector sector IV/nivel 2 – Tramo 66

Al otro lado del túnel, el muro estaba caído. El subsuelo había invadido parte del colector. Se podían apreciar diferentes estratos de antiguos niveles de la ciudad, apilados uno sobre otro.

Contemplé los cadáveres de viejas Barcelonas sobre las que se erguía la nueva ciudad. El escenario donde Sentís había encontrado la muerte. Encendí otra cerilla. Reprimí las náuseas que me ascendían por la garganta y avancé unos metros en la dirección de las pisadas.

– ¿María?

Mi voz se transformó en un eco espectral cuyo efecto me heló la sangre; decidí cerrar la boca. Observé decenas de diminutos puntos rojos que se movían como insectos sobre un estanque. Ratas. La llama de las cerillas que no dejaba de encender las mantenía a una prudencial distancia.

Vacilaba si continuar adentrándome más o no, cuando oí una voz lejana. Miré por última vez hacia la entrada de la calle. Ni rastro de Florián. Escuché aquella voz de nuevo. Suspiré y puse rumbo a las tinieblas.

El túnel por el que avanzaba me hizo pensar en el tracto intestinal de una bestia. El suelo estaba recubierto por un arroyo de aguas fecales. Avancé sin más claridad que la que provenía de los fósforos. Empalmaba uno con otro, sin dejar que la oscuridad me rodease por completo. A medida que me adentraba en el laberinto mi olfato se fue acomodando al olor de las cloacas. Advertí también que la temperatura iba ascendiendo. Una humedad pegajosa se adhería a la piel, la ropa y el pelo.

Unos metros más allá, brillando sobre los muros, distinguí una cruz

pintada burdamente en rojo. Otras cruces similares marcaban las paredes. Me pareció ver algo brillar en el suelo. Me arrodillé a examinarlo y comprobé que se trataba de una fotografía. Reconocí la imagen al instante. Era uno de los retratos del álbum que habíamos encontrado en el invernadero. Había más fotografías en el suelo. Todas ellas provenían del mismo lugar. Algunas estaban desgarradas. Veinte pasos más adelante encontré el álbum, prácticamente destrozado.

Lo tomé y pasé las páginas vacías.

Parecía como si alguien hubiese estado buscando algo en él y, al no encontrarlo, lo hubiera hecho trizas con rabia.

Me hallaba en una encrucijada, una especie de cámara de distribución o convergencia de conductos. Alcé la vista y vi que la boca de otro pasadizo se abría justo sobre el punto donde yo me encontraba.

Creí identificar una rejilla. Alcé la cerilla hacia allí pero una bocanada de aire cenagoso que exhaló uno de los colectores extinguió la llama. En ese momento escuché algo desplazarse, lentamente, rozando los muros, gelatinoso. Sentí un escalofrío en la base de la nuca. Busqué otra cerilla en la oscuridad y traté de encenderla a ciegas, pero la llama no me prendía. Esta vez estaba seguro: algo se movía en los túneles, algo vivo que no eran ratas. Noté que me ahogaba. La pestilencia del lugar me golpeó brutalmente las fosas nasales. Un fósforo prendió en mis manos por fin. Al principio la llama me cegó. Luego vi algo reptando a mi encuentro. Desde todos los túneles. Unas figuras indefinidas se arrastraban como arañas por los conductos. La cerilla cayó de mis dedos temblorosos. Quise echar a correr, pero tenía los músculos clavados.

De repente, un rayo de luz rebanó las sombras, atrapando una visión fugaz de lo que me pareció un brazo extendiéndose hacia mí.

– ¡Oscar!

El inspector Florián corría en mi dirección. En una mano sostenía una linterna. En la otra, un revólver. Florián me alcanzó y barrió todos los rincones con el haz de la linterna. Ambos escuchamos el sonido escalofriante de aquellas siluetas retirándose, huyendo de la luz. Florián sostenía la pistola en alto.

– ¿Qué era eso?

Quise responder, pero me falló la voz.

– ¿Y qué demonios haces aquí abajo?

– Colector sector IvMaría… articulé.

– ¿Qué?

– Mientras le esperaba, vi a María Shelley lanzarse a las cloacas y…

– ¿La hija de Shelley? -preguntó Florián, desconcertado. ¿Aquí?

– Sí.

– ¿Y Claret?

– No lo sé. He seguido el rastro de pisadas hasta aquí…

Florián inspeccionó los muros que nos rodeaban. Una compuerta de hierro cubierta de óxido quedaba en un extremo de la galería. Frunció el ceño y se aproximó lentamente hacia allí. Me pegué a él.

– ¿Son éstos los túneles donde encontraron a Sentís?

Florián asintió en silencio, señalando hacia el otro extremo del túnel.

Esta red de colectores se extiende hasta el antiguo mercado del Borne. Sentís fue encontrado allí, pero había signos de que el cuerpo había sido arrastrado.

– Es allí donde está la vieja fábrica de la Velo Granell, ¿no?

Florián asintió de nuevo.

– ¿Cree usted que alguien está utilizando estos pasadizos subterráneos para moverse bajo la ciudad, desde la fábrica a…?

– Toma, sostén la linterna -me cortó Florián. Y esto.

"Esto" era su revólver. Se lo aguanté mientras él forzaba la compuerta de metal. El arma pesaba más de lo que había supuesto. Coloqué el dedo en el gatillo y la contemplé a la luz. Florián me lanzó una mirada asesina.

– No es un juguete, cuidado.

Ve haciendo el tonto y una bala te reventará la cabeza como si fuese una sandía.

La compuerta cedió. El hedor que se escapó del interior era indescriptible. Dimos unos pasos atrás, combatiendo la náusea.

– ¿Qué diablos hay ahí dentro? exclamó Florián.

Sacó un pañuelo y se cubrió la boca y la nariz con él. Le tendí su arma y sostuve la linterna.

Florián empujó la compuerta de una patada. Enfoqué hacia el interior. La atmósfera era tan espesa que apenas se distinguía nada. Florián tensó el percutor y avanzó hacia el umbral.