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– No sé qué te llevas entre manos últimamente. Esto no es un hotel, pero tampoco es una prisión.

– Tu comportamiento es tu propia responsabilidad… -apuntó el padre.

Seguí, suspicaz. Tú sabrás lo que haces, Oscar.

Al llegar a la villa de Sarriá encontré a Marina en la cocina preparando una cesta con bocadillos y termos para las bebidas. Kafka seguía sus movimientos atentamente, relamiéndose.

– ¿Adónde vamos? -pregunté, intrigado.

– Sorpresa -respondió Marina.

Al poco rato apareció Germán, eufórico y jovial. Vestía como un piloto de "rally" de los años veinte. Me estrechó la mano y me preguntó si podía echarle una mano en el garaje. Asentí. Acababa de descubrir que tenían garaje. De hecho, tenían tres, como comprobé al rodear la propiedad junto a Germán.

– Me alegro de que haya podido unirse a nosotros, Oscar.

Se detuvo frente a la tercera puerta del garaje, un cobertizo del tamaño de una pequeña casa cubierto de hiedra. La palanca de la puerta chirrió al abrirse. Una nube de polvo inundó el interior en tinieblas. Aquel lugar tenía el aspecto de haber estado cerrado veinte años. Restos de una vieja motocicleta, herramientas oxidadas y cajas apiladas bajo un manto de polvo grueso como una alfombra persa.

Vislumbré una lona gris que cubría lo que debía de ser un automóvil.

Germán asió una punta de la lona y me indicó que hiciese lo propio.

– ¿A la de tres? preguntó.

A la señal, ambos tiramos con fuerza y la lona se retiró como el velo de una novia. Cuando la nube de polvo se esparció en la brisa, la tenue luz que se filtraba entre la arboleda descubrió una visión.

Un deslumbrante Tucker de los años cincuenta color vino y de llantas cromadas dormía en el interior de aquella caverna. Miré a Germán, atónito. Él sonrió, orgulloso.

– Ya no se hacen coches así, amigo Oscar.

– ¿Arrancará? -pregunté, observando aquella pieza de museo, según mi apreciación.

– Esto que ve usted aquí es un Tucker, Oscar. No arranca; cabalga.

Una hora más tarde nos encontrábamos cincelando la carretera de la costa. Germán iba al volante, pertrechado con su atavío de pionero del automovilismo y una sonrisa de lotería. Marina y yo viajábamos a su lado, delante. Kafka tenía para él todo el asiento trasero, donde dormía plácidamente. Todos los coches nos adelantaban, pero sus ocupantes se giraban a contemplar el Tucker, con asombro y admiración.

– Cuando hay clase, la velocidad es una minucia -explicaba Germán.

Estábamos ya cerca de Blanes y yo seguía sin saber adónde nos dirigíamos. Germán estaba absorto en el volante y no quise romper su concentración. Conducía con la misma galantería que le caracterizaba en todo, cediendo el paso hasta a las hormigas y saludando a ciclistas, transeúntes y motoristas de la guardia civil. Pasado Blanes, una señal nos anunció la villa costera de Tossa de Mar. Me volví a Marina y ella me guiñó un ojo. Se me ocurrió que quizás íbamos al castillo de Tossa, pero el Tucker bordeó el pueblo y tomó la angosta carretera que, siguiendo la costa, continuaba hacia el norte.

Más que una carretera, aquello era una cinta suspendida entre el cielo y los acantilados que serpenteaba en cientos de curvas cerradas. Entre las ramas de los pinos que se aferraban a empinadas laderas se podía ver el mar extendido en un manto de azul incandescente. Un centenar de metros más abajo, decenas de calas y recodos inaccesibles trazaban una ruta secreta entre Tossa de Mar y la Punta Prima, junto al puerto de Sant Feliu de Guíxols, a una veintena de kilómetros.

Al cabo de unos veinte minutos, Germán detuvo el coche al borde de la carretera. Marina me miró, señalando que habíamos llegado. Bajamos del coche y Kafka se alejó hacia los pinos, como si conociese el camino. Mientras Germán se aseguraba de que el Tucker estuviese bien frenado y no se fuese ladera abajo, Marina se acercó a la pendiente que caía sobre el mar.

