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Kim Stanley Robinson

Marte azul

Para Lisa, David y Timothy

PRIMERA PARTE

La Montaña del Pavo Real

Marte es libre ahora. Estamos solos. Nadie nos dice lo que tenemos que hacer.

Era Ann quien hablaba, de pie en la parte delantera del vagón.

Pero es muy fácil volver a caer en las viejas pautas de comportamiento. Acabas con una jerarquía y otra surge para ocupar su lugar. Tendremos que estar en guardia para evitar que eso ocurra, porque siempre habrá quien intente crear otra Tierra. La areofanía ha de ser continua, una lucha eterna. Ahora más que nunca debemos intentar definir qué significa ser marciano.

Sus oyentes, hundidos en los asientos, contemplaban a través de las ventanas el terreno que dejaban atrás con rapidez. Estaban cansados, tenían los ojos irritados. Rojos de ojos enrojecidos. En la cruda luz del amanecer todo semejaba nuevo: la tierra barrida por el viento aparecía desnuda, salvo allí donde la maleza y los guijarros cubiertos de liquen ponían mantos de color caqui. Habían expulsado de Marte a los poderes terrestres; una larga campaña, coronada por meses de frenética actividad, y estaban agotados.

Vinimos a Marte desde la Tierra, y ese pasaje supuso una cierta purificación. Era más fácil comprender las cosas, gozábamos de una libertad de acción que nunca antes habíamos tenido, surgía la oportunidad de expresar lo mejor de nosotros mismos. Y actuamos. Estamos creando una forma de vida mejor.

Ése era el mito, todos habían crecido con él. Y en ese momento, mientras Ann volvía a narrarlo, los jóvenes marcianos la miraron sin verla. Ellos habían diseñado la revolución; lucharon a lo largo y ancho de Marte y empujaron a la policía terrana hacia Burroughs; después inundaron la ciudad y persiguieron a los terranos hasta Sheffield, en la cima de Pavonis Mons. Aún tenían que forzar al enemigo a abandonar Sheffield, subir por el cable espacial y regresar a la Tierra; aún quedaba mucho por hacer. Pero con la exitosa evacuación de Burroughs habían logrado una gran victoria, y algunos de los rostros inexpresivos que miraban a Ann o el paisaje parecían querer un respiro, un momento para saborear el triunfo. Estaban exhaustos.

Hiroko nos ayudará, dijo un hombre joven, rompiendo el silencio de la levitación del tren.

Ann negó con la cabeza. Hiroko es una verde, dijo, la primera verde. Hiroko inventó la areofanía, replicó el joven nativo. Ésa es su principal preocupación: Marte. Ella nos ayudará, lo sé. La encontré y me lo dijo.

Sólo que está muerta, dijo alguien.

Otro silencio. El mundo discurría debajo de ellos.

Al fin, una joven alta se puso de pie, avanzó por el pasillo y abrazó a Ann. El hechizo se había roto; abandonaron las palabras, se levantaron y se agruparon en la parte frontal del vagón, alrededor de Ann, y la abrazaron o le estrecharon la mano… o simplemente la tocaron. Ann Clayborne, la mujer que les había enseñado a amar a Marte, la misma que los había guiado en la lucha para independizarse de la Tierra. Y aunque los ojos enrojecidos de la mujer seguían contemplando fijamente la castigada extensión rocosa del Macizo de Tyrrhena, sonreía. Les devolvía los abrazos, estrechaba las manos, se empinaba para tocar las caras. Todo irá bien, dijo. Conseguiremos que Marte sea libre. Y ellos dijeron sí, y se felicitaron unos a otros. A Sheffield, exclamaron. A terminar el trabajo. Marte nos enseñará cómo hacerlo.

Sólo que ella no está muerta, objetó el hombre joven. La vi el mes pasado en Arcadia. Aparecerá de nuevo. Aparecerá en alguna parte.

