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Llamé suavemente. -¿Marina?

Un largo silencio.

– Vete, Oscar.

Su voz era un gemido. Dejé pasar unos segundos y abrí. Una vela en el suelo apenas iluminaba el baño de baldosas blancas. Marina estaba arrodillada y tenía la frente apoyada sobre el lavabo.

Estaba temblando y la transpiración le había adherido el camisón a la piel como una mortaja. Se ocultó el rostro, pero pude ver que estaba sangrando por la nariz y que varias manchas escarlata le cubrían el pecho. Me quedé paralizado, incapaz de reaccionar.

– ¿Qué te pasa…? murmuré.

Cierra la puerta -dijo con firmeza. Cierra.

Hice lo que me ordenaba y acudí a su lado. Estaba ardiendo de fiebre. El pelo pegado a la cara, empapada de sudor helado. Asustado, me lancé a buscar a Germán, pero su mano me aferró con una fuerza que parecía imposible en ella.

– ¡No!

– Pero…

– Estoy bien.

– ¡No estás bien!

– Oscar, por lo que más quieras, no llames a Germán. Él no puede hacer nada. Ya ha pasado. Estoy mejor.

La serenidad de su voz me resultó aterradora. Sus ojos buscaron los míos. Algo en ellos me obligó a obedecer. Entonces me acarició la cara.

– No te asustes. Estoy mejor.

– Estás pálida como una muerta… -balbuceé.

Me tomó la mano y la llevó a su pecho. Sentí el latido de su corazón sobre las costillas. Retiré la mano, sin saber qué hacer.

– Viva y coleando. ¿Ves? Me vas a prometer que no le vas a decir nada de esto a Germán.

– ¿Por qué? -protesté. ¿Qué te pasa?

Bajó los ojos, infinitamente cansada. Me callé.

– Prométemelo.

– Tienes que ver a un médico.

– Prométemelo, Oscar.

– Si tú me prometes ver a un médico.

– Trato hecho. Te lo prometo.

Humedeció una toalla con la que empezó a limpiar la sangre del rostro. Yo me sentía un inútil.

– Ahora que me has visto así, ya no te voy a gustar.

– No le veo la gracia.

Siguió limpiándose en silencio, sin apartar los ojos de mí.

Su cuerpo, apresado en el algodón húmedo, casi transparente, se me antojó frágil y quebradizo. Me sorprendió no sentir embarazo alguno al contemplarla así. Tampoco se adivinaba pudor en ella por mi presencia. Le temblaban las manos cuando se secó el sudor y la sangre del cuerpo. Encontré un albornoz limpio colgado de la puerta y se lo tendí, abierto. Se cubrió con él y suspiró, exhausta.

– ¿Qué puedo hacer? -murmuré.

– Quédate aquí, conmigo.

Se sentó frente a un espejo.

Con un cepillo, intentó en vano poner algo de orden en la maraña de pelo que le caía sobre los hombros. Le faltaba fuerza.

– Déjame -y le quité el cepillo.

La peiné en silencio, nuestras miradas encontrándose en el espejo.

Mientras lo hacía, Marina asió mi mano con fuerza y la apretó contra su mejilla. Sentí sus lágrimas en mi piel y me faltó el valor para preguntarle por qué lloraba.

Acompañé a Marina hasta su dormitorio y la ayudé a acostarse. Ya no temblaba y el color le había vuelto a las mejillas.

– Gracias… -susurró.

Decidí que lo mejor era dejarla descansar y regresé a mi habitación. Me tendí de nuevo en la cama y traté de conciliar el sueño sin éxito. Inquieto, yacía en la oscuridad escuchando al caserón crujir mientras el viento arañaba los árboles. Una ansiedad ciega me carcomía. Demasiadas cosas estaban sucediendo demasiado deprisa. Mi cerebro no podía asimilarlas a un tiempo. En la oscuridad de la madrugada todo parecía confundirse. Pero nada me asustaba más que el no ser capaz de comprender o explicarme mis propios sentimientos por Marina.

