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Por algún motivo, sospeché que la historia de la autora holandesa era una invención de Marina y así se lo di a entender.

– A veces, las cosas más reales sólo suceden en la imaginación, Oscar -dijo ella. Sólo recordamos lo que nunca sucedió.

Germán se había quedado dormido, el rostro bajo su sombrero y Kafka a sus pies. Marina observó a su padre con tristeza. Aprovechando el sueño de Germán, la tomé de la mano y nos alejamos hacia el otro extremo de la playa. Allí, sentados sobre un lecho de roca alisada por las olas, le expliqué todo lo sucedido en su ausencia.

No dejé detalle, desde la extraña aparición de la dama de negro en la estación, a la historia de Mijail Kolvenik y la Velo Granell que me había explicado Benjamín Sentís, sin olvidar la siniestra presencia en la tormenta aquella noche en su casa de Sarriá. Me escuchó en silencio, con la mirada perdida en el agua que formaba remolinos a sus pies, ausente.

Permanecimos un buen rato allí, callados, observando la silueta de la lejana ermita de Sant Elm.

– ¿Qué dijo el médico de La Paz? pregunté finalmente.

Marina alzó la mirada. El sol empezaba a caer y un reluz ámbar reveló sus ojos empañados en lágrimas.

– Que no queda mucho tiempo…

Me volví y vi que Germán nos saludaba con la mano. Sentí que el corazón se me encogía y que un nudo insoportable me atenazaba la garganta.

– Él no lo cree -dijo Marina.

– Es mejor así.

La miré de nuevo y comprobé que se había secado las lágrimas rápidamente con gesto optimista. Me sorprendí a mí mismo mirándola fijamente y, sin saber de dónde me salió el coraje, me incliné sobre su rostro buscando su boca. Marina posó los dedos sobre mis labios y me acarició la cara, rechazándome suavemente. Un segundo más tarde se incorporó y la vi alejarse.

Suspiré.

Me levanté y volví con Germán. Al acercarme, advertí que estaba dibujando en un pequeño cuaderno de apuntes. Recordé que hacía años que no cogía un lápiz ni un pincel.

Germán alzó la vista y me sonrió.

– A ver qué opina usted del parecido, Oscar -dijo despreocupadamente, y me mostró el cuaderno. Los trazos del lápiz habían conjurado el rostro de Marina con una perfección sobrecogedora.

– Es magnífico -murmuré.

– ¿Le gusta? Lo celebro.

La silueta de Marina se recortaba en el otro extremo de la playa, inmóvil frente al mar. Germán la contempló primero a ella y luego a mí. Cortó la hoja y me la tendió.

– Es para usted, Oscar, para que no se olvide de mi Marina.

De vuelta, el crepúsculo transformó el mar en una balsa de cobre fundido. Germán conducía sonriente y no cesaba de explicar anécdotas sobre sus años al volante de aquel viejo Tucker. Marina le escuchaba, riéndose de sus ocurrencias y sosteniendo la conversación con hilos invisibles de hechicera. Yo iba callado, la frente pegada a la ventana y el alma en el fondo del bolsillo. A medio camino, Marina me tomó la mano en silencio y la sostuvo entre las suyas.

Llegamos a Barcelona al anochecer. Germán se empeñó en acompañarme hasta la puerta del internado. Aparcó el Tucker frente a la verja y me dio la mano. Marina descendió y entró conmigo. Su presencia me quemaba y no sabía cómo irme de allí.

– Oscar, si hay algo…

– No.

– Mira, Oscar, hay cosas que tú no entiendes, pero…

– Eso es evidente corté.

– Buenas noches. Me volví para huir a través del jardín.

– Espera -dijo Marina desde la verja.

Me detuve junto al estanque.

– Quiero que sepas que hoy ha sido uno de los mejores días de mi vida -dijo.

Cuando me volví a responder, Marina ya se había marchado.

