Claret se incorporó y nos indicó que le siguiéramos a través de un estrecho pasillo que conducía a una puerta. Extrajo una llave y la abrió. Al otro lado, había otra puerta idéntica y entre ambas, una pequeña cámara.
Para paliar la oscuridad que reinaba allí, Claret encendió una vela. Con otra llave, abrió la segunda puerta. Una corriente de aire inundó el pasillo e hizo silbar la llama del cirio. Sentí que Marina asía mi mano al tiempo que cruzábamos al otro lado. Una vez allí, nos detuvimos. La visión que se abría ante nosotros era fabulosa. El interior del Gran Teatro Real.
Pisos y pisos se alzaban hacia la gran cúpula. Los cortinajes de terciopelo pendían de los palcos, ondeando en el vacío. Grandes lámparas de cristal esperaban, sobre el patio de butacas, infinito y desierto, una conexión eléctrica que nunca llegó. Nos encontrábamos en una entrada lateral del escenario. Sobre nosotros, la tramoya ascendía hacia el infinito, un universo de telones, andamios, poleas y pasarelas que se perdía en las alturas.
– Por aquí -indicó Claret, guiándonos.
Cruzamos el escenario. Algunos instrumentos dormían en el foso de la orquesta. En el podio del director, una partitura cubierta por telarañas yacía abierta por la primera página. Más allá, la gran alfombra del pasillo central de la platea trazaba una carretera hacia ninguna parte. Claret se adelantó hasta una puerta iluminada y nos indicó que nos detuviésemos a la entrada. Marina y yo intercambiamos una mirada.
La puerta daba a un camerino.
Cientos de vestidos deslumbrantes pendían de soportes metálicos. Una pared estaba cubierta por espejos de candilejas. La otra estaba ocupada por decenas de viejos retratos que mostraban una mujer de belleza indescriptible. Eva Irinova, la hechicera de los escenarios. La mujer para quien Mijail Kolvenik había hecho construir aquel santuario. Fue entonces cuando la vi.
La dama de negro se contemplaba en silencio, su rostro velado frente al espejo. Al oír nuestros pasos, se volvió lentamente y asintió.
Sólo entonces Claret nos permitió pasar. Nos acercamos a ella como quien se aproxima a una aparición, con una mezcla de temor y fascinación. Nos detuvimos a un par de metros. Claret permanecía en el umbral de la puerta, vigilante. La mujer se enfrentó de nuevo al espejo, estudiando su imagen.
De pronto, con infinita delicadeza, se alzó el velo. Las escasas bombillas que funcionaban nos revelaron su rostro sobre el espejo, o lo que el ácido había dejado de él.
Hueso desnudo y piel ajada. Labios sin forma, apenas un corte sobre unas facciones desdibujadas.
Ojos que no podrían volver a llorar. Nos dejó contemplar el horror que normalmente ocultaba su velo durante un instante interminable.
Después, con la misma delicadeza con que había descubierto su rostro y su identidad, lo ocultó de nuevo y nos indicó que tomásemos asiento.
Transcurrió un largo silencio.
Eva Irinova alargó una mano hacia el rostro de Marina y lo acarició, recorriendo sus mejillas, sus labios, su garganta. Leyendo su belleza y su perfección con dedos temblorosos y anhelantes. Marina tragó saliva. La dama retiró la mano y pude ver sus ojos sin párpados brillar tras el velo. Sólo entonces empezó a hablar y a relatarnos la historia que había estado ocultando durante más de treinta años.
Capítulo 22
"Nunca llegué a conocer mi país más que en fotografías. Cuanto sé de Rusia procede de cuentos, habladurías y recuerdos de otras gentes. Nací en una barcaza que cruzaba el Rin, en una Europa destrozada por la guerra y el terror.
Supe años más tarde que mi madre me llevaba ya en el vientre cuando, sola y enferma, cruzó la frontera ruso polaca huyendo de la revolución. Murió al dar a luz. Nunca he sabido cuál era su nombre ni quién fue mi padre. La enterraron a orillas del río en una tumba sin marca, perdida para siempre. Una pareja de comediantes de San Petersburgo que viajaba en la barcaza, Sergei Glazunow y su hermana gemela Tatiana, se hizo cargo de mí por compasión y porque, según me dijo Sergei muchos años después, nací con un ojo de cada color y eso es señal de fortuna.
