– “Por eso nunca se encontraron balas” -recordé las palabras de Florián. El cuerpo de Kolvenik absorbió todos los impactos…
La anciana dama asintió.
– Los cuerpos de los policías fueron encontrados despedazados -dijo. Nadie se explicaba lo que había sucedido. Excepto Shelley, Luis y yo. Mijail había regresado. En los días siguientes, todos los miembros del antiguo comité de dirección de la Velo Granell que le habían traicionado encontraron la muerte en circunstancias poco claras. Sospechábamos que Mijail se ocultaba en las alcantarillas y utilizaba sus túneles para desplazarse por la ciudad. No era un mundo desconocido para él. Sólo quedaba un interrogante. ¿Por qué motivo había acudido a la fábrica?
“Una vez más, sus cuadernos de trabajo nos dieron la respuesta: el suero. Necesitaba inyectarse el suero para mantenerse vivo. Las reservas del torreón habían sido destruidas y las que conservaba en el invernadero sin duda se le habían agotado.
El doctor Shelley sobornó a un oficial de la policía para poder entrar en la fábrica. Allí encontramos un armario con los dos últimos frascos de suero. Shelley guardó uno en secreto.
Después de una vida entera combatiendo la enfermedad, la muerte y el dolor, no era capaz de destruir aquel suero. Necesitaba estudiarlo, desvelar sus secretos…
Al analizarlo, consiguió sintetizar un compuesto a base de mercurio con el que pretendía neutralizar su poder. Impregnó doce balas de plata con ese compuesto y las guardó, esperando no tener que emplearlas jamás.
Comprendí que aquéllas eran las balas que Shelley entregó a Luis Claret. Yo seguía vivo gracias a ellas.
– ¿Y Mijail? -preguntó Marina. Sin el suero…
– Encontramos su cadáver en una alcantarilla bajo el Barrio Gótico -dijo Eva Irinova. Lo que quedaba de él, pues se había convertido en un engendro infernal que hedía a la carroña putrefacta con la que se había construido…
La anciana alzó la vista hacia su viejo amigo Luis. El chofer tomó la palabra y completó la historia.
– Enterramos el cuerpo en el cementerio de Sarriá, en una tumba sin nombre explicó. Oficialmente, el señor Kolvenik había muerto un año atrás. No podíamos desvelar la verdad. Si Sentís descubría que la señora seguía viva, no descansaría hasta destruirla también.
Nos condenamos a nosotros mismos a una vida secreta en este lugar…
Durante años, creí que Mijail descansaba en paz. Acudía allí el último domingo de cada mes, como el día en que le conocí, para visitarle y recordarle que pronto, muy pronto, volveríamos a reunirnos… Vivíamos en un mundo de recuerdos y, sin embargo, nos olvidamos de algo esencial…
– ¿De qué? -pregunté.
– De María, nuestra hija.
Marina y yo intercambiamos una mirada. Recordé que Shelley había tirado la fotografía que le habíamos mostrado a las llamas. La niña que aparecía en aquella imagen era María Shelley.
Al llevarnos el álbum del invernadero, habíamos robado a Mijail Kolvenik el único recuerdo que tenía de la hija que no había llegado a conocer.
– Shelley crió a María como hija suya, pero ella siempre intuyó que la historia que el doctor le había explicado no era cierta, eso de que su madre había muerto al dar a luz… Shelley nunca supo mentir. Con el tiempo, María encontró los viejos cuadernos de Mijail en el estudio del doctor y reconstruyó la historia que os he explicado.
María nació con la locura de su padre. Recuerdo que, el día que le anuncié a Mijail que estaba embarazada, él sonrió. Aquella sonrisa me llenó de inquietud, aunque entonces no supe por qué. Sólo años más tarde descubrí en los escritos de Mijail que la mariposa negra de las alcantarillas se alimenta de sus propias crías y que, al enterrarse para morir, lo hace con el cuerpo de una de sus larvas, a la que devora al resucitar…
“Cuando vosotros descubristeis el invernadero al seguirme desde el cementerio, también María encontró al fin lo que llevaba años buscando. El frasco de suero que Shelley ocultaba… Y treinta años después, Mijail volvió de la muerte. Ha estado alimentándose de ella desde entonces, rehaciéndose de nuevo con los pedazos de otros cuerpos, adquiriendo fuerza, creando a otros como él…
Tragué saliva y recordé lo que había visto la noche anterior en los túneles.
