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– No se preocupe -dijo Marina.

Nos indicó que la siguiéramos hacia el interior. Definitivamente María Shelley se movía con una elasticidad vaporosa.

– ¿Y dice usted que tiene algo que pertenece al fallecido señor Kolvenik? -preguntó María.

– ¿Le conoció usted? -Pregunté a mi vez.

Su cara se iluminó con las memorias de otros tiempos.

– En realidad, no… Oí hablar mucho de él, sin embargo. De niña dijo, casi para sí misma.

Las paredes vestidas de terciopelo negro estaban cubiertas con estampas de santos, vírgenes y mártires en agonía. Las alfombras eran oscuras y absorbían la poca luz que se filtraba entre los resquicios de ventanas cerradas. Mientras seguíamos a nuestra anfitriona por aquella galería me pregunté cuánto tiempo llevaría viviendo allí, sola con su padre.

¿Se habría casado, habría vivido, amado o sentido algo fuera del mundo opresivo de aquellas paredes?

María Shelley se detuvo ante una puerta corredera y llamó con los nudillos.

– ¿Padre?

El doctor Joan Shelley, o lo que quedaba de él, estaba sentado en un butacón frente al fuego, bajo pliegos de mantas. Su hija nos dejó a solas con él. Traté de apartar los ojos de su cintura de avispa mientras se retiraba. El anciano doctor, en quien apenas se reconocía al hombre del retrato que yo llevaba en el bolsillo, nos examinaba en silencio. Sus ojos destilaban recelo. Una de sus manos temblaba ligeramente sobre el respaldo de la butaca. Su cuerpo hedía a enfermedad bajo una máscara de colonia. Su sonrisa sarcástica no ocultaba el desagrado que le inspiraban el mundo y su propio estado.

– El tiempo hace con el cuerpo lo que la estupidez hace con el alma -dijo, señalándose a sí mismo. Lo pudre. ¿Qué es lo que queréis?

– Nos preguntábamos si podría hablarnos de Mijail Kolvenik.

– Podría, pero no veo por qué -cortó el doctor. Ya se habló demasiado en su día y todo fueron mentiras. Si la gente pensara una cuarta parte de lo que habla, este mundo sería el paraíso.

– Sí, pero nosotros estamos interesados en la verdad apunté.

El anciano hizo una mueca burlona.

– La verdad no se encuentra, hijo. Ella lo encuentra a uno.

Traté de sonreír dócilmente, pero empezaba a sospechar que aquel hombre no tenía interés en soltar prenda. Marina, intuyendo mi temor, tomó la iniciativa.

– Doctor Shelley -dijo con dulzura, accidentalmente ha llegado a nuestras manos una colección de fotografías que podría haber pertenecido al señor Mijail Kolvenik. En una de esas imágenes se le ve a usted y a uno de sus pacientes. Por ese motivo nos hemos atrevido a molestarle, con la esperanza de devolver la colección a su legítimo dueño o a quien corresponda.

Esta vez no hubo frase lapidaria por respuesta. El médico observó a Marina, sin ocultar cierta sorpresa. Me pregunté por qué no se me habría ocurrido a mí un ardid como aquél. Decidí que, cuanto más dejase a Marina llevar el peso de la conversación, mejor.

– No sé de qué fotografías habla usted, señorita…

– Se trata de un archivo que muestra pacientes afectados por malformaciones… -indicó Marina.

Un brillo se encendió en los ojos del doctor. Habíamos tocado un nervio. Había vida bajo las mantas, después de todo.

– ¿Qué le hace pensar que dicha colección pertenecía a Mijail Kolvenik? -preguntó, fingiendo indiferencia. ¿O que yo tenga algo que ver con ella?

– Su hija nos ha dicho que ustedes dos eran amigos -dijo Marina, desviando el tema.

– María tiene la virtud de la ingenuidad cortó Shelley, hostil.

Marina asintió, se incorporó y me indicó que hiciese lo mismo.

– Entiendo -dijo cortésmente. Veo que estábamos equivocados. Sentimos haberle molestado, doctor. Vamos, Oscar. Ya encontraremos a quién entregar la colección…

– Un momento -cortó Shelley.

Tras carraspear, indicó que nos sentásemos de nuevo.

