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– ¿Qué va a ser de Claret?

– No sé -mentí. Corre.

Nos lanzamos a través del túnel. No debía de tener más de un metro de ancho por metro y medio de alto. Era necesario agacharse para avanzar y palpar los muros para no perder el equilibrio. Apenas nos habíamos adentrado unos metros cuando notamos pasos sobre nosotros. Nos estaban siguiendo sobre la platea, rastreándonos.

El eco de los disparos se hizo más y más intenso. Me pregunté cuánto tiempo y cuántas balas le quedarían a Claret antes de ser despedazado por aquella jauría.

De golpe alguien levantó una lámina de madera podrida sobre nuestras cabezas. La luz penetró como una cuchilla, cegándonos, y algo cayó a nuestros pies, un peso muerto. Claret. Sus ojos estaban vacíos, sin vida. El cañón de su pistola en sus manos aún humeaba.

No había marcas ni heridas aparentes en su cuerpo, pero algo estaba fuera de lugar. Marina miró por encima de mí y gimió. Le habían quebrado el cuello con una fuerza brutal y su rostro daba a la espalda. Una sombra nos cubrió y observé cómo una mariposa negra se posaba sobre el fiel amigo de Kolvenik. Distraído, no me percaté de la presencia de Mijail hasta que éste atravesó la madera reblandecida y rodeó con su garra la garganta de Marina. La alzó a peso y se la llevó de mi lado antes de que pudiera sujetarla.

Grité su nombre. Y entonces me habló. No olvidaré jamás su voz.

– Si quieres volver a ver a tu amiga en un solo pedazo, tráeme el frasco.

No conseguí articular un solo pensamiento durante varios segundos. Luego la angustia me devolvió a la realidad. Me incliné sobre el cuerpo de Claret y forcejeé para apoderarme del arma. Los músculos de su mano estaban agarrotados en el espasmo final. El dedo índice estaba clavado en el gatillo. Retirando dedo a dedo, conseguí finalmente mi objetivo. Abrí el tambor y comprobé que no quedaba munición. Palpé los bolsillos de Claret en busca de más balas. Encontré la segunda carga de munición, seis balas de plata con la punta horadada, en el interior de la chaqueta.

El pobre hombre no había tenido tiempo de recargar la pistola. La sombra del amigo a quien había dedicado su existencia le había arrancado la vida con un golpe seco y brutal antes de que pudiera hacerlo. Tal vez, después de tantos años temiendo aquel encuentro, Claret había sido incapaz de disparar sobre Mijail Kolvenik, o lo que quedaba de él. Poco importaba ya.

Temblando, trepé por los muros del túnel hasta la platea y partí en busca de Marina. Las balas del doctor Shelley habían dejado un rastro de cuerpos sobre el escenario. Otros habían quedado ensartados en las lámparas suspendidas, sobre los palcos…

Luis Claret se había llevado por delante la jauría de bestias que acompañaban a Kolvenik. Viendo los cadáveres abatidos, engendros monstruosos, no pude evitar pensar que aquél era el mejor destino al que podían aspirar. Desprovistos de vida, la artificialidad de los injertos y las piezas que los formaban se hacía más evidente. Uno de los cuerpos estaba tendido sobre el pasillo central de la platea, boca arriba, con las mandíbulas desencajadas.

Crucé sobre él. El vacío en sus ojos opacos me infundió una profunda sensación de frío.

No había nada en ellos. Nada.

Me aproximé al escenario y trepé hasta las tablas. La luz en el camerino de Eva Irinova seguía encendida, pero no había nadie allí. El aire olía a carroña. Un rastro de dedos ensangrentados se distinguía sobre las viejas fotografías en las paredes. Kolvenik.

Escuché un crujido a mi espalda y me volví con el revólver en alto. Distinguí pasos alejándose.

– ¿Eva? -llamé.

Volví al escenario y vislumbré un círculo de luz ámbar en el anfiteatro. Al acercarme percibí la silueta de Eva Irinova. Sostenía un candelabro en las manos y contemplaba las ruinas del Gran Teatro Real. Las ruinas de su vida.

