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—Sí, sí. —La mente abierta. Para Sax era fácil, pues su mente era un laboratorio destruido por un incendio, y ahora estaba al aire libre. Quienes objetaban la elección de la Colina lo hacían movidos por el miedo, miedo al poder del pasado. No querían reconocer ese poder ni entregarse por completo a él. Pero eso era justamente lo que debían hacer. Michel habría aplaudido esa elección. El lugar era crucial, y sus propias vidas lo demostraban. Indecisos, escépticos, aterrados, es decir, todos ellos, tenían que admitir que la Colina Subterránea era el lugar apropiado. Finalmente acordaron encontrarse allí.

La Colina Subterránea se había convertido en algo parecido a un museo; se había tratado de conservar el aspecto que presentaba en 2138, el año en que dejó de ser una parada de la pista. En consecuencia no era la misma que ellos habían ocupado; pero las zonas más antiguas subsistían casi intactas. Al poco de llegar, Sax y algunos otros salieron a echar un vistazo, y allí estaban todas las viejas construcciones: los cuatro hábitats originales, arrojados desde el espacio, los vertederos, el cuadrado de cámaras abovedadas de Nadia, con su cúpula central, el invernadero de Hiroko, del que sólo quedaba la estructura, pues el material de cubierta había desaparecido, la galería de Nadia al noroeste, Chernobil, las pirámides de sal. Sax acabó en el Cuartel de los Alquimistas y vagó por el laberinto de edificios y tuberías tratando de prepararse para la experiencia del día siguiente. Tratando de mantener una mente abierta.

Y su memoria hervía, como intentando probar que no necesitaba ayuda para hacer su trabajo. Entre aquellas construcciones había sido testigo del poder transformador de la tecnología sobre la desnuda materialidad de la naturaleza; habían empezado con rocas y gases, y de ellos habían extraído, purificado, transformado, recombinado y moldeado de tantas maneras que era imposible seguir y mucho menos imaginar sus efectos. Había visto, pero no había comprendido, y habían actuado con un total desconocimiento de sus verdaderos poderes y, tal vez como resultado de ello, sin saber muy bien qué buscaban. Pero entonces no se percataba de eso. Había actuado con el pleno convencimiento de que aquel mundo que empezaba a verdear sería un lugar agradable para vivir. Ahora, con la cabeza descubierta bajo un cielo azul, en el tórrido segundo agosto, miraba alrededor e intentaba pensar, recordar. Era difícil dirigir la memoria, los recuerdos sencillamente afloraban. Los objetos de la parte vieja de la ciudad le resultaban muy familiares, como indicaba la palabra, «de la familia». Incluso piedras, hondonadas y cúmulos le resultaban familiares, ocupando el lugar que les correspondía. Las perspectivas para el experimento no podían ser mejores; estaban en el lugar apropiado, en el contexto apropiado, situados, orientados. En casa. Regresó al cuadrado de cámaras abovedadas, donde se alojarían.

Durante su paseo habían llegado algunos coches y pequeños trenes turísticos. La gente se congregaba. Allí estaban Nadia y Maya, abrazando a Mary y Andrea, que habían llegado juntas. Sus voces resonaban en el aire como una ópera rusa, como recitativos a punto de convertirse en canto. De los ciento uno originales sólo vendrían catorce: Sax, Ann, Maya, Nadia, Desmond, Ursula, Marina, Vasili, George, Edvard, Roger, Mary, Dmitri, Andrea. Todos los que estaban vivos y en contacto con el mundo; los demás habían muerto o desaparecido. Si Hiroko y los siete seguían vivos, no habían dado señales de ello. Tal vez se presentarían sin anunciarse, como en aquella primera fiesta organizada por John en Olympus…

