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Di un paso hacia la oscuridad.

La voz repitió mi nombre. Era una voz como jamás la había escuchado. Una voz quebrada, cruel y sangrante de maldad. Una voz de pesadilla. Estaba varado en aquel pasillo de sombras, incapaz de mover un músculo. De pronto, la puerta del dormitorio se abrió con una fuerza brutal. En el espacio de un segundo interminable me pareció que el pasillo se estrechaba y se encogía bajo mis pies, atrayéndome hacia aquella puerta.

En el centro de la estancia, mis ojos distinguieron con absoluta claridad un objeto que brillaba sobre el lecho. Era el retrato de Marina, con el que me había dormido. Dos manos de madera, manos de títere, lo sujetaban. Unos cables ensangrentados asomaban por los bordes de las muñecas. Supe entonces, con certeza, que aquéllas eran las manos que Benjamín Sentís había perdido en las profundidades del alcantarillado. Arrancadas de cuajo. Sentí que el aire se me iba de los pulmones.

El hedor se hizo insoportable, ácido. Y con la lucidez del terror, descubrí la figura en la pared, colgando inmóvil, un ser vestido de negro y con los brazos en cruz. Unos cabellos enmarañados velaban su cara. Al pie de la puerta, contemplé cómo ese rostro se alzaba con infinita lentitud y mostraba una sonrisa de brillantes colmillos en la penumbra. Bajo los guantes, unas garras empezaron a moverse como manojos de serpientes.

Di un paso atrás y escuché de nuevo aquella voz murmurando mi nombre. La figura reptaba hacia mí como una gigantesca araña.

Dejé escapar un aullido y cerré la puerta de golpe. Traté de bloquear la salida del dormitorio, pero sentí un impacto brutal. Diez uñas como cuchillos asomaron entre la madera. Eché a correr hacia el otro extremo del pasillo y escuché cómo la puerta quedaba hecha trizas. El pasillo se había transformado en un túnel interminable.

Vislumbré la escalera a unos metros y me volví a mirar atrás. La silueta de aquella criatura infernal se deslizaba directa hacia mí. El brillo que proyectaban sus ojos horadaba la oscuridad. Estaba atrapado.

Me lancé hacia el corredor que conducía a las cocinas aprovechando que me sabía de memoria los recovecos de mi colegio. Cerré la puerta a mi espalda. Inútil. La criatura se precipitó contra ella y la derribó, lanzándome contra el suelo.

Rodé sobre las baldosas y busqué refugio bajo la mesa. Vi unas piernas. Decenas de platos y vasos estallaron en pedazos a mi alrededor, tendiendo un manto de cristales rotos. Distinguí el filo de un cuchillo serrado entre los escombros y lo agarré desesperadamente. La figura se agachó frente a mí, como un lobo a la boca de una madriguera. Blandí el cuchillo hacia aquel rostro y la hoja se hundió en él como en el barro. Sin embargo, se retiró medio metro y pude escapar al otro extremo de la cocina.

Busqué algo con que defenderme mientras retrocedía paso a paso. Encontré un cajón. Lo abrí. Cubiertos, útiles de cocina, velas, un mechero de gasolina…, chatarra inservible. Instintivamente agarré el mechero y traté de encenderlo.

Noté la sombra de la criatura alzándose frente a mí. Sentí su aliento fétido. Una de las garras se aproximaba a mi garganta. Fue entonces cuando la llama del mechero prendió e iluminó aquella criatura a tan sólo veinte centímetros.

Cerré los ojos y contuve la respiración, convencido de que había visto el rostro de la muerte y que sólo me restaba esperar. La espera se hizo eterna. Cuando abrí de nuevo los ojos, se había retirado. Escuché sus pasos alejándose. La seguí hasta mi dormitorio y me pareció oír un gemido. Creí leer dolor o rabia en aquel sonido. Cuando llegué a mi habitación, me asomé. La criatura hurgaba en mi bolsa. Agarró el álbum de fotografías que me había llevado del invernadero. Se volvió y nos observamos el uno al otro.

La luz fantasmal de la noche perfiló al intruso por una décima de segundo. Quise decir algo, pero la criatura ya se había lanzado por la ventana.

