Me encogí de hombros.
– Es un fragmento de una de sus óperas. "Lakmé".
– ¿Y esa voz?
– Mi madre.
La miré atónito.
– ¿Tu madre es cantante de ópera?
Marina me devolvió una mirada impenetrable.
– Era respondió. Murió.
Germán nos esperaba en el salón principal, una gran habitación ovalada. Una lámpara de lágrimas de cristal pendía del techo. El padre de Marina iba casi de etiqueta. Vestía traje y chaleco, y su cabellera plateada aparecía pulcramente peinada hacia atrás. Me pareció estar viendo a un caballero de fin de siglo. Nos sentamos a la mesa, ataviada con manteles de hilo y cubiertos de plata.
– Es un placer tenerle entre nosotros, Oscar dijo Germán. No todos los domingos tenemos la fortuna de contar con tan grata compañía.
La vajilla era de porcelana, genuino artículo de anticuario. El menú parecía consistir en una sopa de aroma delicioso y pan. Nada más. Mientras Germán me servía a mí primero, comprendí que todo aquel despliegue se debía a mi presencia. A pesar de la cubertería de plata, la vajilla de museo y las galas de domingo, en aquella casa no había dinero para un segundo plato. Por no haber, no había ni luz. La casa estaba perpetuamente iluminada con velas. Germán debió de leerme el pensamiento.
– Habrá advertido que no tenemos electricidad, Oscar. Lo cierto es que no creemos demasiado en los adelantos de la ciencia moderna. Al fin y al cabo, ¿qué clase de ciencia es ésa, capaz de poner un hombre en la luna pero incapaz de poner un pedazo de pan en la mesa de cada ser humano?
– A lo mejor el problema no está en la ciencia, sino en quienes deciden cómo emplearla -sugerí.
Germán consideró mi idea y asintió con solemnidad, no sé si por cortesía o por convencimiento.
– Intuyo que es usted un tanto filósofo, Oscar. ¿Ha leído a Schopenhauer?
Advertí los ojos de Marina sobre mí, sugiriéndome que le siguiese la corriente a su padre.
– Sólo por encima -improvisé.
Saboreamos la sopa sin hablar. Germán me sonreía amablemente de vez en cuando y observaba con cariño a su hija. Algo me decía que Marina no tenía muchos amigos y que Germán veía con buenos ojos mi presencia allí, a pesar de no ser capaz de distinguir entre Schopenhauer y una marca de artículos ortopédicos.
– Y dígame usted, Oscar, ¿qué se cuenta en el mundo estos días?
Formuló esta pregunta de tal modo que sospeché que, si le anunciaba el final de la Segunda Guerra Mundial, iba a causar un revuelo.
– No mucho, la verdad dije, bajo la atenta vigilancia de Marina. Vienen elecciones…
Esto despertó el interés de Germán, que detuvo la danza de su cuchara y sopesó el tema.
– ¿Y usted qué es, Oscar? ¿De derechas o de izquierdas?
– Oscar es ácrata, papá -cortó Marina.
El pedazo de pan se me atragantó. No sabía lo que significaba aquella palabra, pero sonaba a anarquista en bicicleta. Germán me observó detenidamente, intrigado.
– El idealismo de la juventud… murmuró. Lo comprendo, lo comprendo. A su edad, yo también leí a Bakunin. Es como el sarampión; hasta que no se pasa…
Lancé una mirada asesina a Marina, que se relamía los labios como un gato. Me guiñó el ojo y desvió la vista. Germán me observó con curiosidad benevolente. Le devolví su amabilidad con una inclinación de cabeza y me llevé la cuchara a los labios. Al menos así no tendría que hablar y no metería la pata.
Comimos en silencio. No tardé en advertir que, al otro lado de la mesa, Germán se estaba quedando dormido. Cuando finalmente la cuchara resbaló entre sus dedos, Marina se levantó y, sin mediar palabra, le aflojó el corbatín de seda plateada. Germán suspiró. Una de sus manos temblaba ligeramente. Marina tomó a su padre del brazo y le ayudó a incorporarse. Germán asintió, abatido, y me sonrió débilmente, casi avergonzado.
Me pareció que había envejecido quince años en un soplo.
– Me disculpará usted, Oscar… -dijo con un hilo de voz. Las cosas de la edad…
Me incorporé a mi vez, ofreciendo ayuda a Marina con una mirada. Ella la rechazó y me pidió que permaneciese en la sala. Su padre se apoyó en ella y así los vi abandonar el salón.
