El pasillo conducía a otro gran salón, igualmente coronado por una lámpara de cristal. Sus cuentas brillaban en la penumbra como tiovivos de diamantes. La casa estaba poblada por sombras oblicuas que la tormenta proyectaba desde el exterior a través de los cristales. Viejos muebles y butacones yacían bajo sábanas blancas. Una escalinata de mármol ascendía al primer piso. Me aproximé a ella, sintiéndome un intruso. Dos ojos amarillos brillaban en lo alto de la escalera. Escuché un maullido.
“Kafka”. Suspiré aliviado. Un segundo después el gato se retiró a las sombras. Me detuve y miré alrededor. Mis pasos habían dejado un rastro de huellas sobre el polvo.
– ¿Hay alguien? -llamé de nuevo, sin obtener respuesta.
Imaginé aquel gran salón décadas atrás, vestido de gala. Una orquesta y docenas de parejas danzantes. Ahora parecía el salón de un buque hundido. Las paredes estaban cubiertas de lienzos al óleo. Todos ellos eran retratos de una mujer. La reconocí. Era la misma que aparecía en el cuadro que había visto la primera noche que me colé en aquella casa. La perfección y la magia del trazo y la luminosidad de aquellas pinturas eran casi sobrenaturales. Me pregunté quién sería el artista. Incluso a mí me resultó evidente que todos eran obra de una misma mano. La dama parecía vigilarme desde todas partes.
No era difícil advertir el tremendo parecido de aquella mujer con Marina. Los mismos labios sobre una tez pálida, casi transparente. El mismo talle, esbelto y frágil como el de una figura de porcelana. Los mismos ojos de ceniza, tristes y sin fondo. Sentí algo rozarme un tobillo. Kafka ronroneaba a mis pies. Me agaché y acaricié su pelaje plateado.
– ¿Dónde está tu ama, eh?
Como respuesta maulló melancólico. No había nadie allí. Escuché el sonido de la lluvia golpeando el techo. Miles de arañas de agua correteando en el desván. Supuse que Marina y Germán habían salido por algún motivo imposible de adivinar. En cualquier caso, no era de mi incumbencia. Acaricié a Kafka y decidí que debía marcharme antes de que volviesen.
– Uno de los dos está de más aquí -le susurré a Kafka. Yo.
Súbitamente, los pelos del lomo del gato se erizaron como púas. Sentí sus músculos tensarse como cables de acero bajo mi mano. Kafka emitió un maullido de pánico.
Me estaba preguntando qué podía haber aterrorizado al animal de aquel modo cuando lo noté. Aquel olor. El hedor a podredumbre animal del invernadero. Sentí náuseas. Alcé la vista. Una cortina de lluvia velaba el ventanal del salón. Al otro lado distinguí la silueta incierta de los ángeles en la fuente. Supe instintivamente que algo andaba mal. Había una figura más entre las estatuas. Me incorporé y avancé lentamente hacia el ventanal. Una de las siluetas se volvió sobre sí misma. Me detuve, petrificado. No podía distinguir sus rasgos, apenas una forma oscura envuelta en un manto. Tuve la certeza de que aquel extraño me estaba observando. Y sabía que yo lo estaba observando a él. Permanecí inmóvil durante un instante infinito. Segundos más tarde, la figura se retiró a las sombras.
Cuando la luz de un relámpago estalló sobre el jardín, el extraño ya no estaba allí. Tardé en darme cuenta de que el hedor había desaparecido con él.
No se me ocurrió más que sentarme a esperar el regreso de Germán y Marina. La idea de salir al exterior no era muy tentadora. La tormenta era lo de menos. Me dejé caer en un inmenso butacón.
Poco a poco, el eco de la lluvia y la claridad tenue que flotaba en el gran salón me fueron adormeciendo. En algún momento escuché el sonido de la cerradura principal al abrirse y pasos en la casa. Desperté de mi trance y el corazón me dio un vuelco. Voces que se aproximaban por el pasillo. Una vela. Kafka corrió hacia la luz justo cuando Germán y su hija entraban en la sala. Marina me clavó una mirada helada.
– ¿Qué estás haciendo aquí, Oscar?
Balbuceé algo sin sentido. Germán me sonrió amablemente y me examinó con curiosidad.