Despuntaba el alba cuando finalmente me quedé dormido. En sueños me encontré recorriendo las salas de un palacio de mármol blanco, desierto y en tinieblas. Cientos de estatuas lo poblaban. Las figuras abrían sus ojos de piedra a mi paso y murmuraban palabras que no entendía. Entonces, a lo lejos, creí ver a Marina y corrí a su encuentro. Una silueta de luz blanca en forma de ángel la llevaba de la mano a través de un pasillo cuyos muros sangraban. Yo trataba de alcanzarlos cuando una de las puertas del pasillo se abrió y la figura de María Shelley emergió, flotando sobre el suelo y arrastrando una mortaja raída. Lloraba, aunque sus lágrimas jamás llegaban al suelo. Tendió hacia mí sus brazos y, al tocarme, su cuerpo se deshizo en cenizas. Yo gritaba el nombre de Marina, rogándole que volviese, pero ella no parecía oírme. Corría y corría, pero el pasillo se alargaba a mi paso. Entonces el ángel de luz se volvió hacia mí y me reveló su verdadero rostro. Sus ojos eran cuencas vacías y sus cabellos eran serpientes blancas. Reía cruelmente y, tendiendo sus alas blancas sobre Marina, el ángel infernal se alejó. En el sueño olí cómo un aliento fétido me rozaba la nuca. Era el inconfundible hedor de la muerte, susurrando mi nombre.

Me volví y vi una mariposa negra posándose sobre mi hombro.

Capítulo 17

Desperté sin aliento. Me sentía más fatigado que cuando me había acostado. Las sienes me latían cómo si me hubiese bebido dos garrafas de café negro. No sabía qué hora era, pero a juzgar por el sol debía de rondar el mediodía. Las agujas del despertador confirmaron mi diagnóstico. Las doce y media.

Me apresuré a bajar, pero la casa estaba vacía. Un servicio de desayuno, ya frío, me esperaba sobre la mesa de la cocina, junto a una nota.

a Oscar:

Hemos tenido que ir al médico. Estaremos fuera todo el día. No olvides dar de comer a Kafka. Nos veremos a la hora de cenar.

Marina

Releí la nota, estudiando la caligrafía mientras daba buena cuenta del desayuno. Kafka se dignó a aparecer minutos más tarde y le serví un tazón de leche. No sabía qué hacer aquel día. Decidí acercarme al internado para recoger algo de ropa y decirle a doña Paula que no se preocupase de limpiar mi habitación, porque iba a pasar las vacaciones con mi familia.

El paseo hasta el internado me sentó bien. Entré por la puerta principal y me dirigí al apartamento de doña Paula en el tercer piso.

Doña Paula era una buena mujer a la que nunca le faltaba una sonrisa para los internos. Llevaba treinta años viuda y Dios sabe cuántos más a régimen. "Es que soy de naturaleza de engordar, ¿sabe usted?", decía siempre. Nunca había tenido hijos y, aún ahora, rondando los sesenta y cinco, se comía con los ojos a los bebes que veía pasar en sus cochecitos cuando iba al mercado. Vivía sola, sin más compañía que dos canarios y un inmenso televisor Zenith que no apagaba hasta que el himno nacional y los retratos de la familia Real la enviaban a dormir. Tenía la piel de las manos ajada por la lejía.

Las venas de sus tobillos hinchados causaban dolor al mirarlos.

Los únicos lujos que se permitía eran una visita a la peluquería cada dos semanas y el Hola. Le encantaba leer sobre la vida de las princesas y admirar los vestidos de las estrellas de la farándula. Cuando llamé a su puerta, doña Paula estaba viendo una reposición de "El Ruiseñor de los Pirineos" en un ciclo de musicales de Joselito en Sesión de Tarde. De acompañamiento, se estaba preparando una dosis de tostadas rebosantes de leche condensada y canela.

– Buenas, doña Paula. Perdone que la moleste.

– ¡Ay, Oscar, hijo, qué vas a molestar! Pasa, pasa…

En la pantalla, Joselito le cantaba una coplilla a un cabritillo bajo la mirada benévola y encantada de una pareja de la guardia civil. Junto al televisor, una colección de figuritas de la Virgen compartía vitrina de honor con los viejos retratos de su marido Rodolfo, todo brillantina y flamante uniforme de la Falange. Pese a su devoción por su difunto esposo, doña Paula estaba encantada con la democracia porque, como ella decía, ahora la tele era en color y había que estar al día.