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– Oye, qué ruido la otra noche, ¿eh? En el telediario explicaron lo del terremoto ese en Colombia y, ¡ay, mira!, no sé, que me entró un miedo en el cuerpo…

– No se preocupe, doña Paula, que Colombia está muy lejos.

– Di que sí, pero como también hablan español, no sé, digo yo que…

Pierda cuidado, que no hay peligro. Quería comentarle que no se preocupe por mi habitación. Voy a pasar la Navidad con la familia.

– ¡Ay, Oscar, qué alegría!

Doña Paula casi me había visto crecer y estaba convencida de que todo lo que yo hacía iba a misa. "Tú sí que tienes talento", solía decir, aunque nunca llegó a explicar muy bien para qué. Insistió en que me bebiese un vaso de leche y me comiese unas galletas que ella misma cocinaba. Así lo hice, a pesar de que no tenía apetito. Estuve con ella un rato, viendo la película en televisión y asintiendo a todos sus comentarios. La buena mujer hablaba por los codos cuando tenía compañía, o sea, casi nunca.

– Mira que era majo de muchacho, ¿eh? y señalaba al candoroso Joselito.

– Sí, doña Paula. Voy a tener que dejarla ahora…

– Le di un beso de despedida en la mejilla y me fui. Subí un minuto a mi habitación y recogí a toda prisa algunas camisas, un par de pantalones y ropa interior limpia. Lo empaqueté todo en una bolsa, sin entretenerme un segundo más de lo necesario. Al salir pasé por secretaría y repetí mi historia de las fiestas con la familia con rostro imperturbable. Salí de allí deseando que todo fuese tan fácil como mentir.

Cenamos en silencio en la sala de los cuadros. Germán estaba circunspecto, perdido dentro de sí mismo. A veces nuestras miradas se encontraban y él me sonreía, por pura cortesía. Marina removía con la cuchara un plato de sopa, sin llevársela nunca a los labios. Toda la conversación se redujo al sonido de los cubiertos arañando los platos y el chisporroteo de las velas. No costaba imaginar que el médico no había manifestado buenas noticias sobre la salud de Germán.

Decidí no preguntar sobre lo que parecía evidente. Tras la cena, Germán se disculpó y se retiró a su habitación. Lo noté más envejecido y cansado que nunca. Desde que le conocía, era la primera vez

que le había visto ignorar los retratos de su esposa Kirsten. Tan pronto desapareció, Marina apartó su plato intacto y suspiró.

– No has probado bocado.

– No tengo hambre.

– ¿Malas noticias?

– Hablemos de otra cosa, ¿vale? -me cortó con un tono seco, casi hostil.

El filo de sus palabras me hizo sentir un extraño en casa ajena. Como si hubiese querido recordarme que aquélla no era mi familia, que aquélla no era mi casa ni aquéllos eran mis problemas, por mucho que me esforzase en mantener esa ilusión.

– Lo siento -murmuró al cabo de un rato, alargando la mano hacia mí.

– No tiene importancia -mentí.

Me incorporé para retirar los platos a la cocina. Ella se quedó sentada en silencio acariciando a Kafka, que maullaba en su regazo. Me tomé más tiempo del necesario. Fregué platos hasta que dejé de sentir las manos bajo el agua fría.

Cuando volví a la sala, Marina ya se había retirado. Había dejado dos velas encendidas para mí. El resto de la casa estaba oscuro y silencioso. Soplé las velas y salí al jardín. Nubes negras se extendían lentamente sobre el cielo. Un viento helado agitaba la arboleda.

Volví la mirada y advertí que había luz en la ventana de Marina. La imaginé tendida en el lecho.

Un instante más tarde, la luz se apagó. El caserón se alzó oscuro como la ruina que me había parecido el primer día. Sopesé la posibilidad de acostarme yo también y descansar, pero presentía un principio de ansiedad que sugería una larga noche sin sueño. Opté por salir a caminar para aclarar las ideas o, al menos, agotar el cuerpo.

