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—Estoy buscando a Ann Clayborne —dijo Sax a las conductoras, extasiadas ante el paisaje—. ¿Saben dónde podría encontrarla?

—¿Es que no sabe dónde está? —preguntó una.

—Me han dicho que está escalando en la caldera de Olympus.

—¿Sabe ella que la está buscando?

—No. No atiende las llamadas.

—¿Ella le conoce?

—Oh, sí. Somos viejos… amigos.

—¿Y usted quién es?

—Sax Russell.

Se lo quedaron mirando y al fin una dijo:

—Conque viejos amigos, ¿eh? Su compañera le dio un codazo.

Muy sensatamente llamaban al lugar donde se encontraban Las Tres Paredes. Algo más allá del coche, sobre una pequeña terraza, había una estación-ascensor. Sax la examinó con los binoculares: antecámaras exteriores, techos reforzados… podía haber sido una construcción de los primeros años. Era el único medio para el descenso en aquella sección de la caldera, a menos que se quisiera hacer rappel.

—Ann se abastece en la Estación Marión —dijo la que había dado el codazo a su compañera—. ¿La ve? Ese rectángulo donde los canales de lava del suelo principal cortan Círculo Sur.

Eso estaba en el extremo opuesto del círculo más meridional, que el mapa llamaba «6». Sax tuvo dificultades para encontrar el punto, incluso con los binoculares, pero al fin lo vio: un pequeño bloque demasiado regular para ser natural, aunque lo habían pintado con un gris oscuro y oxidado, similar al basalto de la zona.

—Ya la veo. ¿Cómo se llega hasta allí?

—Tome el ascensor; luego tendrá que caminar.

Mostró a los encargados del ascensor el pase que le habían proporcionado sus guías e inició el largo descenso de la pared de Círculo Sur. El ascensor se deslizaba por unos rieles fijados al acantilado y disponía de ventanas; era como un descenso en helicóptero o como recorrer el último tramo del cable sobre Sheffield. Alcanzaron el suelo de la caldera bien entrada la tarde; se inscribió en la espartana posada y cenó bien y sin prisas, pensando de cuando en cuando qué le diría a Ann. Poco a poco fue elaborando una autojustificación coherente, o una confesión, un cri de coeur. Pero de pronto uno de sus apagones se la llevó. De modo que estaba en Olympus, en el suelo de una caldera volcánica, bajo un reducido círculo de cielo oscuro y estrellado, buscando a Ann Clayborne, sin nada que decirle. Qué contrariedad.

Al día siguiente, después del desayuno, se metió en un traje. Aunque los materiales habían mejorado, el tejido elástico le oprimía el torso y los miembros como los antiguos. Curiosamente, la cinética de la acción evocó recuerdos fugaces: el aspecto de la Colina Subterránea cuando construían la bóveda padrada, e incluso una especie de Epifanía somática, que parecía ser el recuerdo de su primer paseo por la superficie después de salir del desembarcador, con aquellos sorprendentes horizontes cercanos y el color rosado del cielo. De nuevo, contexto y memoria.

Avanzó por el fondo de Círculo Sur. Esa mañana el cielo tenía un índigo oscuro muy próximo al negro: la carta decía que era azul marino, una extraña denominación considerando lo oscuro que era. Se veían muchas estrellas. El horizonte era un acantilado que se elevaba en derredor: el semicírculo meridional de tres mil metros de altura, el cuadrante nororiental, dos mil, y el noroccidental, de sólo mil metros intensamente fracturados. Un paisaje asombroso de cámaras y gargantas magmáticas. Las paredes circundantes provocaban vértigo: la misma altura en todas direcciones, un ejemplo de manual de cómo el escorzo menguaba la percepción de las distancias verticales.

Marchaba a buen ritmo. El suelo de la caldera era bastante regular, salpicado por alguna que otra bomba volcánica, impactos posteriores de meteoritos y grábenes curvos poco profundos, algunos de los cuales tuvo que circunvalar, una palabra curiosamente adecuada en ese contexto. Pero por lo general pudo avanzar directamente hacia el acantilado fracturado del cuadrante noroccidental.

