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Me lanzó el camisón y dejó unas velas sobre la consola.

– Si necesitas cualquier cosa, da un golpe en la pared. Yo estoy al otro lado.

Nos miramos en silencio un instante. Finalmente Marina desvió la mirada.

– Buenas noches, Oscar -susurró.

– Buenas noches.

Desperté en una estancia bañada de luz. La habitación miraba al Este y la ventana mostraba un sol reluciente alzándose sobre la ciudad. Antes de levantarme ya advertí que mi ropa había desaparecido de la silla donde la había dejado la noche anterior. Comprendí lo que eso significaba y maldije tanta amabilidad, convencido de que Marina lo había hecho a propósito.

Un aroma a pan caliente y café recién hecho se filtraba bajo la puerta. Abandonando toda esperanza de mantener mi dignidad, me dispuse a bajar a la cocina ataviado con aquel ridículo camisón. Salí al pasillo y comprobé que toda la casa estaba sumergida en aquella mágica luminosidad. Escuché las voces de mis anfitriones en la cocina, charlando. Me armé de valor y descendí las escaleras. Me detuve en el umbral de la puerta y carraspeé.

Marina estaba sirviendo café a Germán y alzó la vista.

– Buenos días, bella durmiente -dijo.

Germán se volvió y se levantó caballerosamente, ofreciéndome su mano y una silla en la mesa.

– ¡Buenos días, amigo Oscar! -exclamó con entusiasmo. Es un placer tenerle con nosotros. Marina ya me ha explicado lo de las obras en el internado. Sepa que puede quedarse aquí todo lo que haga falta, con confianza. Ésta es su casa.

– Muchísimas gracias…

Marina me sirvió una taza de café, sonriendo ladina y señalando el camisón.

– Te sienta fenomenal.

– Divino. Parezco la flor de Mantua. ¿Dónde está mi ropa?

– Te la he limpiado un poco y está secándose.

Germán me acercó una bandeja con cruasanes recién traídos de la pastelería Foix. La boca se me hizo un río.

– Pruebe uno de éstos, Oscar -sugirió Germán. Es el Mercedes Benz de los cruasanes. Y no se confunda, esto que ve aquí no es mermelada; es un monumento.

Devoré ávidamente cuanto me ponían por delante con apetito de náufrago. Germán ojeaba el diario distraídamente. Se le veía de buen humor y, aunque ya había terminado de desayunar, no se levantó hasta que estuve ahíto y no me quedaba nada más que los cubiertos por comer. Luego, consultó su reloj.

– Vas a llegar tarde a tu cita con el cura, papá -le recordó Marina.

Germán asintió con cierto fastidio.

– No sé ni para qué me molesto… -dijo. El muy granuja hace más trampas que un montero.

– Es el uniforme dijo Marina. Cree que le da venia…

Miré a ambos con desconcierto, sin tener la más remota idea de qué querían decir.

– Ajedrez -aclaró Marina. Germán y el cura mantienen un duelo desde hace años.

– Nunca rete al ajedrez a un jesuita, amigo Oscar. Hágame caso. Con su permiso… -dijo Germán, incorporándose.

– Faltaría más. Buena suerte.

Germán tomó su gabán, su sombrero y su bastón de ébano y partió al encuentro del prelado estratega. Tan pronto se hubo marchado, Marina se asomó al jardín y volvió con mi ropa.

– Siento decirte que Kafka ha dormido en ella.

La ropa estaba seca, pero el perfume a felino no iba a desaparecer ni con cinco lavados.

– Esta mañana, al ir a buscar el desayuno, he llamado a la jefatura de policía desde el bar de la plaza. El inspector Víctor Florián está retirado y vive en Vallvidrera. No tiene teléfono, pero me han dado una dirección.

– Me visto en un minuto.

La estación del funicular de Vallvidrera quedaba a unas pocas calles de la casa de Marina. Con paso firme nos plantamos allí en diez minutos y compramos un par de billetes. Desde el andén, al pie de la montaña, la barriada de Vallvidrera dibujaba un balcón sobre la ciudad. Las casas parecían colgadas de las nubes con hilos invisibles. Nos sentamos al final del vagón y vimos Barcelona desplegarse a nuestros pies mientras el funicular trepaba lentamente.

