Nos incorporamos para comprobar la verdadera naturaleza de aquellos seres. Títeres. Figuras de madera, metal y cerámica. Estaban suspendidas por mil cables de una tramoya. La palanca que había accionado Marina sin querer había liberado el mecanismo de poleas que las sostenía. Las figuras se habían detenido a tres palmos del suelo. Se movían en un macabro ballet de ahorcados.
– ¿Qué demonios…? -exclamó Marina.
Observé aquel grupo de muñecos. Reconocí una figura ataviada de mago, un policía, una bailarina, una gran dama vestida de granate, un forzudo de feria… Todos estaban construidos a escala real y vestían lujosas galas de baile de disfraces que el tiempo había convertido en harapos. Pero había algo en ellos que los unía, que les confería una extraña cualidad que delataba su origen común.
– Están inacabadas -descubrí.
Marina comprendió en el acto a qué me refería. Cada uno de aquellos seres carecía de algo. El policía no tenía brazos. La bailarina no tenía ojos, tan sólo dos cuencas vacías. El mago no tenía boca, ni manos… Contemplamos las figuras balanceándose en la luz espectral. Marina se aproximó a la bailarina y la observó cuidadosa mente. Me indicó una pequeña marca sobre la frente, justo bajo el nacimiento de su pelo de muñeca. La mariposa negra, de nuevo. Marina alargó la mano hasta aquella marca. Sus dedos rozaron el cabello y Marina retiró la mano bruscamente. Observé su gesto de repugnancia.
– El pelo… es de verdad -dijo.
Imposible.
Procedimos a examinar cada una de las siniestras marionetas y encontramos la misma marca en todas ellas. Accioné otra vez la palanca y el sistema de poleas alzó de nuevo los cuerpos. Viéndolos ascender así, inertes, pensé que eran almas mecánicas que acudían a unirse con su creador.
– Ahí parece que hay algo -dijo Marina a mi espalda.
Me volví y la vi señalando hacia un rincón del invernadero, donde se distinguía un viejo escritorio. Una fina capa de polvo cubría su superficie. Una araña correteaba dejando un rastro de diminutas huellas. Me arrodillé y soplé la película de polvo. Una nube gris se elevó en el aire. Sobre el escritorio yacía un tomo encuadernado en piel, abierto por la mitad. Con una caligrafía pulcra, podía leerse al pie de una vieja fotografía de color sepia pegada al papeclass="underline" "Arles, 1903”. La imagen mostraba a dos niñas siamesas unidas por el torso. Luciendo vestidos de gala, las dos hermanas ofrecían para la cámara la sonrisa más triste del mundo.
Marina volvió las páginas. El cuaderno era un álbum de antiguas fotografías, normal y corriente. Pero las imágenes que contenía no tenían nada de normal y nada de corriente. La imagen de las niñas siamesas había sido un presagio. Los dedos de Marina giraron hoja tras hoja para contemplar, con una mezcla de fascinación y repulsión, aquellas fotografías. Eché un vistazo y sentí un extraño hormigueo en la espina dorsal.
– Fenómenos de la naturaleza… -murmuró Marina. Seres con malformaciones, que antes se desterraban a los circos…
El poder turbador de aquellas imágenes me golpeó con un latigazo. El reverso oscuro de la naturaleza mostraba su rostro monstruoso. Almas inocentes atrapadas en el interior de cuerpos horriblemente de formados.
Durante minutos pasamos las páginas de aquel álbum en silencio. Una a una, las fotografías nos mostraban, siento decirlo, criaturas de pesadilla. Las abominaciones físicas, sin embargo, no conseguían velar las miradas de desolación, de horror y soledad que ardían en aquellos rostros.
Dios mío… susurró Marina.
Las fotografías estaban fechadas, citando el año y la procedencia de la fotografía: Buenos Aires, 1893. Bombay, 1911. Turín, 1930. Praga, 1933… Me resultaba difícil adivinar quién, y por qué, habría recopilado semejante colección. Un catálogo del infierno. Finalmente Marina apartó la mirada del libro y se alejó hacia las sombras. Traté de hacer lo mismo, pero me sentía incapaz de desprenderme del dolor y el horror que respiraban aquellas imágenes. Podría vivir mil años y seguiría recordando la mirada de cada una de aquellas criaturas. Cerré el libro y me volví hacia Marina. La escuché suspirar en la penumbra y me sentí insignificante, sin saber qué hacer o qué decir. Algo en aquellas fotografías la había turbado profundamente.