– ¿Tenéis todavía esa colección?

Marina asintió, sosteniendo la mirada del anciano. De improviso, Shelley soltó lo que supuse era una carcajada. Sonó como hojas de diario viejas al arrugarse.

– ¿Cómo sé que decís la verdad?

Marina me lanzó una orden muda. Saqué la fotografía del bolsillo y se la tendí al doctor Shelley. La tomó con su mano temblorosa y la examinó. Estudió la fotografía por largo tiempo. Finalmente, desviando la mirada hacia el fuego, empezó a hablar.

Según nos contó, el doctor Shelley era hijo de padre británico y madre catalana. Se había especializado como traumatólogo en un hospital de Bournemouth. Al establecerse en Barcelona, su condición de foráneo le cerró las puertas de los círculos sociales donde se labraban las carreras prometedoras. Cuanto pudo obtener fue un puesto en la unidad médica de la cárcel. Él atendió a Mijail Kolvenik cuando éste fue objeto de una brutal paliza en los calabozos.

Por aquel entonces Kolvenik no hablaba castellano ni catalán. Tuvo la suerte de que Shelley hablara algo de alemán. Shelley le prestó dinero para comprar ropa, le alojó en su casa y le ayudó a encontrar un empleo en la Velo Granell. Kolvenik le tomó un afecto desmedido y nunca olvidó su bondad.

Una profunda amistad nació entre ambos.

Más adelante, aquella amistad habría de fructificar en una relación profesional. Muchos de los pacientes del doctor Shelley necesitaban piezas de ortopedia y prótesis especiales. La Velo Granell era líder en dicha producción y, entre sus diseñadores, ninguno mostraba más talento que Mijail Kolvenik.

Con el tiempo, Shelley se convirtió en el médico personal de Kolvenik. Una vez la fortuna le sonrió, Kolvenik quiso ayudar a su amigo financiando la creación de un centro médico especializado en el estudio y el tratamiento de enfermedades degenerativas y malformaciones congénitas.

El interés de Kolvenik en el tema se remontaba a su infancia en Praga. Shelley nos explicó que la madre de Mijail Kolvenik había dado a luz gemelos. Uno de ellos, Mijail, nació fuerte y sano. El otro, Andrej, vino al mundo con una incurable malformación ósea y muscular que habría de acabar con su vida apenas siete años más tarde. Este episodio marcó la memoria del joven Mijail y, de algún modo, su vocación. Kolvenik siempre pensó que, con la atención médica adecuada y con el desarrollo de una tecnología que supliese lo que la naturaleza le había negado, su hermano hubiera podido alcanzar la edad adulta y vivir una vida plena.

Fue esa creencia la que le llevó a dedicar su talento al diseño de mecanismos que, como a él le gustaba decir, "completasen" los cuerpos que la providencia había dejado de lado.

"La naturaleza es como un niño que juega con nuestras vidas. Cuando se cansa de sus juguetes rotos, los abandona y los sustituye por otros -decía Kolvenik. Es nuestra responsabilidad recoger las piezas y reconstruirlas."

Algunos veían en estas palabras una arrogancia rayana en la blasfemia; otros veían sólo esperanza.

La sombra de su hermano nunca había abandonado a Mijail Kolvenik.

Creía que un azar caprichoso y cruel había decidido que fuese él quien viviese y su hermano quien naciese con la muerte escrita en el cuerpo. Shelley nos explicó que Kolvenik se sentía culpable por ello y que llevaba en lo más profundo de su corazón una deuda hacia Andrej y hacia todos aquellos que, como su hermano, estaban marcados por el estigma de la imperfección.

Fue durante esa época cuando Kolvenik empezó a recopilar fotografías de fenómenos y deformaciones de todo el mundo. Para él, aquellos seres dejados de la mano del destino eran los hermanos invisibles de Andrej. Su familia.

Mijail Kolvenik era un hombre brillante continuó el doctor Shelley. Tales individuos siempre inspiran el recelo de quienes se sienten inferiores. La envidia es un ciego que quiere arrancarte los ojos. Cuanto se dijo de Mijail en los últimos años y tras su muerte fueron calumnias… Aquel maldito inspector… Florián. No entendía que le utilizaban como un títere para derribar a Mijail…