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Pegado a Marina, corrimos hacia la puerta, mientras la figura decapitada de la bailarina se alzaba de nuevo, un títere de hilos invisibles blandiendo garras que chasqueaba como si fueran tijeras.

Al salir al aire libre advertí que varias siluetas oscuras nos bloqueaban el paso hacia la salida. Corrimos en dirección contraria hacia un cobertizo junto al muro que separaba el solar de las vías del tren. Las puertas de cristal del cobertizo estaban empañadas por décadas de mugre. Cerradas. Rompí el cristal con el codo y palpé la cerradura interior. Una manija cedió y la puerta se abrió hacia dentro. Entramos apresuradamente.

Las ventanas posteriores dibujaban dos manchas de claridad lechosa.

La telaraña del tendido eléctrico del tren podía adivinarse al otro lado. Marina se volvió un instante a mirar atrás. Formas angulosas se recortaban en la puerta del cobertizo.

– ¡Deprisa! -gritó.

Miré desesperadamente a mi alrededor buscando algo con que romper la ventana. El cadáver herrumbroso de un viejo automóvil se pudría en la oscuridad. La manivela del motor yacía al frente. La agarré y golpeé repetidamente la ventana, protegiéndome de la lluvia de cristales. La brisa nocturna me sopló en la cara y sentí el aliento viciado que exhalaba de la boca del túnel.

– ¡Por aquí! -Marina se aupó hasta el hueco de la ventana mientras yo contemplaba las siluetas reptando lentamente hacia el interior del garaje.

Blandí la manivela metálica con ambas manos. Súbitamente, las figuras se detuvieron y dieron un paso atrás. Miré sin comprender y entonces escuché aquel aliento mecánico sobre mí. Salté instintivamente hacia la ventana, al tiempo que un cuerpo se desprendía del techo. Reconocí la figura del policía sin brazos. Su rostro me pareció cubierto por una máscara de piel muerta, cosida burdamente.

Las costuras sangraban.

– ¡Oscar! gritó Marina desde el otro lado de la ventana.

Me lancé entre las fauces de cristal astillado. Noté cómo una lengua de vidrio me cortaba a través de la tela de mi pantalón. La sentí abrir la piel limpiamente. Aterricé al otro lado y el dolor me golpeó de súbito. Noté el fluir tibio de la sangre bajo la ropa.

Marina me ayudó a incorporarme y trampeamos los raíles del tren hacia el otro lado. En aquel momento una presión me aferró el tobillo y me hizo caer de bruces sobre las vías. Me volví, aturdido. La mano de una monstruosa marioneta se cerraba sobre mi pie. Me apoyé sobre un raíl y sentí la vibración sobre el metal. La luz lejana de un tren se reflejaba sobre los muros. Escuché el chirrido de las ruedas y sentí temblar el suelo bajo mi cuerpo.

Marina gimió al comprobar que un tren se acercaba a toda velocidad. Se arrodilló a mis pies y forcejeó con los dedos de madera que me apresaban. Las luces del tren la golpearon. Escuché el silbido, aullando. El muñeco yacía inerte; aguantaba su presa, inquebrantable. Marina luchaba con ambas manos por liberarme. Uno de los dedos cedió. Marina suspiró.

Medio segundo más tarde, el cuerpo de aquel ser se incorporó y asió con su otra mano a Marina del brazo. Con la manivela que aún sostenía, golpeé con todas mis fuerzas el rostro de aquella figura inerte hasta quebrar la estructura del cráneo. Comprobé con horror que lo que había tomado por madera era hueso. Había vida en aquella criatura.

El rugido del tren se hizo ensordecedor, ahogando nuestros gritos. Las piedras entre las vías temblaban. El haz de luz del ferrocarril nos envolvió con su halo.

Cerré los ojos y seguí golpeando con toda el alma a aquel siniestro títere hasta sentir que la cabeza se desencajaba del cuerpo. Sólo entonces sus garras nos liberaron.

Rodamos sobre las piedras, cegados por la luz. Toneladas de acero cruzaron a escasos centímetros de nuestros cuerpos arrancando una lluvia de chispas. Los fragmentos despedazados del engendro salieron despedidos, humeando como las brasas que saltan en una hoguera.