Ascendí cada peldaño de la escalera como si llevase botas de plomo. Me crucé con algunos de mis compañeros. Me miraron de reojo, como si fuese un desconocido. Los rumores de mis misteriosas ausencias habían corrido por el colegio. Poco me importaba. Cogí el periódico del día de la mesa del corredor y me refugié en mi habitación. Me tendí en la cama con el diario sobre el pecho. Escuché voces en el pasillo. Encendí la lamparilla de noche y me sumergí en el mundo para mí irreal del diario. El nombre de Marina parecía escrito en cada línea. "Ya pasará", pensé.

Al poco rato, la rutina de las noticias me sosegó. Nada mejor que leer acerca de los problemas de los demás para olvidar los propios. Guerras, estafas, asesinatos, fraudes, himnos, desfiles y fútbol. El mundo seguía sin cambios. Más tranquilo, seguí leyendo. Al principio no lo advertí. Era una pequeña nota, un breve para rellenar espacio. Doblé el diario y lo coloqué bajo la luz.

Cadáver hallado en un túnel de alcantarillado del barrio Barcelona. Gustavo Berceo, redacción.

El cuerpo de Benjamín Sentís, de ochenta y tres años de edad y natural de Barcelona, fue hallado la madrugada del viernes en una boca del colector cuarto de la red de alcantarillado de Ciutat Vella. Se desconoce cómo llegó el cadáver hasta ese tramo, cerrado desde 1941. La causa de la muerte se atribuye a un paro cardíaco. Pero, según nuestras fuentes, al cuerpo del fallecido se le habían amputado ambas manos.

Benjamín Sentís, retirado, adquirió cierta notoriedad en los años cuarenta en torno al escándalo de la empresa Velo Granell, de la que fue socio accionista. En los últimos años había vivido recluido en un pequeño piso de la calle Princesa, sin parentescos conocidos y casi arruinado.

Capítulo 12

Pasé la noche en vela, dándole vueltas al relato que Sentís me había explicado. Releí la noticia de su muerte una y otra vez, esperando encontrar en ella alguna clave secreta entre los puntos y las comas. El anciano me había ocultado que él era el socio de Kolvenik en la Velo Granell. Si el resto de su historia era consistente, supuse que Sentís debía de haber sido el hijo del fundador de la empresa, el hijo que había heredado el cincuenta por ciento de las acciones de la compañía al ser nombrado Kolvenik director general.

Esta revelación cambiaba todas las piezas del rompecabezas de lugar. Si Sentís me había mentido en ese punto, podía haberme mentido en todo lo demás.

La luz del día me sorprendió intentando dilucidar qué significado tenían la historia y su desenlace. Ese mismo martes me escabullí durante la pausa del mediodía para encontrarme con Marina. Ella, que parecía haberme leído el pensamiento una vez más, esperaba en el jardín con una copia del diario del día anterior en las manos. Una simple mirada me bastó para saber que ya había leído la noticia de la muerte de Sentís.

– Ese hombre te mintió… Y ahora está muerto.

Marina echó un vistazo hacia la casa, como si temiese que Germán pudiese oírnos.

– Mejor será que vayamos a dar una vuelta -propuso.

Acepté, aunque tenía que volver a clase en menos de media hora.

Nuestros pasos nos dirigieron hacia el parque de Santa Amelia, en la frontera con el barrio de Pedralbes. Una mansión restaurada recientemente como centro cívico se alzaba en el corazón del parque. Uno de los antiguos salones albergaba ahora una cafetería. Nos sentamos a una mesa junto a un amplio ventanal. Marina leyó en voz alta la noticia que yo casi era capaz de recitar de memoria.

– No dice en ningún sitio que haya sido un asesinato -aventuró Marina, con poca convicción.

– Ni falta que hace. Un hombre que ha vivido recluido durante veinte años aparece muerto en las alcantarillas, donde alguien se ha entretenido en quitarle las dos manos, de propina, antes de abandonar el cuerpo…