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—Sí, y cuando se desempolvan los informes nadie los cree veraces, o los atribuyen a la credulidad de otros tiempos. Como no hay nadie vivo que pueda reproducir las proezas descritas se concluye que los investigadores se equivocaban o que los engañaron. Pero muchos de los informes parecen tener fundamento.

—¿Cuáles? —preguntó Sax. No se le había ocurrido examinar informes que juzgaba invariablemente anecdóticos. Pero era lógico remitirse a ellos.

—El director de orquesta Toscanini sabía de memoria las notas de todos los instrumentos de unas doscientas cincuenta obras sinfónicas — contestó Marina—, y la letra y la música de unas cien óperas, además de infinidad de obras menores.

—¿Está comprobado?

—Digamos que al azar. Un fagotista rompió una llave de su instrumento y se lo comunicó a Toscanini, y tras pensar un momento éste le dijo que no se preocupara porque esa noche no tendría que utilizarla. Dirigía sin partitura y anotaba las partes que faltaban en las de los músicos. Cosas así.

—Humm…

—El musicólogo Tovey tenía una capacidad semejante —dijo Ursula—. No es raro entre los músicos. Como si la música fuese un lenguaje en el que a veces son posibles increíbles proezas de memorización.

—Humm.

—El profesor Athens, de la Universidad de Cambridge —continuó Marina—, de principios del siglo veintiuno, poseía un vasto conocimiento sobre infinidad de temas, música, cómo no, pero también poesía, historia, matemáticas, y recordaba su propio pasado siguiendo una cronología diaria. «La clave está en el interés —decía—. El interés centra la atención.» —Es cierto —dijo Sax.

—Utilizaba su memoria principalmente para lo que le parecía interesante. Interés en el significado, lo llamaba él. Pero en dos mil sesenta recordó una lista de veintitrés palabras de un test de dos mil treinta y dos sin importancia para él.

—Me gustaría saber más de ese hombre.

—Era menos anormal que otros de su especie. Los llamados «calculadores de calendario» o los que podían recordar las imágenes que les presentaban con gran lujo de detalles, solían tener problemas en otros aspectos de su vida.

Marina asintió.

—Como los latvios Shereskevskii y un tal VP, que recordaban un número increíble de cosas, en los tests y en cualquier otra circunstancia, pero experimentaban sinestesias.

—Humm. Hiperactividad del hipocampo, tal vez.

—Tal vez.

Mencionaron algunos ejemplos más. En la década de 1930, en Estados Unidos un tal Finkelstein sumaba los resultados electorales de todo el país más deprisa que cualquier calculadora. Eruditos talmúdicos que no sólo memorizaban el Talmud, sino también la localización de cada palabra en cada página. Narradores orales que sabían todo Homero de memoria. Y los que habían utilizado el método renacentista del palacio de la memoria con gran éxito. El propio Sax lo había probado después de su embolia, con buenos resultados. La lista era larga.

—Esas extraordinarias habilidades no parecen lo mismo que la memoria corriente —comentó Sax.

—Memoria eidética —dijo Marina—. Basada en imágenes que retornan con gran nitidez. Se dice que es así como recuerdan los niños. En la pubertad esto cambia, al menos para la mayoría ellos, como si la memoria de esa gente no sufriera la metamorfosis de la adolescencia.

—Aun así —dijo Sax—, me pregunto si no serán los ejemplos sobresalientes de una distribución continua de esa capacidad o si son ejemplares de una rara distribución bimodal.

Marina se encogió de hombros.

—No lo sabemos. Pero estamos estudiando a uno de ellos.

—¿Cómo? ¿Aquí?

—Sí. Es Zeyk. Él y Nazik se han mudado aquí para que podamos estudiarlo y colabora de buen grado. Nazik lo alienta porque cree que le reportará algún bien. Él no disfruta especialmente de su capacidad, ¿sabes?, que no parece tener relación con trucos de cálculo, aunque es mejor en eso que la mayoría. Pero recuerda su pasado con extraordinario detalle.

