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Tenía una novia deslumbrante que se llamaba Lulú. Lulú lucía una colección de minifaldas y medias de seda negras que quitaban el aliento. Le visitaba todos los sábados y a menudo pasaba a saludarnos y a preguntar si el bruto de su novio se portaba bien. Yo siempre me ponía colorado como un pimiento cuando Lulú me dirigía la palabra.

Marina me tomaba el pelo y solía decir que, si la miraba tanto, se me pondría cara de liguero.

Lulú y el doctor Rojas se casaron en abril. Cuando el médico volvió de su breve luna de miel en Menorca una semana más tarde, estaba como un fideo. Las enfermeras se partían de risa con sólo mirarle.

Durante unos meses ése fue mi mundo. Las clases del internado eran un interludio que pasaba en blanco. Rojas se mostraba optimista sobre el estado de Marina. Decía que era fuerte, joven, y que el tratamiento estaba dando resultado.

Germán y yo no sabíamos cómo agradecérselo. Le regalábamos puros, corbatas, libros y hasta una pluma Mont Blanc. Él protestaba y argumentaba que únicamente hacia su trabajo, pero a ambos nos constaba que metía más horas que ningún otro médico en la planta.

A finales de abril Marina ganó un poco de peso y de color. Dábamos pequeños paseos por el corredor y, cuando el frío empezó a emigrar, salíamos un rato al claustro del hospital. Marina seguía escribiendo en el libro que le había regalado, aunque no me dejaba leer ni una línea.

– ¿Por dónde vas? preguntaba yo.

– Es una pregunta tonta.

– Los tontos hacen preguntas tontas. Los listos las responden. ¿Por dónde vas?

Nunca me lo decía. Intuía que escribir la historia que habíamos vivido juntos tenía un significado especial para ella. En uno de nuestros paseos por el claustro me dijo algo que me puso la piel de gallina.

– Prométeme que, si me pasa cualquier cosa, acabarás tú la historia.

– La acabarás tú -repliqué yo y además me la tendrás que dedicar.

Mientras tanto la pequeña catedral de madera crecía y, aunque doña Carmen decía que le recordaba al incinerador de basuras de San Adrián del Besós, para entonces la aguja de la bóveda se perfilaba perfectamente.

Germán y yo empezamos a hacer planes para llevar a Marina de excursión a su lugar favorito, aquella playa secreta entre Tossa y Sant Feliu de Guíxols, tan pronto pudiera salir de allí. El doctor Rojas, siempre prudente, nos dio como fecha aproximada mediados de mayo.

En aquellas semanas aprendí que se puede vivir de esperanza y poco más.

El doctor Rojas era partidario de que Marina pasara el mayor tiempo posible andando y haciendo ejercicio por el recinto del hospital.

– Arreglarse un poco le vendrá bien -dijo.

Desde que estaba casado, Rojas se había convertido en un experto en cuestiones femeninas, o eso creía él. Un sábado me envió con su esposa Lulú a comprar una bata de seda para Marina. Era un regalo y la pagó de su propio bolsillo.

Acompañé a Lulú a una tienda de lencería en la Rambla de Cataluña, junto al cine Alexandra. Las dependientas la conocían. Seguí a Lulú por toda la tienda, observándola calibrar un sinfín de ingenios de corsetería que le ponían a uno la imaginación a cien. Aquello era infinitamente más estimulante que el ajedrez.

– ¿Le gustará esto a tu novia? -me preguntaba Lulú, relamiéndose aquellos labios encendidos de carmín.

No le dije que Marina no era mi novia. Me enorgullecía que alguien pudiera creer que lo era. Además, la experiencia de comprar ropa interior de mujer con Lulú resultó ser tan embriagadora que me limité a asentir a todo como un bobo. Cuando se lo expliqué a Germán, se rió de buena gana y me confesó que él también encontraba a la esposa del doctor altamente peligrosa para la salud. Era la primera vez en meses que le veía reír.

