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Cuando supe lo sucedido, exigía Mijail que confirmase si había sido responsable de aquel ataque. Deseaba desesperadamente que me dijese que no. Me observó fijamente y me preguntó por qué dudaba de él. Me sentí morir. Todo aquel castillo de naipes de felicidad y esperanza parecía a punto de desmoronarse. Se lo pregunté de nuevo.

Mijail dijo que no. Que no era responsable de aquel ataque.

– Si lo fuese, ninguno de los dos estaría vivo -respondió fríamente.

Por aquel entonces contrató a uno de los mejores arquitectos de la ciudad para que construyese la torre junto al parque Güell siguiendo sus indicaciones. El coste no se discutió ni un instante.

Mientras la torre estaba en construcción, Mijail alquiló toda una planta del viejo Hotel Colón en la plaza Cataluña. Allí nos instalamos temporalmente. Por primera vez en mi vida descubrí que era posible tener tantos sirvientes que una no podía recordar el nombre de todos ellos. Mijail sólo tenía un ayudante, Luis, su chofer.

Los joyeros de Bagués me visitaban en mis habitaciones. Los mejores modistos tomaban mis medidas para crearme un guardarropía de emperatriz. Abrió cuenta sin límite a mi nombre en los mejores establecimientos de Barcelona. Gentes a quienes nunca había visto me saludaban con reverencias en la calle o en el vestíbulo del hotel. Recibía invitaciones para bailes de gala en los palacios de familias cuyo nombre jamás había visto excepto en la prensa de sociedad. Yo tenía apenas veinte años. Jamás había tenido en las manos dinero suficiente para comprar un billete de tranvía. Soñaba despierta. Empecé a sentirme abrumada por tanto lujo y por el despilfarro a mi alrededor. Cuando se lo explicaba a Mijail, él me respondía que el dinero no tiene importancia, a menos que se carezca de él.

Pasábamos los días juntos, paseando por la ciudad, en el casino del Tibidabo, aunque nunca vi a Mijail jugar una sola moneda, en el Liceo… Al atardecer volvíamos al Hotel Colón y Mijail se retiraba a sus habitaciones.

Empecé a advertir que, muchas noches, Mijail salía de madrugada y no volvía hasta el amanecer. Según él, tenía que atender asuntos de trabajo. Pero las murmuraciones de la gente crecían. Sentía que me iba a casar con un hombre al que todos parecían conocer mejor que yo. Oía a las criadas hablar a mis espaldas. Veía a la gente examinarme con lupa tras su sonrisa hipócrita en la calle. Lentamente, me fui transformando en prisionera de mis propias sospechas. Y una idea empezó a martirizarme. Todo aquel lujo, aquel derroche material a mi alrededor me hacía sentir como una pieza más del mobiliario. Un capricho más de Mijail. Él podía comprarlo todo: el Teatro Real, a Sergei, automóviles, joyas, palacios. Y a mí. Ardía de ansiedad al verle partir cada noche de madrugada, convencida de que corría a los brazos de otra mujer.

Una noche decidí seguirle y acabar con aquella charada.

Sus pasos me guiaron hasta el viejo taller de la Velo Granell junto al mercado del Borne. Mijail había acudido solo. Tuve que colarme por una diminuta ventana en un callejón. El interior de la fábrica me pareció un escenario de pesadilla. Cientos de pies, manos, brazos, piernas, ojos de cristal flotaban en las naves…, piezas de repuesto para una humanidad rota y miserable. Recorrí aquel lugar hasta llegar a una gran sala a oscuras ocupada por enormes tanques de cristal en cuyo interior flotaban siluetas indefinidas. En el centro de la sala, en la penumbra, Mijail me observaba desde una silla, fumando un cigarro.

– No deberías haberme seguido dijo sin ira en la voz.

Argumenté que no podía casarme con un hombre del cual sólo había visto una mitad, un hombre de quien sólo conocía sus días y no sus noches.

– Tal vez lo que averigües no te guste me insinuó.

Le dije que no me importaba el qué o el cómo. No me importaba lo que hiciese o si los rumores sobre él eran ciertos. Sólo quería formar parte de su vida por completo. Sin sombras. Sin secretos. Asintió y supe lo que aquello significaba: cruzar un umbral sin retorno.