Me uní a ella y contemplé la visión. A nuestros pies una cala en forma de media luna abrazaba una lengua de mar verde transparente. Más allá, la hondonada de rocas y playas dibujaba un arco hasta la Punta Prima, donde la silueta de la ermita de Sant Elm se alzaba como un centinela en lo alto de la montaña.

– Anda, vamos -me animó Marina.

La seguí a través de los pinos.

La senda cruzaba la propiedad de una antigua casa abandonada que los arbustos habían hecho suya. Desde allí, una escalera horadada en la roca se deslizaba hasta la playa de piedras doradas. Una bandada de gaviotas alzó el vuelo al vernos y se retiró a los acantilados que coronaban la cala, trazando una especie de basílica de roca, mar y luz. El agua era tan cristalina que podía leerse en ella cada pliegue en la arena bajo la superficie.

Un pico de roca ascendía en el centro como la proa de un buque varado. El olor del mar era intenso y una brisa con sabor a sal peinaba la costa. La mirada de Marina se perdió en el horizonte de plata y bruma.

– Éste es mi rincón favorito del mundo dijo.

Marina se empeñó en mostrarme los recovecos de los acantilados.

No tardé en comprender que acabaría rompiéndome la crisma o cayéndome de cabeza al agua.

– No soy una cabra -puntualicé, intentado aportar algo de sentido común a aquella suerte de alpinismo sin cables.

Marina, ignorando mis ruegos, se encaramaba por paredes lijadas por el mar y se colaba por orificios donde la marea respiraba como una ballena petrificada. Yo, a riesgo de perder el orgullo, seguía esperando que en cualquier momento el destino me aplicase todos los artículos de la ley de la gravedad.

Mi pronóstico no tardó en hacerse realidad. Marina había saltado al otro lado de un diminuto islote para inspeccionar una gruta en las rocas. Me dije que, si ella podía hacerlo, más me valía intentarlo.

Un instante después, sumergía mis dos patazas en las aguas del Mediterráneo. Estaba tiritando de frío y de vergüenza. Marina me observaba desde las rocas, alarmada.

– Estoy bien -gemí. No me he hecho daño.

– ¿Está fría?

– Qué va balbuceé. Es un caldo.

Marina sonrió y, ante mis ojos atónitos, se desprendió de su vestido blanco y se zambulló en la laguna. Apareció a mi lado riéndose. Aquello era una locura, en esa época del año. Pero decidí imitarla. Nadamos con brazadas enérgicas y luego nos tendimos al sol sobre las piedras tibias. Sentí el corazón acelerado en las sienes, no sabría decir a ciencia cierta si a causa del agua helada o como consecuencia de las transparencias que el baño permitía dilucidar en la ropa interior empapada de Marina.

Ella advirtió mi mirada y se levantó a buscar su vestido, que yacía sobre las rocas. La observé caminar entre las piedras, cada músculo de su cuerpo dibujándose bajo la piel húmeda al sortear las rocas. Me relamí los labios salados y pensé que tenía un hambre de lobo.

Pasamos el resto de la tarde en aquella cala escondida del mundo, devorando los bocadillos de la cesta mientras Marina relataba la peculiar historia de la propietaria de aquella masía abandonada entre los pinos. La casa había pertenecido a una escritora holandesa a quien una extraña enfermedad la estaba dejando ciega día a día. Sabedora de su destino, la escritora decidió construirse un refugio sobre los acantilados y retirarse a vivir en él sus últimos días de luz, sentada frente a la playa, contemplando el mar.

Vivía aquí con la única compañía de Sacha, un pastor alemán, y de sus libros favoritos -explicó Marina. Cuando perdió completamente la vista, sabiendo que sus ojos jamás podrían ver un nuevo amanecer sobre el mar, pidió a unos pescadores que solían anclar junto a la cala que se hiciesen cargo de Sacha. Días más tarde, al alba, tomó un bote de remos y se alejó mar adentro. Nunca se la volvió a ver.