Apenas había dado dos pasos cuando comenzó a chispear. Era una noche desapacible y no había nadie en las calles. Hundí las manos en los bolsillos y eché a andar. Vagabundeé por espacio de casi dos horas. Ni el frío ni la lluvia tuvieron a bien concederme el cansancio que tanto ansiaba. Algo me rondaba la cabeza y, cuanto más trataba de ignorarlo, más intensa se hacía su presencia.

Mis pasos me llevaron al cementerio de Sarriá. La lluvia escupía sobre rostros de piedra ennegrecida y cruces inclinadas. Tras la verja podía distinguirse una galería de siluetas espectrales.

La tierra humedecida hedía a flores muertas. Apoyé la cabeza entre los barrotes. El metal estaba frío. Un rastro de óxido se deslizó por mi piel. Escruté las tinieblas como si esperase encontrar en a aquel lugar la explicación a todo cuanto estaba sucediendo. No supe ver más que muerte y silencio.

¿Qué estaba haciendo allí? Si todavía me quedaba algo de sentido común, volvería al caserón y dormiría cien horas sin interrupción. Aquélla era probablemente la mejor idea que había tenido en tres meses.

Di la vuelta y me dispuse a regresar por el angosto corredor de cipreses. Una farola lejana brillaba bajo la lluvia. Súbitamente, su halo de luz se eclipsó. Una silueta oscura lo invadió todo.

Escuché cascos de caballos sobre el empedrado y descubrí un carruaje negro aproximándose y rasgando la cortina de agua. El aliento de los caballos azabaches exhalaba espectros de vaho. La figura anacrónica de un cochero se recortaba sobre el pescante. Busqué un escondite a un lado del camino, pero sólo encontré muros desnudos. Sentí el suelo vibrando bajo mis pies.

Sólo tenía una opción: volver atrás. Empapado y casi sin respiración, escalé la verja y salté al interior del sagrado recinto.

Capítulo 18

Caí sobre una base de fango que se deshacía bajo el aguacero. Riachuelos de agua sucia arrastraban flores secas y reptaban entre las lápidas. Pies y manos se me hundieron en el barro. Me incorporé y corrí a ocultarme tras un torso de mármol que elevaba los brazos al cielo. El carruaje se había detenido al otro lado de la verja. El cochero descendió. Portaba un farol e iba ataviado con una capa que le cubría por entero. Un sombrero de ala ancha y una bufanda le protegían de la lluvia y el frío, velando su rostro. Reconocí el carruaje. Era el mismo que se había llevado a la dama de negro aquella mañana en la estación de Francia.

Sobre una de las portezuelas se apreciaba el símbolo de la mariposa

negra. Cortinajes de terciopelo oscuro cubrían las ventanas. Me pregunté si ella estaría en el interior.

El cochero se aproximó a la verja y auscultó con la mirada el interior. Me pegué a la estatua, inmóvil. Luego escuché el tintineo de un manojo de llaves. El chasquido metálico de un candado. Maldije por lo bajo. Los hierros crujieron. Pasos sobre el lodo. El cochero se estaba aproximando a mi escondite. Tenía que salir de allí. Me volví a examinar el cementerio a mis espaldas. El velo de nubes negras se abrió. La luna dibujó un sendero de luz espectral.

La galería de tumbas resplandeció en la tiniebla por un instante. Me arrastré entre lápidas, retrocediendo hacia el interior del cementerio. Alcancé el pie de un mausoleo. Compuertas de hierro forjado y cristal lo sellaban. El cochero continuaba acercándose. Contuve la respiración y me hundí en las sombras. Cruzó a menos de dos metros de mí, sosteniendo el farol en alto. Pasó de largo y suspiré. Le vi alejarse hacia el corazón del cementerio y supe al instante adónde se dirigía.