Cuando Mijail encendió las luces de la sala, desperté de mi sueño de aquellas semanas. Estaba en el infierno. Los tanques de formol contenían cadáveres que giraban en un macabro ballet. Sobre una mesa metálica yacía el cuerpo desnudo de una mujer diseccionada desde el vientre a la garganta. Los brazos estaban extendidos en cruz y advertí que las articulaciones de sus brazos y sus manos eran piezas de madera y metal. Unos tubos descendían por su garganta y cables de bronce se hundían en las extremidades y en las caderas. La piel era

translúcida, azulada como la de un pez. Observé a Mijail, sin habla mientras él se acercaba al cuerpo y lo contemplaba con tristeza.

– Esto es lo que hace la naturaleza con sus hijos. No hay mal en el corazón de los hombres, sino una simple lucha por sobrevivir a lo inevitable. No hay más demonio que la madre naturaleza… Mi trabajo, todo mi esfuerzo, no es más que un intento por burlar el gran sacrilegio de la creación…

Le vi tomar una jeringuilla y llenarla con un líquido esmeralda que guardaba en un frasco. Nuestros ojos se encontraron brevemente y entonces Mijail hundió la aguja en el cráneo del cadáver. Vació el contenido. La retiró y permaneció inmóvil un instante, observando el cuerpo inerte. Segundos más tarde sentí que se me helaba la sangre.

Las pestañas de uno de los párpados estaban temblando. Escuché el sonido de los engranajes de las articulaciones de madera y metal.

Los dedos aletearon. Súbitamente, el cuerpo de la mujer se irguió con una sacudida violenta. Un alarido animal inundó la sala, ensordecedor. Hilos de espuma blanca descendían de los labios negros, tumefactos. La mujer se desprendió de los cables que perforaban su piel y cayó al suelo como un títere roto.

Aullaba como un lobo herido. Alzó la cara y clavó sus ojos en mí.

Fui incapaz de apartar la vista del horror que leí en ellos. Su mirada desprendía una fuerza animal escalofriante. Quería vivir.

Me sentí paralizada. A los pocos segundos el cuerpo quedó de nuevo inerte, sin vida. Mijail, que había presenciado todo el suceso impasible, tomó un sudario y cubrió el cadáver.

Se acercó a mí y tomó mis manos temblorosas. Me miró como si quisiera ver en mis ojos si iba a ser capaz de seguir a su lado después de lo que había presenciado.

Quise encontrar palabras para expresar mi miedo, para decirle cuán equivocado estaba… Todo lo que conseguí fue balbucear que me sacase de aquel lugar. Así lo hizo.

Regresamos al Hotel Colón. Me acompañó a mi habitación, me hizo subir una taza de caldo caliente y me arropó mientras la tomaba.

– La mujer que has visto esta noche murió hace seis semanas bajo las ruedas de un tranvía. Saltó para salvar a un niño que jugaba en las vías y no pudo evitar el impacto. Las ruedas le segaron los brazos a la altura del codo. Murió en la calle. Nadie sabe su nombre.

Nadie la reclamó. Hay docenas como ella. Cada día…

– Mijail, no lo comprendes… Tú no puedes hacer el trabajo de Dios…

Me acarició la frente y me sonrió tristemente, asintiendo.

– Buenas noches -dijo.

Se dirigió a la puerta y se detuvo antes de salir.

– Si mañana no estas aquí -dijo, lo comprenderé.

Dos semanas más tarde, nos casamos en la catedral de Barcelona.

Capítulo 23

Mijail deseaba que aquel día fuese especial para mí. Hizo que toda la ciudad se transformase en el decorado de un cuento de hadas.

Mi reinado de emperatriz en aquel mundo de ensueño acabó para siempre en los peldaños de la avenida de la catedral. Ni siquiera llegué a oír los gritos del gentío. Como un animal salvaje que salta de la maleza, Sergei emergió de entre la multitud y me lanzó un frasco de ácido a la cara. El ácido devoró mí piel, mis párpados y mis manos.