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Abandoné Venecia en una ambulancia.

Volvimos a Viena, pero los problemas financieros de Sergei eran acuciantes. Recibíamos amenazas. Una noche unos desconocidos prendieron fuego a la casa mientras dormíamos.

Semanas antes Sergei había recibido una oferta de un empresario de

Madrid para quien yo había actuado con éxito tiempo atrás. Daniel Mestres, que así se llamaba, había adquirido un interés mayoritario en el viejo Teatro Real de Barcelona y quería estrenar la temporada conmigo. Así pues, prácticamente huyendo de madrugada, hicimos las maletas y partimos rumbo a Barcelona con lo puesto. Yo iba a cumplir diecinueve años y rogaba al cielo no llegar a cumplir los veinte. Hacía ya tiempo que pensaba en quitarme la vida. Nada me aferraba a este mundo. Estaba muerta desde hacía tiempo, pero ahora me daba cuenta. Fue entonces cuando conocía Mijail Kolvenik…

Llevábamos unas cuantas semanas en el Teatro Real. En la compañía se rumoreaba que cierto caballero acudía todas las noches al mismo palco para oírme cantar.

Por aquella época circulaban en Barcelona toda clase de historias acerca de Mijail Kolvenik. Cómo había hecho su fortuna… Su vida personal y su identidad, plagada de misterios y enigmas… Su leyenda le precedía. Una noche, intrigada por aquel extraño personaje, decidí hacerle llegar una invitación para que me visitase en mi camerino después de la función.

Era casi medianoche cuando Mijail Kolvenik llamó a mi puerta. Tantas murmuraciones me habían hecho esperar a un tipo amenazador y arrogante. Mi primera impresión, sin embargo, fue que se trataba de un hombre tímido y reservado. Vestía de oscuro, con sencillez y sin más adornos que un pequeño broche que lucía en la solapa: una mariposa con las alas desplegadas. Me agradeció la invitación y me manifestó su admiración, afirmando que era un honor conocerme. Le dije que, en vista de todo lo que había oído acerca de él, el honor era mío. Sonrió y me sugirió que olvidase los rumores.

Mijail tenía la sonrisa más hermosa que he conocido. Cuando la mostraba, uno podía creer cualquier cosa que brotase de sus labios.

Alguien dijo una vez que, si se lo

proponía, Mijail era capaz de convencer a Cristóbal Colón de que la Tierra era plana como un mapa; y tenía razón. Aquella noche me convenció a mí para que le acompañase a pasear por las calles de Barcelona. Me explicó que a menudo solía recorrer la ciudad dormida después de la medianoche. Yo, que apenas había salido de aquel teatro desde que habíamos llegado a Barcelona, accedí. Sabía que Sergei y Tatiana iban a enfurecerse al enterarse de aquello, pero poco me importaba.

Salimos de incógnito por la puerta del proscenio. Mijail me ofreció su brazo y caminamos hasta el amanecer. Me mostró la ciudad hechicera a través de sus ojos. Me habló de sus misterios, sus rincones encantados y el espíritu que vivía en aquellas calles.

Me explicó mil y una leyendas.

Recorrimos los caminos secretos del Barrio Gótico y la ciudad vieja. Mijail parecía saberlo todo. Sabía quién había vivido en cada edificio, qué crímenes o romances habían tenido lugar tras cada muro y cada ventana. Conocía los nombres de todos los arquitectos, los artesanos y los mil nombres invisibles que habían construido aquel escenario. Mientras me hablaba, tuve la impresión de que Mijail jamás había compartido aquellas historias con nadie. Me abrumó la soledad que desprendía su persona y, a un tiempo, creí ver en su interior un abismo infinito al que no podía evitar asomarme. El alba nos sorprendió en un banco del puerto. Observé a aquel desconocido con el que había estado callejeando durante horas y me pareció que le conocía desde siempre. Así se lo hice saber. Rió y en ese momento, con esa rara certeza que sólo se tiene un par de veces en la vida, supe que iba a pasar el resto de mi vida a su lado.

Aquella noche Mijail me contó que él creía que la vida nos concede a cada uno de nosotros unos escasos momentos de pura felicidad.

A veces son sólo días o semanas.