– ¿Estás bien…? -pregunté.
Marina asintió en silencio, con los ojos casi cerrados. Súbitamente, algo resonó en el recinto. Exploré el manto de sombras que nos rodeaba. Escuché de nuevo aquel sonido inclasificable. Hostil. Maléfico. Noté entonces un hedor a podredumbre, nauseabundo y penetrante. Llegaba desde la oscuridad como el aliento de una bestia salvaje. Tuve la certeza de que no estábamos solos. Había alguien más allí. Observándonos. Marina contemplaba petrificada la muralla de negrura. La tomé de la mano y la guié hacia la salida.
Capítulo 6
La llovizna había vestido las calles de plata cuando salimos de allí. Era la una de la tarde. Hicimos el camino de regreso sin cruzar palabra. En casa de Marina, Germán nos esperaba para comer.
– A Germán no le menciones nada de todo esto, por favor -me pidió Marina.
– No te preocupes.
Comprendí que tampoco hubiera sabido explicar lo que había sucedido. A medida que nos alejábamos del lugar, el recuerdo de aquellas imágenes y de aquel siniestro invernadero se fue desvaneciendo. Al llegar a la Plaza Sarriá, advertí que Marina estaba pálida y respiraba con dificultad.
– ¿Te encuentras bien? -pregunté.
Marina me dijo que sí con poca convicción.
Nos sentamos en un banco de la plaza. Ella respiró profundamente varias veces, con los ojos cerrados. Una bandada de palomas correteaba a nuestros pies. Por un instante temí que Marina fuera a desmayarse. Entonces abrió los ojos y me sonrió.
– No te asustes. Es sólo un pequeño mareo. Debe de haber sido ese olor.
Seguramente. Probablemente era un animal muerto. Una rata o…
Marina apoyó mi hipótesis. Al poco rato el color le volvió a las mejillas.
– Lo que me hace falta es comer algo. Anda, vamos. Germán estará harto de esperarnos.
Nos incorporamos y nos encaminamos hacia su casa. Kafka aguardaba en la verja. A mí me miró con desdén y corrió a frotar su lomo sobre los tobillos de Marina. Andaba yo sopesando las ventajas de ser un gato, cuando reconocí el sonido de aquella voz celestial en el gramófono de Germán. La música se filtraba por el jardín como una marea alta.
– ¿Qué es esa música?
– Leo Delibes -respondió Marina.
– Ni idea.
– Delibes. Un compositor francés aclaró Marina, adivinando mi desconocimiento. ¿Qué os enseñan en el colegio?
Me encogí de hombros.
– Es un fragmento de una de sus óperas. "Lakmé".
– ¿Y esa voz?
– Mi madre.
La miré atónito.
– ¿Tu madre es cantante de ópera?
Marina me devolvió una mirada impenetrable.
– Era respondió. Murió.
Germán nos esperaba en el salón principal, una gran habitación ovalada. Una lámpara de lágrimas de cristal pendía del techo. El padre de Marina iba casi de etiqueta. Vestía traje y chaleco, y su cabellera plateada aparecía pulcramente peinada hacia atrás. Me pareció estar viendo a un caballero de fin de siglo. Nos sentamos a la mesa, ataviada con manteles de hilo y cubiertos de plata.
– Es un placer tenerle entre nosotros, Oscar dijo Germán. No todos los domingos tenemos la fortuna de contar con tan grata compañía.
La vajilla era de porcelana, genuino artículo de anticuario. El menú parecía consistir en una sopa de aroma delicioso y pan. Nada más. Mientras Germán me servía a mí primero, comprendí que todo aquel despliegue se debía a mi presencia. A pesar de la cubertería de plata, la vajilla de museo y las galas de domingo, en aquella casa no había dinero para un segundo plato. Por no haber, no había ni luz. La casa estaba perpetuamente iluminada con velas. Germán debió de leerme el pensamiento.