En cierto momento antes del amanecer, en el cielo refulgían las mismas franjas rosadas del principio, pálidas y claras en el este, intensas y estrelladas en el oeste. Ann esperó ese momento mientras sus compañeros conducían hacia el oeste, hacia una mole oscura que se elevaba hacia el cielo: la Protuberancia de Tharsis, puntuada por el ancho cono de Pavonis Mons. A medida que subían desde Noctis Labyrinthus por el flanco oriental del gran volcán escudo fueron dejando atrás la mayor parte de la nueva atmósfera; la presión del aire al pie de Pavonis era de sólo 180 milibares, y durante la ascensión cayó por debajo de los 100 y siguió bajando. Ascendieron lentamente; la vegetación desapareció y sintieron crujir bajo las ruedas la nieve sucia cincelada por el viento. Luego dejaron atrás incluso la nieve, y al fin sólo hubo roca y los eternos vientos, gélidos y tenues, de la corriente del chorro. La tierra desnuda presentaba el aspecto que había tenido en los años prehumanos, como si el viaje los hiciera retroceder al pasado.

No era así. Pero algo fundamental en Ann Clayborne se animaba con la visión de ese rocoso mundo férrico bajo los vientos perpetuos, y mientras los vehículos rojos continuaban su singladura montaña arriba, sus ocupantes se sintieron tan extasiados como Ann, y el silencio imperó en las cabinas cuando el sol quebró el horizonte distante detrás de ellos.

La pendiente se hizo menos pronunciada y describió una perfecta sinusoide hasta el terreno llano de la meseta circular de la cima. Desde allí alcanzaban a ver las ciudades-tienda que circundaban el borde de la gigantesca caldera, apiñadas en particular alrededor del pie del ascensor espacial, unos treinta kilómetros al sur.

Detuvieron los rovers. El silencio antes reverente en las cabinas era ahora sombrío. Ann estaba de pie delante de una de las ventanas de la cabina superior, mirando al sur, hacia Sheffield, esa hija del ascensor espaciaclass="underline" construida a causa del ascensor, arrasada cuando éste cayó, erigida de nuevo con el sustituto del ascensor. Ésa era la ciudad que iba a destruir, tan definitivamente como Roma había destruido Cartago; porque tenía la intención de derribar también el nuevo cable, como habían hecho con el primero en 2061. Y la mayor parte de Sheffield sería arrasada de nuevo. Lo que quedara estaría ubicado inútilmente en la cumbre de un volcán elevado, por encima del grueso de la atmósfera. A medida que el tiempo pasara, las estructuras supervivientes serían abandonadas y desmanteladas para recuperar los materiales, y sólo quedarían los fundamentos de la tienda y tal vez una estación meteorológica, en el silencio soleado de una cima montañosa. La sal ya estaba en la tierra.

Una vivaracha roja de Tharsis llamada Irishka salió a recibirlos en un pequeño rover y los guió a través del laberinto de almacenes y pequeñas tiendas que rodeaban la intersección de la pista ecuatorial con la que rodeaba el borde. Mientras la seguían, les fue describiendo la situación local. La mayor parte de Sheffield y el resto de los asentamientos del borde de Pavonis estaban ya en manos de los revolucionarios marcianos. Pero no así el ascensor espacial y los barrios que rodeaban el complejo de su base, y ahí estaba el problema. Las fuerzas revolucionarias de Pavonis estaban formadas en su mayoría por milicias mal equipadas que no necesariamente compartían los mismos objetivos. Que hasta aquel momento hubiesen tenido éxito se debía a numerosos factores: la sorpresa, el control del espacio marciano, varias victorias estratégicas, el apoyo masivo de la población marciana y el hecho de que la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas fuese reacia a abrir fuego contra los civiles, aunque se manifestaran en masa por las calles. Como resultado, las fuerzas de seguridad de la UNTA se habían replegado en todo Marte para reagruparse en Sheffield, y en ese momento muchos atestaban las cabinas del ascensor que subían a Clarke, el asteroide de lastre y estación espacial que había al final del ascensor. El resto se apiñaba en los barrios que rodeaban el enorme complejo de la base, llamado el Enchufe. Ese distrito lo constituían las instalaciones de soporte del ascensor, los almacenes industriales y los albergues, dormitorios y restaurantes necesarios para alojar y alimentar a los obreros del puerto.