En Varsovia, gracias a las artes y los manejos de Sergei, nos unimos a una compañía circense que se dirigía a Viena. Mis primeros recuerdos son de aquellas gentes y sus animales. La carpa de un circo, los malabaristas y un faquir sordomudo llamado Vladimir que comía cristal, escupía fuego y siempre me regalaba pájaros de papel que construía como por arte de magia.
Sergei acabó por convertirse en el administrador de la compañía y nos establecimos en Viena.
El circo fue mi escuela y el hogar donde crecí. Ya por entonces sabíamos, sin embargo, que estaba condenado. La realidad del mundo empezaba a ser más grotesca que las pantomimas de los payasos y los osos danzarines. Pronto, nadie nos necesitaría. El siglo XX se había convertido en el gran circo de la historia.
Cuando apenas tenía siete u ocho años, Sergei dijo que ya era hora de que me ganase el sustento.
Pasé a formar parte del espectáculo, primero como mascota de los trucos de Vladimir y más tarde con un número propio en el que cantaba una canción de cuna a un oso que acababa por dormirse.
El número, que en principio estaba previsto como comodín para dar tiempo a la preparación de los trapecistas, resultó ser un éxito. A nadie le sorprendió más que a mí. Sergei decidió ampliar mi actuación. Así fue como acabé cantándole rimas a unos viejos leones famélicos y enfermos desde una plataforma de luces. Los animales y el público me escuchaban hipnotizados. En Viena se hablaba de la niña cuya voz amansaba a las bestias. Y pagaban por verla. Yo tenía nueve años.
Sergei no tardó en comprender que ya no necesitaba el circo. La niña de los ojos de dos colores había cumplido su promesa de fortuna. Formalizó los trámites para convertirse en mi tutor legal y anunció al resto de la compañía que nos íbamos a instalar por cuenta propia. Aludió al hecho de que un circo no era el lugar apropiado para criar a una niña. Cuando se descubrió que alguien había estado robando parte de la recaudación del circo durante años, Sergei y Tatiana acusaron a Vladimir, añadiendo además que se tomaba libertades ilícitas conmigo. Vladimir fue aprehendido por las autoridades y encarcelado, aunque nunca se encontró el dinero.
Para celebrar su independencia, Sergei compró un coche de lujo, un vestuario de dandi y joyas para Tatiana. Nos trasladamos a una villa que Sergei había alquilado en los bosques de Viena.
Nunca estuvo claro de dónde habían salido los fondos para pagar tanto lujo. Yo cantaba todas las tardes y noches en un teatro junto a la Opera, en un espectáculo titulado “El ángel de Moscú”. Fui bautizada como Eva Irinova, una idea de Tatiana, que había sacado el nombre de un folletín por entregas que se publicaba con cierto éxito en la prensa. Aquél fue el primero de muchos otros montajes similares.
A sugerencia de Tatiana, se me asignó un profesor de canto, un maestro de arte dramático y otro de danza. Cuando no estaba en un escenario, estaba ensayando. Sergei no me permitía tener amigos, salir de paseo, estar a solas ni leer libros. Es por tu bien, solía decir. Cuando mi cuerpo empezó a desarrollarse, Tatiana insistió en que yo debía tener una habitación para mí sola. Sergei accedió de mala gana, pero insistió en conservar la llave. A menudo volvía borracho a medianoche y trataba de entrar en mi habitación. La mayoría de las veces estaba tan ebrio que era incapaz de insertar la llave en la cerradura. Otras no. El aplauso de un público anónimo fue la única satisfacción que obtuve en aquellos años. Con el tiempo, llegué a necesitarlo más que el aire.
Viajábamos con frecuencia. Mi éxito en Viena había llegado a oídos de los empresarios de París, Milán y Madrid. Sergei y Tatiana siempre me acompañaban. Por supuesto, nunca vi un céntimo de la recaudación de todos aquellos conciertos ni sé qué se hizo del dinero. Sergei siempre tenía deudas y acreedores. La culpa, me acusaba amargamente, era mía. Todo se iba en cuidarme y en mantenerme. A cambio, yo era incapaz de agradecer todo lo que él y Tatiana habían hecho por mí. Sergei me enseñó a ver en mí a una chiquilla sucia, perezosa, ignorante y estúpida.