—Me parece recordar que algo he oído, sí —dijo Sax. Las dos mujeres se echaron a reír y él, sorprendido, se unió a ellas—. Me gustaría ver cómo trabajan con él.

—Claro. Está en el laboratorio de Smadar. Es interesante. Le pasan vídeos de acontecimientos que él presenció y le hacen preguntas; y mientras él narra lo que recuerda, le aplican lo último en materia de escáners cerebrales.

—Parece muy interesante.

Ursula lo llevó a un laboratorio en penumbra en el que se alineaban varias camillas ocupadas por sujetos a quienes se les estaban practicando diferentes escáners; unas imágenes coloridas parpadeaban en las pantallas y el aire. Las camillas vacías tenían un aspecto siniestro.

Después de los pacientes nativos que había visto, Zeyk le pareció un espécimen de homo habilis arrancado de la prehistoria para comprobar su capacidad mental. Llevaba un casco erizado de conexiones y su barba blanca estaba empapada; los ojos hundidos en su rostro pálido y manchado miraban con cansancio. Nazik estaba sentada junto al lecho y le sostenía una mano. Sobre un hológrafo próximo flotaba una imagen tridimensional de alguna parte del cerebro de Zeyk, surcada por relámpagos de verde, rojo, azul y oro pálido. En la pantalla contigua a la camilla oscilaban las imágenes de una pequeña ciudad-tienda en la oscuridad. Una mujer joven, presumiblemente la investigadora Smadar, le hacía preguntas a Zeyk.

—¿Dice que la Ahad atacó a la Fetah?

Había graves disensiones entre ambas, y mi impresión era que las estaba provocando la Ahad. Aunque creo que había alguien más, alguien que las azuzaba una contra otra, llenando las ventanas de pintadas ofensivas y cosas por el estilo.

—¿Se daban a menudo conflictos tan graves en el seno de la Hermandad Musulmana?

—En aquel entonces los hubo. Sin embargo, ignoro qué los provocó aquella noche. En ello veo la mano de alguien, porque fue como sí de repente todos se hubieran vuelto locos.

Sax sintió un nudo en el estómago y un repentino frío, como si el sistema de ventilación hubiese dejado entrar el gélido aire de la mañana. La pequeña ciudad que aparecía en las pantallas era Nicosia y estaban hablando de la noche que asesinaron a John Boone. Smadar miraba los vídeos y hacía preguntas: estaban grabando a Zeyk. Éste levantó la vista y saludó a Sax con un movimiento de la cabeza.

—Russell también estaba allí.

—¿Es cierto? —preguntó Smadar echándole a Sax una mirada especulativa.

—Sí.

Hacía muchos años que Sax no pensaba en aquel episodio, quizá casi un siglo. Cayó en la cuenta de que no había vuelto a pisar Nicosia desde aquella noche, como si hubiera estado evitándola. Represión, sin duda. Apreciaba mucho a John, que había trabajado para él durante varios años antes de que lo asesinaran. Habían sido amigos.

—Vi que lo atacaban —dijo, para sorpresa de todos.

—¿De veras? —exclamó Smadar; todos lo miraban—. ¿Qué fue lo que vio? —le preguntó después, echando una breve mirada a la imagen del cerebro de Zeyk, en el que relampagueaba una silenciosa tormenta. Aquello era el pasado, una muda tormenta eléctrica. La tarea que habían acometido.

—Había una pelea —dijo Sax hablando despacio, con malestar, mirando la imagen holográfíca como si fuera una bola de cristal—. En una pequeña plaza donde una calle lateral confluía con el bulevar principal.

Cerca de la medina.

—¿Eran árabes? —preguntó la joven.

—Es posible —dijo Sax. Cerró los ojos, y aunque no podía evocar ninguna imagen, tuvo una especie de visión ciega—. Sí, creo que sí.

Al abrir los ojos vio que Zeyk lo miraba.

—¿Los conocías? —graznó Zeyk—. ¿Recuerdas qué aspecto tenían? Sax meneó la cabeza y el movimiento pareció desatar una imagen, oscura. El vídeo mostraba las calles oscuras de Nicosia, en las que la luz parpadeaba como los pensamientos en el cerebro de Zeyk.