Corrí hasta el alféizar y me asomé, esperando ver el cuerpo precipitándose hacia el vacío. La silueta se deslizaba por las tuberías del desagüe a una velocidad inverosímil. Su capa negra ondeaba al viento. De allí saltó a los tejados del ala este. Sorteó un bosque de gárgolas y torres. Paralizado, observé cómo aquella aparición infernal se alejaba bajo la tormenta con piruetas imposibles igual que una pantera, igual que si los tejados de Barcelona fuesen su jungla. Me di cuenta de que el marco de la ventana estaba impregnado de sangre. Seguí el rastro hasta el pasillo y tardé en comprender que la sangre no era mía. Había herido con el cuchillo a un ser humano.

Me apoyé contra la pared. Las rodillas me flaqueaban y me senté acurrucado, exhausto.

No sé cuánto tiempo estuve así. Cuando conseguí ponerme en pie, decidí acudir al único lugar donde creí que iba a sentirme seguro.

Capítulo 15

Llegué a casa de Marina y crucé el jardín a tientas. Rodeé la casa y me dirigí hacia la entrada de la cocina. Una luz cálida danzaba entre los postigos. Me sentí aliviado. Llamé con los nudillos y entré. La puerta estaba abierta. A pesar de lo avanzado de la hora, Marina escribía en su cuaderno en la mesa de la cocina a la luz de las velas, con Kafka en su regazo.

Al verme, la pluma se le cayó de los dedos.

– ¡Por Dios, Oscar! ¿Qué…? -exclamó, examinando mis ropas raídas y sucias, palpando los arañazos en mi rostro. ¿Qué te ha pasado?

Después de un par de tazas de té caliente conseguí explicarle a Marina lo que había sucedido o lo que recordaba, porque empezaba a dudar de mis sentidos. Me escuchó con mi mano entre las suyas para tranquilizarme. Supuse que debía de ofrecer todavía peor aspecto de lo que había pensado.

– ¿No te importa que pase la noche aquí? No sabía adónde ir. Y no quiero volver al internado.

– Ni yo voy a permitir que lo hagas. Puedes estar con nosotros el tiempo que haga falta.

– Gracias.

Leí en sus ojos la misma inquietud que me carcomía. Después de lo sucedido aquella noche, su casa era tan segura como el internado o cualquier otro lugar. Aquella presencia que nos había estado siguiendo sabía dónde encontrarnos.

– ¿Qué vamos a hacer ahora, Oscar?

– Podríamos buscar a ese inspector que mencionó Shelley, Florián, y tratar de averiguar qué es lo que realmente está sucediendo…

Marina suspiró.

– Oye, quizás es mejor que me vaya… -aventuré.

– Ni hablar. Te prepararé una habitación arriba, junto a la mía. Ven.

– ¿Qué…, qué dirá Germán?

– Germán estará encantado. Le diremos que vas a pasar las Navidades con nosotros.

La seguí escaleras arriba. Nunca había estado en el piso superior. Un corredor flanqueado por puertas de roble labrado se extendió a la luz del candelabro. Mi habitación estaba en el extremo del pasillo, contigua a la de Marina.

El mobiliario parecía de anticuario, pero todo estaba pulcro y ordenado.

– Las sábanas están limpias -dijo Marina, abriendo la cama.

– En el armario hay más mantas, por si tienes frío. Y aquí tienes toallas. A ver si te encuentro un pijama de Germán.

– Me sentará como una tienda de campaña -bromeé.

– Más vale que sobre y no que falte. Vuelvo en un segundo.

Oí sus pasos alejarse en el pasillo. Dejé mi ropa sobre una silla y resbalé entre las sábanas limpias y almidonadas. Creo que no me había sentido tan cansado en mi vida. Los párpados se me habían convertido en láminas de plomo. A su regreso Marina traía una especie de camisón de dos metros de largo que parecía robado de la colección de lencería de una infanta.

– Ni hablar -objeté. Yo no duermo con eso.

– Es lo único que he encontrado. Te quedará que ni pintado. Además, Germán no me deja que tenga muchachos desnudos durmiendo en la casa. Normas.