Tardó seis horas en cruzar el fondo de Círculo Sur, menos de un diez por ciento del área total del complejo de la caldera, que durante toda la caminata se mantuvo fuera de su campo visual. No había señales de vida, ni alteraciones en el suelo o las paredes, y la atmósfera era muy tenue, calculó que en torno a los diez milibares primitivos, y todo se perfilaba con extrema nitidez. Lo inmaculado del entorno le hacía sentir agudamente su intrusión, y procuraba pisar siempre sobre roca y evitar las zonas polvorientas. Contemplaba con una extraña satisfacción aquel rojizo paisaje primigenio, ese color que cubría el negro basalto. Su carta cromática no era demasiado buena para identificar mezclas inusuales de color.

Sax nunca había bajado a ninguna de las grandes calderas y ni siquiera haber pasado muchos años en el interior de cráteres de impacto lo preparaba a uno para la profundidad de las cámaras, la inclinación de las paredes, la llanura del suelo, para aquellas proporciones.

Cerca de mediodía se acercó al pie del arco noroccidental. El punto de encuentro entre el acantilado y el suelo apareció en el horizonte y descubrió con alivio el refugio, delante de él, donde su sistema de localización por satélite le había indicado. Aunque no se trataba de un trayecto complicado, en un lugar tan expuesto siempre era aconsejable saber exactamente dónde estaba. Después de su experiencia en la tormenta de nieve el miedo a extraviarse no lo había abandonado del todo. Aunque allí arriba no hubiera tormentas.

Cuando se acercaba a la antecámara del refugio un grupo de personas apareció en la base de un escarpado barranco a cosa de un kilómetro al oeste. Cuatro figuras cargadas con mochilas. Sax se detuvo con el corazón agitado: había reconocido a la última figura de inmediato. Ann venía a reabastecerse. Ya no le quedaba más remedio que decidir lo que diría. Y recordarlo.

En el interior del refugio Sax se quitó el casco, presa de un familiar malestar en el estómago, que cada vez que se encontraba con Ann era peor. Se volvió hacia la puerta y esperó. Ann entró al fin, se quitó el casco y lo vio. Lo miró como si estuviera viendo un fantasma.

—¿Sax…? —exclamó.

Él asintió. Recordó el último encuentro, hacía mucho tiempo, en Da Vinci, casi en una vida anterior. Se había quedado sin habla.

Ann meneó la cabeza y sonrió. Cruzó la habitación con una expresión que él no alcanzaba a interpretar, lo tomó de los brazos, se inclinó y le besó la mejilla afectuosamente. Después se separo un poco de él, pero una de sus manos siguió aferrándole el brazo, y luego se deslizó hasta la muñeca. Lo miraba a los ojos y le apretaba con mano de hierro. Sax anhelaba hablar. Sin embargo no tenía nada que decir, o quizá demasiado. Esa mano en su muñeca lo paralizaba aún más que un comentario sarcástico o una mirada furiosa.

Una oleada pareció recorrer a Ann, y recuperó el aire de la mujer que Sax conocía, mirándolo con suspicacia y después con alarma.

—Todos están bien, ¿no?

—Sí, sí —dijo Sax—. ¿Porque te enteraste de lo de Michel?

—Sí. —Apretó los labios y por un momento fue la Ann sombría de sus sueños. Pero una nueva oleada trajo a la extraña, que le aferraba la muñeca como si quisiera quebrársela.— Entonces has venido sólo para verme.

—Si. Quería… —Buscó frenéticamente una conclusión para la frase— ¡Hablar! Sí… hacerte algunas preguntas. Estoy teniendo algunos problemas con mi memoria y me preguntaba si podrías subir allá arriba y hablar un poco. Caminar… —tragó con dificultad— o escalar. ¿Me enseñarías parte de la caldera?