—¡Esto tiene que acabar! —gritó. Dao parecía sorprendido.
—¡Pero si estamos a punto de hacernos con el Enchufe!
—¿Y entonces qué?
—Habla con Kasei. Está adelante, más arriba, se dirige a Arsiaview. Uno de los misiles salió disparado con un sonido apenas audible en el aire tenue. Ann echó a correr por la calle, manteniéndose todo lo cerca que podía de los edificios que la bordeaban. Era peligroso, pero en aquel momento no le importaba morir, y por tanto no tenía miedo. Peter estaba en algún lugar de Sheffield, al mando de los revolucionarios verdes que habían estado allí desde el principio. Habían sido lo suficientemente competentes para mantener a las fuerzas de seguridad de la UNTA atrapadas en el cable y en Clarke, de modo que no eran los jóvenes y desvalidos manifestantes pacifistas que Kasei y Dao suponían. Sus hijos espirituales lanzaban un ataque sobre su único hijo, convencidos de que contaban con el beneplácito de ella. Como una vez lo habían tenido. Pero ahora…
Siguió corriendo desesperadamente, a pesar de que respiraba con dificultad y el sudor le chorreaba por todo el cuerpo. Al fin alcanzó el muro sur de la tienda, donde encontró una pequeña flota de rovers-roca rojos, Rocas-Tortuga de la fábrica de automóviles de Acheron. Pero nadie respondió a sus llamadas, y cuando miró con más atención advirtió que las cubiertas de roca de los rovers estaban agujereadas en la parte delantera. Si había alguien dentro, estaba muerto. Siguió corriendo descuidadamente sobre los escombros hacia el este, manteniéndose cerca del muro de la tienda, con un pánico creciente. Sabía que un disparo perdido de cualquiera de los bandos podía acabar con ella, pero tenía que encontrar a Kasei. Volvió a intentarlo en la consola de muñeca.
En ese momento, recibió una llamada. Era Sax.
—No es lógico asociar el destino del ascensor con los objetivos de la terraformación —estaba diciendo, como si hablara con alguien más—. El cable podría estar amarrado a un planeta helado.
Hablaba el Sax de siempre, el Sax demasiado Sax; pero entonces debió de advertir que ella estaba en línea, porque miró como un búho la pantalla de su muñeca y dijo:
—Escucha, Ann, podemos agarrar la historia por el brazo y destruirla… crearla. Crearla de nuevo.
El Sax que ella conocía jamás habría dicho eso. Ni habría hablado con ella angustiado, implorante, visiblemente crispado; era un espectáculo en verdad aterrador.
—Te aman, Ann. Eso es lo que puede salvarnos. Las historias emocionales son las historias verdaderas. Las cuencas del deseo y la devolución… devoción. Tú eres la… personificación de ciertos valores… para los nativos. No puedes escapar a eso. Tienes que actuar de acuerdo con ello. Yo lo hice en Da Vinci y resultó… útil. Ahora te toca a ti. Tienes que hacerlo. Por esta vez, Ann, tienes que unirte a nosotros. Ayudémonos mutuamente o actuemos por separado. Utiliza tu valor icónico.
Era tan extraño oír esas cosas en boca de Saxifrage Russell. Entonces pareció dominarse y su viejo yo volvió a hablar:
—… el procedimiento lógico es plantear los términos de una suerte de ecuación de los intereses en conflicto.
Sonó un pitido en la muñeca de Ann y ella cortó a Sax y recibió la nueva llamada. Era Peter, en la frecuencia roja codificada, con una expresión sombría en el rostro.
—¡Ann! —Miraba fijamente la pequeña pantalla de muñeca.— Escucha, madre… ¡quiero que detengas a esa gente!
—No me vengas con eso de madre —le espetó ella—. Estoy intentándolo. ¿Sabes dónde están?
—Vaya si lo sé. Acaban de forzar la entrada de la tienda de Arsiaview. Están avanzando… parece que intentan llegar al Enchufe desde el sur. — Con expresión lúgubre escuchó el mensaje que alguien fuera de la cámara le transmitía.— Bien. —Volvió a mirarla.— Ann, ¿puedo conectarte con Hastings, en Clarke? Si tú le dices que estás intentando detener el ataque rojo, tal vez creerá que se trata sólo de un puñado de extremistas y no intervendrá. Hará lo que considere necesario para defender el cable. Temo que esté a punto de acabar con todos nosotros.
—Hablaré con él.
Y allí estaba, un rostro salido del pasado, de un tiempo perdido, habría dicho Ann; y sin embargo le resultó familiar al instante, un hombre de rostro enjuto y demacrado, furioso, a punto de perder los nervios. ¿Era posible que alguien hubiera soportado aquellas presiones enormes durante los cien años anteriores? No. Era sólo el momento que se repetía de nuevo.