Así pues eran catorce, y por tanto pocos. La Colina Subterránea parecía vacía, y aunque podían ocupar el espacio que se les antojara se congregaron en el ala sur de las cámaras abovedadas, lo que realzó la vacuidad del resto. Era como si el lugar fuese una imagen de sus flaqueantes memorias, con sus laboratorios, terrenos y compañeros perdidos. Todos sufrían pérdidas de memoria y trastornos de distinta especie; por lo que Sax sabía, todos los trastornos mentales mencionados en la literatura especializada, y la sintomatología comparada había utilizado buena parte de sus declaraciones para describir las distintas experiencias, sublimes y/o terroríficas, que los habían afligido en la pasada década. Aquella noche, mientras trajinaban en la pequeña cocina de la esquina suroeste, con la alta ventana que miraba al invernadero central, a oscuras aún bajo su gruesa cúpula de cristal, el ánimo general osciló, a trechos alegre, a trechos sombrío. Tomaron una cena fría y charlaron y luego se diseminaron por el ala sur para preparar los dormitorios del piso superior para una noche que se preveía inquieta. Postergaron la hora de acostarse cuanto pudieron, pero al fin se dieron por vencidos y trataron de dormir un poco. Las pesadillas despertaron a Sax varias veces, y oyó idas y venidas a los aseos, conversaciones en voz baja en la cocina y murmullos propios del sueño agitado de los viejos. Pero se las arregló para retomar el sueño, un sueño ligero poblado de visiones.

La mañana llegó al fin. Se levantaron con las primeras luces tomaron un desayuno rápido: fruta, cruasanes, pan y café. Las colinas proyectaban familiares sombras largas hacia el oeste.

Respiraban hondo, reían nerviosamente, evitaban mirarse a los ojos. Estaban dispuestos a empezar, excepto Maya, que seguía negandose a someterse al tratamiento. Ninguno de sus argumentos la conmovieron.

—He dicho que no —había repetido la noche anterior—. Por otra parte, si se vuelven locos necesitarán a alguien, y quién mejor que yo para eso.

Sax había pensado que cambiaría de opinión, que sólo estaba haciendo alarde de su carácter. Se plantó delante de ella, frustrado:

—Creía que eras tú quien sufría los peores trastornos de memoria.

—Es posible.

—Entonces sería aconsejable que probaras el tratamiento. Recuerda que Michel te administró muchos fármacos.

—No deseo hacerlo —dijo, mirándolo a los ojos. Él suspiró.

—No te comprendo, Maya.

—Lo sé.

Y se fue al viejo dispensario para asumir el papel de enfermera. Todo estaba presto, y Maya los fue llamando de uno en uno, y mediante unos inyectores ultrasónicos aplicados en el cuello, les administró una parte del cóctel de fármacos, y luego les dio las pildoras que contenían el resto. Después los ayudó a colocarse los auriculares que transmitirían las silenciosas ondas electromagnéticas. Los que ya estaban preparados esperaban en la cocina sumidos en un tenso silencio. Cuando acabó con todos, Maya los acompañó a la puerta y los ayudó a salir. Y empezaron.

Una imagen se adueñó de Sax: luces brillantes, la sensación de que le aplastaban el cráneo; se ahogaba, jadeaba, escupía. Aire frío y la voz de su madre, como el gemido de un animal. Después yació mojado sobre el pecho de ella, helado.

—¡Madre mía!

El hipocampo era una de las varias áreas específicas del cerebro estimuladas por el tratamiento. Eso significaba que el sistema límbico, extendido bajo el hipocampo como una red bajo un nogal, recibía una estimulación análoga, como si las nueces rebotaran en un trampolín de nervios y lo hicieran resonar o incluso castañetear. Así experimentó Sax el inicio de lo que sin duda sería una oleada de emociones, que registraba no por separado sino agrupadas y con la misma intensidad, sin relación: alegría, dolor, amor, odio, euforia, melancolía, esperanza, temor, generosidad, celos… El resultado de aquel saturado revoltijo era, al menos para Sax, sentado en un banco, respirando con agitación, un incremento de su percepción de la significación. Un baño de sentido que lo inundaba todo, que le desgarraba el corazón o lo henchía, como si albergara océanos de nubes en el pecho que le impedían respirar, una suerte de nostalgia elevada a la enésima potencia, una plenitud, una dicha sublimes. ¡Estaban allí sentados y vivían! Unido sin embargo a un agudo sentimiento de pérdida, de lamento por el tiempo perdido, de miedo a la muerte, a todo, de congoja por Michel, por John, por todos. Era tan diferente de la habitual serenidad de Sax, de su flema, podría decirse, que durante un tiempo no pudo moverse. Llegó a reprocharse amargamente haber iniciado un experimento como aquél, insensato y estúpido… Seguramente todos lo odiarían.