– Cuando comprendí lo que estaba sucediendo -continuó la dama, quise advertir a Sentís de que él sería el primero en caer. Para no desvelar mi identidad, te utilicé a ti, Oscar, con aquella tarjeta.
Creí que, al verla y al oír lo poco que vosotros sabíais, el miedo le haría reaccionar y se protegería. Una vez más, sobreestimé al viejo mezquino… Quiso ir al encuentro de Mijail y destruirle. Arrastró a Florián con él…
Luis acudió al cementerio de Sarriá y comprobó que la tumba estaba vacía. Al principio sospechamos que Shelley nos había traicionado. Creíamos que era él quien había estado visitando el invernadero, construyendo nuevas criaturas… Tal vez no quería morir sin comprender los misterios que Mijail había dejado sin explicación…
“Nunca estuvimos seguros acerca de él. Cuando comprendimos que estaba protegiendo a María, era demasiado tarde… Ahora Mijail vendrá a por nosotros.
– ¿Por qué? -preguntó Marina. ¿Por qué habría de volver a este lugar?
La dama desabrochó en silencio los dos botones superiores de su vestido y extrajo la cadena de una medalla. La cadena sostenía un frasco de cristal en cuyo interior relucía un líquido de color esmeralda.
– Por esto -dijo.
Capítulo 24
Estaba contemplando al trasluz el frasco de suero cuando lo escuché. Marina también lo había oído. Algo se arrastraba sobre la cúpula del teatro.
– Están aquí -dijo Luis Claret desde la puerta, con la voz sombría.
Eva Irinova, sin mostrar sorpresa, guardó de nuevo el suero. Vi cómo Luis Claret sacaba su revólver y comprobaba el cargador. Las balas de plata que le había dado Shelley brillaban en el interior.
– Ahora debéis marcharos -nos ordenó Eva Irinova. Ya sabéis la verdad. Aprended a olvidarla.
Su rostro estaba oculto tras el velo y su voz mecánica carecía de expresión. Se me hizo imposible deducir la intención de sus palabras.
– Su secreto está a salvo con nosotros -dije de todas formas.
– La verdad siempre está a salvo de la gente -replicó Eva Irinova. Marchaos ya.
Claret nos indicó que le siguiéramos y abandonamos el camerino. La luna proyectaba un rectángulo de luz plateada sobre el escenario a través de la cúpula cristalina. Sobre él, recortadas como sombras danzantes, se apreciaban las siluetas de Mijail Kolvenik y sus criaturas. Alcé la vista y me pareció distinguir casi una docena de ellos.
– Dios mío… -murmuró Marina junto a mí.
Claret estaba mirando en la misma dirección. Vi miedo en su mirada. Una de las siluetas descargó un golpe brutal sobre el techo. Claret tensó el percutor de su revólver y apuntó. La criatura seguía golpeando y en cuestión de segundos el vidrio cedería.
– Hay un túnel bajo el foso de la orquesta que cruza la platea hasta el vestíbulo -nos informó Claret sin apartar los ojos de la cúpula. Encontraréis una trampilla bajo la escalinata principal que da a un pasadizo. Seguidlo hasta una salida de incendios…
– ¿No sería más fácil volver por donde hemos venido? -pregunté. A través de su piso…
– No. Ya han estado allí…
Marina me agarró y tiró de mí. -Hagamos lo que dice, Oscar.
Miré a Claret. En sus ojos se podía leer la fría serenidad de quien va al encuentro de la muerte con el rostro descubierto. Un segundo más tarde, la lámina de cristal de la cúpula estalló en mil pedazos y una criatura lobuna se abalanzó sobre el escenario, aullando. Claret le disparó al cráneo y acertó de pleno, pero arriba se recortaban ya las siluetas de los demás engendros.