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Allí fue donde la joven madre dio a luz gemelos: Andrej y Mijail. Andrej llegó al mundo marcado por una terrible enfermedad. Sus huesos no conseguían solidificarse y su cuerpo crecía sin forma ni estructura. Uno de los habitantes de los túneles, un médico perseguido por la justicia, le explicó que la enfermedad era incurable. El fin era sólo una cuestión de tiempo. Sin embargo, su hermano Mijail era un muchacho de inteligencia despierta y carácter retraído que soñaba con abandonar algún día los túneles y emerger al mundo de la superficie. A menudo fantaseaba con la idea de que tal vez él era el Mesías esperado. Nunca supo quién había sido su padre, así que en su mente adoptó para ese papel al Príncipe de los Mendigos, a quien creía escuchar en sus sueños.

No había en él signos aparentes del terrible mal que acabaría con la vida de su hermano. Efectivamente, Andrej murió a los siete años sin haber salido jamás de las alcantarillas. Cuando su gemelo falleció, su cuerpo fue entregado a las corrientes subterráneas siguiendo el ritual de las gentes de los túneles.

Mijail preguntó a su madre por qué había sucedido algo así.

– Es la voluntad de Dios, Mijail -le respondió su madre.

Mijail nunca olvidaría aquellas palabras. La muerte del pequeño Andrej fue un golpe que su madre no llegó a superar. Durante el invierno siguiente, enfermó de neumonía. Mijail estuvo a su lado hasta el último momento, sosteniendo su mano temblorosa. Tenía veintiséis años y el rostro de una anciana.

– ¿Es ésta la voluntad de Dios, madre? preguntó Mijail a un cuerpo sin vida.

Nunca obtuvo respuesta.

Días más tarde el joven Mijail emergió a la superficie. Ya nada le ataba al mundo subterráneo. Muerto de hambre y frío, buscó refugio en un portal. El azar quiso que un médico que volvía de una visita, Antonin Kolvenik, le encontrase allí. El doctor le recogió y le llevó a una taberna donde le hizo comer caliente.

– ¿Cómo te llamas, muchacho?

– Mijail, señor.

Antonin Kolvenik palideció.

– Tuve un hijo que se llamaba como tú. Murió. ¿Dónde está tu familia?

– No tengo familia.

– ¿Dónde está tu madre?

– Dios se la ha llevado.

El doctor asintió gravemente. Tomó su maletín y extrajo un artilugio que a Mijail le dejó boquiabierto. Mijail entrevió otros instrumentos en el interior. Relucientes. Prodigiosos. El doctor posó el extraño chisme sobre su pecho y se llevó dos extremos a los oídos.

– ¿Qué es eso?

– Sirve para escuchar lo que dicen tus pulmones… Respira hondo.

– ¿Es usted un mago? -Preguntó Mijail, atónito.

El doctor sonrió.

– No, no soy un mago. Sólo soy un médico.

– ¿Cuál es la diferencia?

Antonin Kolvenik había perdido a su esposa y a su hijo en un brote de cólera años atrás. Ahora vivía solo, mantenía una modesta consulta como cirujano y una pasión por las obras de Richard Wagner.

Observó a aquel muchacho andrajoso con curiosidad y compasión. Mijail blandió aquella sonrisa que ofrecía lo mejor de él.

El doctor Kolvenik decidió tomarle bajo su protección y llevarle a vivir a su casa. Allí pasó los siguientes diez años. Del buen doctor recibió una educación, un hogar y un nombre. Mijail era apenas un adolescente cuando empezó a asistir a su padre adoptivo en sus operaciones y a aprender los misterios del cuerpo humano. La misteriosa voluntad de Dios se mostraba a través de complejos armazones de carne y hueso, animados por una chispa de magia incomprensible.

Mijail absorbía aquellas lecciones ávidamente, con la certeza de que en aquella ciencia había un mensaje que esperaba ser descubierto.

Todavía no había cumplido los veinte años, cuando la muerte volvió a visitar a Mijail. La salud del viejo doctor flaqueaba desde hacía tiempo. Un ataque cardíaco destrozó la mitad de su corazón una Nochebuena mientras planeaban hacer un viaje para que Mijail conociese el sur de Europa. Antonin Kolvenik se moría. Mijail se juró que esta vez la muerte no se lo arrebataría.