– Éste debe de ser un buen trabajo -dije. Conductor de funiculares. El ascensorista del cielo.

Marina me miró, escéptica.

– ¿Qué tiene de malo lo que he dicho? -pregunté.

– Nada. Si eso es todo a lo que aspiras.

– No sé a lo que aspiro. No todo el mundo tiene las cosas tan claras como tú. Marina Blau, premio Nobel de Literatura y conservadora de la colección de camisones de la familia Borbón.

Marina se puso tan seria que lamenté al instante haber hecho aquel comentario.

– El que no sabe adónde va no llega a ninguna parte -dijo fríamente.

Le mostré mi billete.

– Yo sé adónde voy.

Desvió la mirada. Ascendimos en silencio durante un par de minutos.

La silueta de mi colegio se alzaba a lo lejos.

– Arquitecto -susurré.

– ¿Qué?

– Quiero ser arquitecto. Eso es a lo que aspiro. Nunca se lo había dicho a nadie.

Por fin me sonrió. El funicular estaba llegando a la cima de la montaña y traqueteaba como una lavadora vieja.

– Siempre he querido tener mi propia catedral dijo Marina. ¿Alguna sugerencia?

– Gótica. Dame tiempo y yo te la construiré.

El sol golpeó su rostro y sus ojos brillaron, fijos en mí.

– ¿Lo prometes? -preguntó, ofreciendo su palma abierta.

Estreché su mano con fuerza. -Te lo prometo.

La dirección que Marina había conseguido correspondía a una vieja casa que estaba prácticamente al borde del abismo. Los matojos del jardín se habían apoderado del lugar. Un buzón oxidado se alzaba entre ellos como una ruina de la era industrial. Nos colamos hasta la puerta. Se distinguían cajas con montones de diarios viejos sujetos con cordeles. La pintura de la fachada se desprendía como una piel seca, ajada por el viento y la humedad. El inspector Víctor Florián no se desvivía en gastos de representación.

– Aquí sí que se necesita un arquitecto -dijo Marina.

– O una unidad de demolición…

Llamé a la puerta con suavidad. Temía que, si lo hacía más fuerte, el impacto de mis nudillos enviase la casa montaña abajo.

– ¿Y si pruebas con el timbre?

El botón estaba roto y se veían conexiones eléctricas de la época de Edison en la caja.

– Yo no meto el dedo ahí repuse, llamando de nuevo.

De repente la puerta se abrió diez centímetros. Una cadena de seguridad brilló frente a un par de ojos de destello metálico.

– ¿Quién va?

– ¿Víctor Florián?

– Ése soy yo. Lo que pregunto es quién va.

La voz era autoritaria y sin atisbo de paciencia. Voz de multa.

– Tenemos información sobre Mijail Kolvenik… utilizó como presentación Marina.

La puerta se abrió de par en par. Víctor Florián era un hombre ancho y musculoso. Vestía el mismo traje del día de su retiro, o eso pensé. Su expresión era la de un viejo coronel sin guerra ni batallón que mandar. Sostenía un puro apagado en sus labios y tenía más pelo en cada ceja que la mayoría de la gente en toda la cabeza.

– ¿Qué sabéis vosotros de Kolvenik? ¿Quiénes sois? ¿Quién os ha dado esta dirección?

Florián no hacía preguntas, las ametrallaba. Nos hizo pasar, tras echar un vistazo al exterior como si temiese que alguien nos hubiese seguido. El interior de la casa era un nido de cochambre y olía a trastienda. Había más papeles que en la biblioteca de Alejandría, pero todos ellos revueltos y ordenados con un ventilador.

– Pasad al fondo.

Cruzamos frente a una habitación en cuya pared se distinguían decenas de armas. Revólveres, pistolas automáticas, máuseres, bayonetas… Se habían empezado revoluciones con menos artillería.