A veces, años. Todo depende de nuestra fortuna. El recuerdo de esos momentos nos acompaña para siempre y se transforma en un país de la memoria al que tratamos de regresar durante el resto de nuestra vida sin conseguirlo. Para mí esos instantes estarán siempre enterrados en aquella primera noche, paseando por la ciudad…

La reacción de Sergei y Tatiana no se hizo esperar. Especialmente la de Sergei. Me prohibió volver a ver a Mijail o hablar con él. Me dijo que, si volvía a salir de aquel teatro sin su permiso, me mataría.

Por primera vez en mi vida descubrí que ya no me inspiraba temor, sólo desprecio. Para enfurecerle aún más, le dije que Mijail me había propuesto matrimonio y que yo había aceptado. Me recordó que él era mi tutor legal y que no sólo no iba a autorizar mi matrimonio, sino que partíamos rumbo a Lisboa.

Hice llegar un mensaje desesperado a Mijail a través de una bailarina de la compañía.

Aquella noche, antes de la función, Mijail acudió al teatro con dos de sus abogados para entrevistarse con Sergei. Mijail le anunció que había firmado un contrato aquella misma tarde con el empresario del Teatro Real que le convertía en el nuevo propietario.

Desde aquel momento, él y Tatiana estaban despedidos.

Le mostró un dossier de documentos y pruebas acerca de las actividades ilegales de Sergei en Viena, Varsovia y Barcelona. Material más que suficiente para meterle entre rejas por quince o veinte años. A ello añadió un cheque por una cifra superior a cuanto Sergei podía obtener de sus trapicheos y mezquindades el resto de su existencia. La alternativa era la siguiente: si en un plazo no superior a cuarenta y ocho horas él y Tatiana abandonaban para siempre Barcelona y se comprometían a no volver a ponerse en contacto conmigo por medio alguno, podían llevarse el dossier y el cheque; si se negaban a cooperar, aquel dossier iría a parar a manos de la policía, acompañado del cheque a modo de aliciente para engrasar la maquinaria de la justicia.

Sergei enloqueció de furia. Gritó como un demente que nunca se iba a desprender de mí, que tendría que pasar por encima de su cadáver si pretendía salirse con la suya. Mijail le sonrió y se despidió de él.

Aquella noche Tatiana y Sergei acudieron a entrevistarse con un extraño individuo que se ofrecía como asesino a sueldo. Al salir de allí, unos disparos anónimos desde un carruaje estuvieron a punto de acabar con ellos. Los diarios publicaron la noticia alegando varias hipótesis para justificar el ataque. Al día siguiente, Sergei aceptó el cheque de Mijail y desapareció de la ciudad con Tatiana, sin despedirse…

Cuando supe lo sucedido, exigía Mijail que confirmase si había sido responsable de aquel ataque. Deseaba desesperadamente que me dijese que no. Me observó fijamente y me preguntó por qué dudaba de él. Me sentí morir. Todo aquel castillo de naipes de felicidad y esperanza parecía a punto de desmoronarse. Se lo pregunté de nuevo.

Mijail dijo que no. Que no era responsable de aquel ataque.

– Si lo fuese, ninguno de los dos estaría vivo -respondió fríamente.

Por aquel entonces contrató a uno de los mejores arquitectos de la ciudad para que construyese la torre junto al parque Güell siguiendo sus indicaciones. El coste no se discutió ni un instante.

Mientras la torre estaba en construcción, Mijail alquiló toda una planta del viejo Hotel Colón en la plaza Cataluña. Allí nos instalamos temporalmente. Por primera vez en mi vida descubrí que era posible tener tantos sirvientes que una no podía recordar el nombre de todos ellos. Mijail sólo tenía un ayudante, Luis, su chofer.

Los joyeros de Bagués me visitaban en mis habitaciones. Los mejores modistos tomaban mis medidas para crearme un guardarropía de emperatriz. Abrió cuenta sin límite a mi nombre en los mejores establecimientos de Barcelona. Gentes a quienes nunca había visto me saludaban con reverencias en la calle o en el vestíbulo del hotel. Recibía invitaciones para bailes de gala en los palacios de familias cuyo nombre jamás había visto excepto en la prensa de sociedad. Yo tenía apenas veinte años. Jamás había tenido en las manos dinero suficiente para comprar un billete de tranvía. Soñaba despierta. Empecé a sentirme abrumada por tanto lujo y por el despilfarro a mi alrededor. Cuando se lo explicaba a Mijail, él me respondía que el dinero no tiene importancia, a menos que se carezca de él.