Cuando el tren hubo pasado, abrimos los ojos. Me volví hacia Marina y asentí, dándole a entender que estaba bien. Nos incorporamos lentamente. Entonces sentí la punzada de dolor en la pierna.

Marina colocó mi brazo sobre sus hombros y así pude alcanzar el otro lado de las vías. Una vez allí, nos giramos a mirar atrás. Algo se movía entre los raíles, brillando bajo la luna. Era una mano de madera, segada por las ruedas del tren. La mano se agitaba en espasmos más y más espaciados, hasta que se detuvo por completo. Sin mediar palabra, ascendimos entre los arbustos hacia un callejón que conducía a la calle Anglí. Las campanas de la iglesia sonaban a lo lejos.

Afortunadamente, Germán dormitaba en su estudio cuando llegamos.

Marina me guió sigilosamente hasta uno de los baños para limpiarme la herida de la pierna a la luz de las velas. Las paredes y el suelo estaban cubiertos de baldosas esmaltadas que reflejaban la llama. Una monumental bañera apoyada sobre cuatro patas de hierro se alzaba en el centro.

– Quítate los pantalones -dijo Marina, de espaldas a mí, buscando en el botiquín.

– ¿Qué?

– Ya me has oído.

Hice lo que me ordenaba y extendí la pierna sobre el borde de la bañera. El corte era más profundo de lo que había pensado y el contorno había adquirido un tono purpúreo. Me entraron náuseas.

Marina se arrodilló junto a mí y lo examinó cuidadosamente.

– ¿Te duele?

– Sólo cuando lo miro.

Mi improvisada enfermera tomó un algodón impregnado en alcohol y lo aproximó al corte.

– Esto va a escocer…

Cuando el alcohol mordió la herida, aferré el borde de la bañera con tal fuerza que debí de dejar grabadas mis huellas dactilares en él.

– Lo siento -murmuró Marina, soplando sobre el corte.

Más lo siento yo.

Respiré profundamente y cerré los ojos mientras ella seguía limpiando la herida meticulosamente. Finalmente tomó una venda del botiquín y la aplicó sobre el corte. Aseguró el esparadrapo con mano experta, sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo.

– No iban por nosotros -dijo Marina.

No supe bien a qué se refería.

– Esas figuras en el invernadero -añadió sin mirarme. Buscaban el álbum de fotografías. No debimos habérnoslo llevado…

Sentí su aliento sobre mi piel mientras aplicaba una gasa limpia.

– Sobre lo del otro día, en la playa… -empecé.

Marina se detuvo y alzó la mirada.

– Nada.

Marina aplicó la última tira de esparadrapo y me observó en silencio. Creí que iba a decirme algo, pero simplemente se incorporó y salió del baño.

Me quedé a solas con las velas y unos pantalones inservibles.

Capítulo 13

Cuando llegué al internado, pasada la medianoche, todos mis compañeros estaban ya acostados, aunque desde las cerraduras de sus habitaciones se filtraban agujas de luz que iluminaban el pasillo. Me deslicé de puntillas hasta mi cuarto. Cerré la puerta con sumo cuidado y miré el despertador de la mesilla. Casi la una de la madrugada. Encendí la lámpara y extraje de mi bolsa el álbum de fotografías que nos habíamos llevado del invernadero.

Lo abrí y me sumergí de nuevo en la galería de personajes que lo poblaban. Una imagen mostraba una mano cuyos dedos estaban unidos por membranas, igual que los de un anfibio. Junto a ella, una niña de rubios tirabuzones ataviada de blanco ofrecía una sonrisa casi demoníaca, con colmillos caninos asomando entre los labios. Página tras página, crueles caprichos de la naturaleza desfilaron ante mí.

Dos hermanos albinos cuya piel parecía a punto de prender en llamas con la simple claridad de una vela. Siameses unidos por el cráneo, sus rostros enfrentados de por vida. El cuerpo desnudo de una mujer cuya columna vertebral se retorcía como una rama seca… Muchos de ellos eran niños o jóvenes. Muchos parecían menores que yo. Apenas había adultos ni ancianos. Comprendí que la esperanza de vida para aquellos infortunados era mínima.