Se volvió y, lentamente, alzó las llamas hasta las lenguas raídas de terciopelo que pendían de los palcos. La tela reseca prendió en seguida. Así, fue sembrando el rastro de un fuego que rápidamente se extendió sobre las paredes de los palcos, los esmaltes dorados de los muros y las butacas.

– ¡No! -grité.

Ella ignoró mi llamada y desapareció por la puerta que conducía a las galerías tras los palcos. En cuestión de segundos las llamas se extendieron en una plaga rabiosa que reptaba y absorbía cuanto encontraba a su paso.

El brillo de las llamas desveló un nuevo rostro del Gran Teatro. Sentí una oleada de calor y el olor a madera y pintura quemadas me mareó.

Seguí con la vista el ascenso de las llamas. Distinguí en lo alto la maquinaria de la tramoya, un complejo sistema de cuerdas, telones, poleas, decorados suspendidos y pasarelas. Dos ojos encendidos me observaban desde las alturas. Kolvenik. Sujetaba a Marina con una sola mano como a un juguete. Le vi desplazarse entre los andamios con agilidad felina. Me volví y comprobé que las llamas se habían extendido a lo largo de todo el primer piso y que empezaban a escalar a los palcos del segundo.

El orificio en la cúpula alimentaba el fuego, creando una inmensa chimenea.

Me apresuré hacia las escalinatas de madera. Los escalones ascendían en zigzag y temblaban a mi paso. Me detuve a la altura del tercer piso y alcé la vista. Había perdido a Kolvenik. Justo entonces sentí unas garras clavándose sobre mi espalda. Me revolví para escapar de su abrazo mortal y vi a una de las criaturas de Kolvenik. Los disparos de Claret habían segado uno de sus brazos, pero seguía viva. Tenía una larga cabellera y su rostro había sido alguna vez el de una mujer. La apunté con el revólver, pero no se detuvo.

Súbitamente, me asaltó la certidumbre de que había visto aquel rostro. El brillo de las llamas desveló lo que quedaba de su mirada. Sentí que la garganta se me secaba.

– ¿María? -balbuceé.

La hija de Kolvenik, o la criatura que habitaba en su carcasa, se detuvo un instante, dudando.

– ¿María? -llamé de nuevo.

Nada quedaba del aura angelical que recordaba en ella. Su belleza había sido mancillada. Una alimaña patética y escalofriante ocupaba su lugar. Su piel estaba todavía fresca. Kolvenik había trabajado rápido. Bajé el revólver y traté de alargar una mano hacia aquella pobre mujer. Quizás aún había una esperanza para ella.

– ¿María? ¿Me reconoce? Soy Oscar. Oscar Drai. ¿Me recuerda?

María Shelley me miró intensamente. Por un instante, un destello de vida asomó a su mirada. La vi derramar lágrimas y alzar sus manos. Contempló las grotescas garras de metal que brotaban de sus brazos y la oí gemir. Le tendí mi mano. María Shelley dio un paso atrás, temblando.

Una bocanada de fuego estalló sobre una de las barras que sostenían el telón principal. La lámina de tela raída se desprendió en un manto de fuego. Las cuerdas que lo habían sostenido salieron despedidas en látigos de llamas y la pasarela sobre la que nos sosteníamos fue alcanzada de pleno. Una línea de fuego se dibujó entre nosotros.

Tendí de nuevo mi mano a la hija de Kolvenik.

– Por favor, tome mi mano.

Se retiró, rehuyéndome. Su rostro estaba cubierto de lágrimas.

La plataforma a nuestros pies crujió.

– María, por favor…

La criatura observó las llamas, como si viera algo en ellas. Me dirigió una última mirada que no supe comprender y aferró la cuerda ardiente que había quedado tendida sobre la plataforma. El fuego se extendió por su brazo, al torso, a sus cabellos, sus ropas y su rostro. La vi arder como si fuera una figura de cera hasta que las tablas cedieron a sus pies y su cuerpo se precipitó al abismo.