Una mañana de sábado, mientras nos preparábamos para ir al hospital, Germán me pidió que subiera a la habitación de Marina a ver si era capaz de encontrar un frasco de su perfume favorito. Mientras buscaba en los cajones de la cómoda, encontré una cuartilla de papel doblada en el fondo. La abrí y reconocí la caligrafía de Marina al instante. Hablaba de mí. Estaba llena de tachaduras y párrafos borrados. Sólo habían sobrevivido estas líneas:

Mi amigo Oscar es uno de esos príncipes sin reino que corren por ahí esperando que los beses para transformarse en sapo. Lo entiende todo al revés y por eso me gusta tanto. La gente que piensa que lo entiende todo a derechas hace las cosas a izquierdas, y eso, viniendo de una zurda, lo dice todo.

Me mira y se cree que no le veo. Imagina que me evaporaré si me toca y que, si no lo hace, se va a evaporar él. Me tiene en un pedestal tan alto que no sabe cómo subirse. Piensa que mis labios son la puerta del paraíso, pero no sabe que están envenenados. Yo soy tan cobarde que, por no perderle, no se lo digo. Finjo que no le veo y que sí, que me voy a evaporar…

Mi amigo Oscar es uno de esos príncipes que harían bien manteniéndose alejados de los cuentos y de las princesas que los habitan. No sabe que es el príncipe azul quien tiene que besar a la bella durmiente para que despierte de su sueño eterno, pero eso es porque Oscar ignora que todos los cuentos son mentiras, aunque no todas las mentiras son cuentos. Los príncipes no son azules y las durmientes, aunque sean bellas, nunca despiertan de su sueño.

Es el mejor amigo que nunca he tenido y, si algún día me tropiezo con Merlín, le daré las gracias por haberlo cruzado en mi camino.

Guardé la cuartilla y bajé a reunirme con Germán. Se había colocado un corbatín especial y estaba más animado que nunca. Me sonrió y le devolví la sonrisa.

Aquel día durante el camino en taxi resplandecía el sol. Barcelona vestía galas que embobaban a turistas y nubes, y también ellas se paraban a mirarla. Nada de eso consiguió borrar la inquietud que aquellas líneas habían clavado en mi mente. Era el primer día de mayo de 1980.

Capítulo 28

Aquella mañana encontramos la cama de Marina vacía, sin sábanas.

No había ni rastro de la catedral de madera ni de sus cosas. Cuando me volví, Germán ya salía corriendo en busca del doctor Rojas. Fui tras él. Lo encontramos en su despacho con aspecto de no haber dormido.

– Ha tenido un bajón dijo escuetamente.

Nos explicó que la noche anterior, apenas un par de horas después de que nos hubiésemos ido, Marina había sufrido una insuficiencia respiratoria y que su corazón había estado parado durante treinta y cuatro segundos. La habían reanimado y ahora estaba en la unidad de vigilancia intensiva, inconsciente. Su estado era estable y Rojas confiaba en que pudiera salir de la unidad en menos de veinticuatro horas, aunque no nos quería infundir falsas esperanzas.

Observé que las cosas de Marina, su libro, la catedral de madera y aquella bata que no había llegado a estrenar, estaban en la repisa de su despacho.

– ¿Puedo ver a mi hija? -preguntó Germán.

Rojas personalmente nos acompañó a la UVI. Marina estaba atrapada en una burbuja de tubos y máquinas de acero más monstruosa y más real que cualquiera de las invenciones de Mijail Kolvenik.

Yacía como un simple pedazo de carne al amparo de magias de latón.

Y entonces vi el verdadero rostro del demonio que atormentaba a Kolvenik y comprendí su locura.

Recuerdo que Germán rompió a llorar y que una fuerza incontrolable me sacó de aquel lugar. Corrí y corrí sin aliento hasta llegar a unas ruidosas calles repletas de rostros anónimos que ignoraban mi sufrimiento. Vi en torno a mí un mundo al que nada le importaba la suerte de Marina. Un universo en el que su vida era una simple gota de agua entre las olas. Sólo se me ocurrió un lugar al que acudir.

El viejo edificio de las Ramblas seguía en su pozo de oscuridad. El doctor Shelley abrió la puerta sin reconocerme. El piso estaba cubierto de escombros y hedía a viejo. El doctor me miró con ojos desorbitados, idos. Le acompañé a su estudio y le hice sentar junto a la ventana. La ausencia de María flotaba en el aire y quemaba. Toda la altivez y el mal carácter del doctor se habían desvanecido. No quedaba en él más que un pobre anciano, solo y desesperado.