– Por Dios, Oscar. ¡Está usted empapado! Marina, trae unas toallas limpias para Oscar… Venga usted, Oscar, vamos a encender un fuego, que hace una noche de perros…
Me senté frente a la chimenea, sosteniendo una taza de caldo caliente que Marina me había preparado. Relaté torpemente el motivo de mi presencia sin mencionar lo de la silueta en la ventana y aquel siniestro hedor. Germán aceptó mis explicaciones de buen grado y no se mostró en absoluto ofendido por mi intrusión, al contrario. Marina era otra historia. Su mirada me quemaba. Temí que mi estupidez al colarme en su casa como si fuera un hábito hubiese acabado para siempre con nuestra amistad. No abrió la boca durante la media hora en que estuvimos sentados frente al fuego.
Cuando Germán se excusó y me deseó buenas noches, sospeché que mi ex amiga me iba a echar a patadas y a decirme que no volviese jamás. "Ahí viene", pensé. El beso de la muerte. Marina sonrió finamente, sarcástica.
– Pareces un pato mareado -dijo.
Gracias -repliqué, esperando algo peor.
– ¿Vas a contarme qué demonios hacías aquí?
Sus ojos brillaban al fuego. Sorbí el resto del caldo y bajé la mirada.
– La verdad es que no lo sé… dije. Supongo que…, qué sé yo… Sin duda mi aspecto lamentable ayudó, porque Marina se acercó y me palmeó la mano.
– Mírame -ordenó.
Así lo hice. Me observaba con una mezcla de compasión y simpatía.
– No estoy enfadada contigo, ¿me oyes? -dijo. Es que me ha sorprendido verte aquí, así, sin avisar. Todos los lunes acompaño a Germán al médico, al hospital de San Pablo, por eso estábamos fuera. No es un buen día para visitas.
Estaba avergonzado.
– No volverá a suceder prometí.
Me disponía a explicarle a Marina la extraña aparición que había creído presenciar cuando ella se rió sutilmente y se inclinó para besarme en la mejilla. El roce de sus labios bastó para que se me secase la ropa al instante. Las palabras se me perdieron rumbo a la lengua. Marina advirtió mi balbuceo mudo.
– ¿Qué? preguntó.
La contemplé en silencio y negué con la cabeza.
– Nada.
Enarcó la ceja, como si no me creyese, pero no insistió.
– ¿Un poco más de caldo? -preguntó, incorporándose.
– Gracias.
Marina tomó mi tazón y fue hasta la cocina para rellenarlo. Me quedé junto al hogar, fascinado por los retratos de la dama en las paredes. Cuando Marina regresó, siguió mi mirada.
– La mujer que aparece en todos esos retratos… -empecé.
– Es mi madre dijo Marina.
Sentí que invadía un terreno resbaladizo.
– Nunca había visto unos cuadros así. Son como… fotografías del alma.
Marina asintió en silencio.
– Debe de tratarse de un artista famoso -insistí. Pero nunca había visto nada igual.
Marina tardó en responder.
– Ni lo verás. Hace casi dieciséis años que el autor no pinta un cuadro. Esta serie de retratos fue su última obra.
– Debía de conocer muy bien a tu madre para poder retratarla de ese modo -apunté.
Marina me miró largamente.
Sentí aquella misma mirada atrapada en los cuadros.
– Mejor que nadie -respondió. Se casó con ella.
Capítulo 8
Esa noche, junto al fuego, Marina me explicó la historia de Germán y del palacete de Sarriá. Germán Blau había nacido en el seno de una familia adinerada perteneciente a la floreciente burguesía catalana de la época. A la dinastía Blau no le faltaban el palco en el Liceo, la colonia industrial a orillas del río Segre ni algún que otro escándalo de sociedad. Se rumoreaba que el pequeño Germán no era hijo del gran patriarca Blau, sino fruto de los amores ilícitos entre su madre, Diana, y un pintoresco individuo llamado Quim Salvat. Salvat era, por este orden, libertino, retratista y sátiro profesional. Escandalizaba a las gentes de buen nombre al tiempo que inmortalizaba sus palmitos al óleo a precios astronómicos. Sea cual fuese la verdad, lo cierto es que Germán no guardaba parecido ni físico ni de carácter con miembro alguno de la familia. Su único interés era la pintura, el dibujo, lo cual a todo el mundo le resultó sospechoso. Especialmente a su padre titular.