– Mi corazón está cansado, Mijail -decía el viejo doctor. Es hora de ir al encuentro de mi Frida y mi otro Mijail…

– Yo le daré otro corazón, padre.

El doctor sonrió. Aquel extraño joven y sus extravagantes ocurrencias… La única razón por la que temía abandonar este mundo era que iba a dejarle solo y desvalido. Mijail no tenía más amigos que los libros. ¿Qué iba a ser de él?

– Ya me has dado diez años de compañía, Mijail -le dijo. Ahora debes pensar en ti. En tu futuro.

– No le voy a dejar morir, padre.

– Mijail, ¿te acuerdas de aquel día, cuando me preguntaste cuál era la diferencia entre un médico y un mago? Pues bien, Mijail, no hay magia. Nuestro cuerpo empieza a destruirse desde que nace. Somos frágiles. Criaturas pasajeras. Cuanto queda de nosotros son nuestras acciones, el bien o el mal que hacemos a nuestros semejantes. ¿Comprendes lo que quiero decirte, Mijail?

“Diez días más tarde, la policía encontró a Mijail cubierto de sangre, llorando junto al cadáver del hombre al que había aprendido a llamar padre. Los vecinos habían alertado a las autoridades al sentir un extraño olor y al escuchar los aullidos del joven. El informe policial concluyó que Mijail, perturbado por la muerte del doctor, le había diseccionado y había tratado de reconstruir su corazón utilizando un mecanismo de válvulas y engranajes. Mijail fue internado en el manicomio de Praga, de donde escapó dos años más tarde fingiéndose muerto. Cuando las autoridades acudieron al depósito de cadáveres a buscar su cuerpo, encontraron sólo una sábana blanca y mariposas negras volando a su alrededor.

“Mijail llegó a Barcelona con las semillas de su locura y del mal que se le manifestaría años más tarde. Mostraba poco interés por las cosas materiales y por la compañía de la gente. Nunca se enorgulleció de la fortuna que amasó. Solía decir que nadie merece tener un céntimo más de lo que estaba dispuesto a ofrecer a quienes lo necesitan más que él. La noche que le conocí, Mijail me dijo que, por alguna razón, la vida suele brindarnos aquello que no buscamos en ella. A él le trajo fortuna, fama y poder. Su alma sólo ansiaba paz de espíritu, poder acallar las sombras que albergaba su corazón…

“En los meses que siguieron al incidente en su estudio, Shelley, Luis y yo nos confabulamos para mantener a Mijail alejado de sus obsesiones y distraerle. No era tarea fácil. Mijail siempre sabía cuándo le mentíamos, aunque no lo dijese. Nos seguía la corriente, fingiendo docilidad y mostrando resignación respecto a su enfermedad… Cuando le miraba a los ojos, sin embargo, leía en ellos la negrura que estaba inundando su alma. Había dejado de confiar en nosotros.

“Las condiciones de miseria en que vivíamos empeoraron. Los bancos habían embargado nuestras cuentas y los bienes de la Velo Granell habían sido confiscados por el gobierno. Sentís, que creía que sus manejos iban a convertirle en el dueño absoluto de la empresa, se encontró en la ruina. Cuanto obtuvo fue el antiguo piso de Mijail en la calle Princesa. Nosotros sólo pudimos conservar aquellas propiedades que Mijail había puesto a mi nombre: el Gran Teatro Real, esta tumba inservible en la que acabé refugiándome, y un invernadero junto a los ferrocarriles de Sarriá que Mijail había utilizado en el pasado como taller para sus experimentos personales.

“Para comer, Luis se encargó de vender mis joyas y mis vestidos al mejor postor. Mi ajuar de novia, que nunca llegué a utilizar, se convirtió en nuestra manutención. Mijail y yo apenas hablábamos. Él vagaba por nuestra mansión como un espectro, cada vez más deformado. Sus manos eran incapaces de sostener un libro. Sus ojos leían con dificultad. Ya no le escuchaba llorar. Ahora simplemente se reía. Su risa amarga a medianoche me helaba la sangre. Con sus manos atrofiadas escribía en un cuaderno con letra ilegible páginas y páginas cuyo contenido desconocíamos.