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Durante ese paseo, sin embargo, el recuerdo de John interrumpió con frecuencia sus observaciones. John Boone había trabajado para él durante los últimos años de su vida y habían mantenido más de una discusión a propósito del rápido desarrollo de la situación marciana; años vitales durante los cuales John había conservado su alegría, su optimismo; digno de confianza, leal, servicial, amistoso, cortés, bondadoso, obediente, alegre, valeroso, puro y reverente… No, no exactamente; también era brusco, impaciente, arrogante, perezoso, negligente, adicto a las drogas, orgulloso. A pesar de todo Sax había llegado a confiar en él y lo había amado como a un hermano mayor que lo protegía en el vasto mundo exterior. Pero lo habían asesinado. Esas personas son siempre el objetivo de los asesinos, que no pueden soportar su coraje. Lo habían matado y Sax se había quedado mirando sin hacer nada. Paralizado por el miedo y la sorpresa. ¿Por qué no los detuviste?, había gritado Maya; recordaba la voz áspera de ella.

No estaba asustado, no, no hice nada. De todos modos, habría podido hacer muy poco a aquellas alturas. Antes, cuando empezaron a producirse los ataques contra John, podía haberle encomendado otras tareas y asignado guardaespaldas, o, puesto que John los habría rechazado, contratarlos para que lo siguieran en secreto y lo protegieran mientras los amigos se quedaban paralizados por el terror. Pero no lo había hecho. Y su hermano había acabado asesinado, el hermano que se reía de él pero también lo amaba, que lo había amado mucho antes de que nadie reparara en él.

Sax vagó por la llanura fracturada, afligido por la pérdida de su amigo ciento cincuenta y tres años antes. A veces el tiempo parecía no existir.

De pronto se detuvo en seco, devuelto al presente por la visión de la vida. Unos pequeños roedores blancos husmeaban en un prado húmedo, seguramente pikas de la nieve, aunque su blancura las hacía tan semejantes a las ratas de laboratorio que Sax se sobresaltó. Ratas blancas de laboratorio, pero sin rabo, ratas de laboratorio mutantes, libres al fin, fuera de sus jaulas, merodeando por los pastos verdes, una alucinación surrealista, parpadeando y olisqueando en busca de alimento, mascando semillas, nueces y flores. A John siempre le había divertido el mito de Sax y las cien ratas de laboratorio. La mente de Sax, liberada y dispersa. Éste es nuestro cuerpo.

Se puso en cuclillas y observó los pequeños roedores hasta que sintió frío. Había criaturas mayores en esa llanura que no dejaban de sorprenderlo: venados, wapitis, alces, carneros, renos, caribúes, osos pardos, osos grises, incluso manadas de lobos, grises sombras fugitivas, y todos le parecían salidos de un sueño, lo sobresaltaban y desconcertaban; nada de eso era natural, y sin embargo allí estaban. Como aquellas pikas de la nieve, felices en su oasis. No era naturaleza, ni cultura: era Marte.

Pensó en Ann. Quería que ella los viera.

Pensaba en ella a menudo. Ann estaba viva, y por tanto aún existía la posibilidad de hablar con ella. En el curso de sus averiguaciones había descubierto que vivía integrada en una pequeña comunidad de escaladores rojos que ocupaban la caldera de Olympus Mons. Por lo visto la habitaban por turnos, para mantener la densidad de población baja a pesar del atractivo que tenían para ellos las condiciones primitivas imperantes en las paredes escarpadas de aquellos grandes agujeros, aunque por lo que había oído, Ann podía quedarse cuanto quisiera, y de hecho abandonaba la caldera muy raramente. Eso le había contado Peter, que se había enterado por terceros. Era triste ver el distanciamiento al que madre e hijo habían llegado; absurdo, pero entre familiares parecían producirse los distanciamientos más intransigentes.

El caso es que Ann estaba en Olympus Mons, y por tanto casi a la vista, tras el horizonte meridional. Y él quería hablar con ella. Todas sus reflexiones sobre lo que sucedía en Marte parecían darse en el marco de una conversación interior con Ann, no tanto una discusión como un continuo intento de persuasión. Si la realidad de Marte azul lo había cambiado tanto a él, ¿por qué no podía hacerlo con Ann también? ¿No era casi inevitable, incluso necesario? ¿Había ocurrido ya, tal vez? Para Sax los años de amar aquello que Ann amaba de Marte habían pasado, había llegado la hora de que ella le correspondiera, si eso era posible. Para su profundo malestar, Ann se había convertido en el rasero con el que medía cuanto había hecho, su valor, su admisibilidad; algo insólito para él, pero incuestionable.

Otro nudo incómodo en su mente, como el sentimiento de culpabilidad por la muerte de John súbitamente redescubierto, que trataría de olvidar de nuevo. Si los pensamientos interesantes podían desaparecer de su cabeza, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con los desagradables? John había muerto y probablemente nada de lo que Sax hubiera podido hacer lo habría evitado. De todos modos era algo que nunca llegarían a saber y no se podía volver atrás. Habían asesinado a John y Sax no lo había ayudado, y así estaban las cosas, Sax vivía y John había muerto, no era más que un sistema de nodos y redes en la mente de cuantos lo habían conocido.

Pero Ann estaba viva, escalando las paredes de la caldera de Olympus. Podía hablar con ella si quería, aunque ella no saldría de su refugio. Él tendría que ir en su busca, y ahí estaba el quid de la cuestión, que podía hacerlo. El aguijón de la muerte de John obedecía a la muerte de esa posibilidad; ya nunca podría hablar con él, pero con Ann aún sí.

Las investigaciones para encontrar el paquete anamnésico continuaban. Acheron era una delicia en ese aspecto: los días en el laboratorio, comentando con los científicos los experimentos y colaborando en la medida de sus posibilidades, seminarios donde podían reunirse delante de las pantallas y compartir resultados y elaborar teorías y estrategias. La gente interrumpía su trabajó para ayudar en la granja o en otras tareas comunales, o para viajar; pero otros los reemplazaban, y quienes regresaban traían a menudo nuevas ideas y siempre energías renovadas. Sax se sentaba en la sala de seminarios después de los resúmenes semanales y miraba las tazas, los círculos marrones de café y las manchas negras de kava en los tableros de las mesas, las blancas pantallas cubiertas de esquemas y diagramas químicos con grandes flechas que señalaban acrónimos y símbolos alquímicos, que a Michel le habrían gustado mucho, y experimentaba un fervor tan intenso que llegaba a producirle dolor físico, seguramente alguna reacción parasimpática que desbordaba su sistema límbico… Aquello era ciencia, por Dios, la ciencia marciana, en manos de los científicos, que trabajaban concertadamente para alcanzar un objetivo que redundaría en el bien común, que llevaban al límite sus conocimientos, retrocediendo y avanzando, descubriendo cada semana algo más, persiguiendo algo más, y extendían el gran partenón invisible hasta el territorio ignoto de la mente humana, de la vida. Eso lo hacía tan feliz que casi dejaba de importarle que tal vez nunca desentrañaran el misterio; el placer estaba en la búsqueda.