– Ha sido un placer, Oscar… -murmuró la voz cansina de Germán, perdiéndose en el corredor de sombras. Vuelva a visitarnos, vuelva a visitarnos…
Escuché los pasos desvanecerse en el interior de la vivienda y esperé el regreso de Marina a la luz de las velas por espacio de casi media hora. La atmósfera de la casa fue calando en mí. Cuando tuve la certeza de que Marina no iba a volver, empecé a preocuparme.
Dudé en ir a buscarla, pero no me pareció correcto husmear en las habitaciones sin invitación. Pensé en dejar una nota, pero no tenía nada con qué hacerlo. Estaba anocheciendo, así que lo mejor era marcharme. Ya me acercaría al día siguiente, después de clase, para ver si todo andaba bien. Me sorprendió comprobar que apenas hacía media hora que no veía a Marina y mi mente ya estaba buscando excusas para regresar. Me dirigí hasta la puerta trasera de la cocina y recorrí el jardín hasta la verja. El cielo se apagaba sobre la ciudad con nubes en tránsito.
Mientras paseaba hacia el internado, lentamente, los acontecimientos de la jornada desfilaron por mi mente. Al ascender las escaleras de mi habitación en el cuarto piso estaba convencido de que aquél había sido el día más extraño de mi vida. Pero si se pudiese comprar un billete para repetirlo, lo habría hecho sin pensarlo dos veces.
Capítulo 7
Por la noche soñé que estaba atrapado en el interior de un inmenso caleidoscopio. Un ser diabólico, de quien sólo podía ver su gran ojo a través de la lente, lo hacía girar. El mundo se deshacía en laberintos de ilusiones ópticas que flotaban a mi alrededor. Insectos. Mariposas negras. Desperté de golpe con la sensación de tener café hirviendo corriéndome por las venas. El estado febril no me abandonó en todo el día.
Las clases del lunes desfilaron como trenes que no paraban en mi estación. JF se percató en seguida.
– Normalmente estás en las nubes -sentenció, pero hoy te estás saliendo de la atmósfera. ¿Estás enfermo?
Con gesto ausente le tranquilicé. Consulté el reloj sobre la pizarra del aula. Las tres y media. En poco menos de dos horas se acababan las clases. Una eternidad. Afuera, la lluvia arañaba los cristales.
Al toque del timbre me escabullí a toda velocidad, dando plantón a JF en nuestro habitual paseo por el mundo real. Atravesé los eternos corredores hasta llegar a la salida. Los jardines y las fuentes de la entrada palidecían bajo un manto de tormenta. No llevaba paraguas, ni siquiera una capucha. El cielo era una lápida de plomo. Los faroles ardían como cerillas.
Eché a correr. Sorteé charcos, rodeé los desagües desbordados y alcancé la salida. Por la calle descendían regueros de lluvia, como una vena desangrándose. Calado hasta los huesos corrí por calles angostas y silenciosas. Las alcantarillas rugían a mi paso. La ciudad parecía hundirse en un océano negro.
Me llevó diez minutos llegar a la verja del caserón de Marina y Germán. Para entonces ya tenía la ropa y los zapatos empapados sin remedio. El crepúsculo era un telón de mármol grisáceo en el horizonte. Creí escuchar un chasquido a mis espaldas, en la boca del callejón. Me volví sobresaltado. Por un instante sentí que alguien me había seguido. Pero no había nadie allí, tan sólo la lluvia ametrallando charcos en el camino.
Me colé a través de la verja. La claridad de los relámpagos guió mis pasos hasta la vivienda. Los querubines de la fuente me dieron la bienvenida. Tiritando de frío, llegué a la puerta trasera de la cocina. Estaba abierta. Entré. La casa estaba completamente a oscuras. Recordé las palabras de Germán acerca de la ausencia de electricidad. No se me ocurrió pensar hasta entonces que nadie me había invitado. Por segunda vez, me colaba en aquella casa sin ningún pretexto. Pensé en irme, pero la tormenta aullaba afuera. Suspiré. Me dolían las manos de frío y apenas sentía la punta de los dedos. Tosí como un perro y sentí el corazón latiéndome en las sienes. Tenía la ropa pegada al cuerpo, helada. "Mi reino por una toalla", pensé.