—Soy Ann Clayborne —dijo, y al ver que el rostro del hombre se crispaba todavía más, añadió—: Quiero que sepa que el ataque que se está desarrollando aquí abajo no representa la política del partido rojo.
Se le encogió el estómago al decirlo, y sintió un sabor agrio en la garganta. Pero continuó:
—Es obra de un grupo disidente, llamado Kakaze. Son los mismos que rompieron el dique de Burroughs. Estamos tratando de neutralizarlos y esperamos haberlo conseguido al anochecer.
Era la sarta de mentiras más horrorosa que había dicho nunca.
Se sintió como si Frank Chalmers hubiese bajado y se hubiera apropiado de su boca; no podía soportar el sabor de aquellas palabras en la lengua. Cortó la conexión antes de que su rostro delatara cuántas falsedades estaba vomitando. Hastings desapareció sin haber dicho una palabra, y su rostro fue reemplazado por el de Peter, quien no advirtió que ella volvía a estar en la línea; Ann lo oía, pero la consola de muñeca de su hijo enfocaba una pared.
—… si no se detienen por iniciativa propia, tendremos que obligarlos, porque si no lo hará la UNTA y todo se irá al infierno. Preparen el contraataque, yo daré la orden.
—¡Peter! —exclamó ella sin poder evitarlo.
La imagen de la pequeña pantalla osciló y enfocó el rostro de Peter.
—Arréglatelas con Hastings —dijo con voz ahogada, casi sin poder mirar al traidor—. Voy a buscar a Kasei.
Arsiaview era la tienda más meridional y ahora aparecía llena de humo, que subía serpenteando, formando largas líneas amorfas que revelaban el sistema de ventilación de la tienda. Las alarmas sonaban por doquier, chillonas en el aire aún espeso, y había fragmentos del plástico transparente del armazón desparramados por el césped verde de la calle. Ann tropezó con un cuerpo acurrucado en la misma posición que las figuras fosilizadas por la ceniza en Pompeya. Arsiaview era estrecha y larga, y no sabía en qué dirección ir. El fragor de los lanzamisiles la llevó hacia el este, hacia el Enchufe, el imán de la locura… un monopolo que descargaba la insensatez de la Tierra sobre ellos.
Tal vez hubiera un plan detrás del caos aparente; las defensas del cable parecían capaces de resistir el ataque de los misiles ligeros rojos, pero si los atacantes destruían completamente Sheffield y el Enchufe, la UNTA no tendría ningún lugar al que bajar, y por tanto importaría poco que el cable siguiera en lo alto. Era un plan que repetía el empleado para resolver la situación en Burroughs.
Pero era un plan inadecuado. Burroughs estaba en las tierras bajas, donde había una atmósfera, donde la gente podía vivir al aire libre, al menos durante un tiempo. Sheffield estaba en las alturas, y por tanto era como volver al pasado, a 2061, cuando una tienda pinchada significaba el fin para cualquiera expuesto a los elementos. Al mismo tiempo, la mayor parte de Sheffield era subterránea, distribuida en numerosas plantas superpuestas talladas en el muro de la caldera. Sin duda el grueso de la población se había refugiado abajo, y si los combatientes los acosaban se crearía una situación de pesadilla. Pero en la superficie, donde la lucha era posible, la gente se exponía a que les dispararan desde el cable. No, aquello no podía funcionar. Ni siquiera podían ver con claridad cómo se estaban desarrollando los acontecimientos. Hubo nuevas explosiones cerca del Enchufe, estática en el intercom, y mientras buscaba, el receptor captó palabras aisladas de otras frecuencias codificadas: «… tomado Arsiaviewpkkkkkk,…». «Tenemos que recuperar la IA, coordenadas X tres dos dos, Y ochopkkkkk…» Debían de haber disparado una nueva andanada de misiles contra el cable, porque allá en lo alto Ann vio una línea ascendente de explosiones enceguecedoras, sin ningún sonido; y después unos grandes fragmentos ennegrecidos llovieron sobre las tiendas que la rodeaban y se estrellaron contra el material invisible o embistieron la estructura invisible, y luego se precipitaron sobre los edificios como si fueran vehículos escacharrados arrojados a un desguace, con un gran estrépito a pesar del aire tenue y la distancia; el suelo vibraba bajo sus pies. Aquello se prolongó varios minutos, y los fragmentos caían alejándose cada vez más, y cualquier segundo de aquellos minutos podía haber traído la muerte sobre ella. Se quedó de pie mirando el cielo oscuro, y la esperó.